Francisco ha querido cerrar el tiempo pascual, que culmina mañana por Pentecostés, con una larga carta (de seis páginas) a los sacerdotes de la Diócesis de Roma, firmada en la Basílica de San Juan de Letrán.
“En este tiempo pascual –les explica– pensaba encontrarlos y celebrar juntos la Misa Crismal. Al no ser posible una celebración de carácter diocesano, les escribo esta carta. La nueva fase que comenzamos nos pide sabiduría, previsión y cuidado común, de manera que todos los esfuerzos y sacrificios hasta ahora realizados no sean en vano”.
Afrontando directamente lo que ha supuesto el coronavirus para todos, el Papa cuenta que, en este tiempo, muchos de sus presbíteros han compartido con él su experiencia por correo electrónico o teléfono: “Así, sin poder salir y tomar contacto directo, me permitieron conocer ‘de primera mano’ lo que vivían. Este intercambio alimentó mi oración, en muchas situaciones para agradecer el testimonio valiente y generoso que recibía de ustedes; en otras, era la súplica y la intercesión confiada en el Señor que siempre tiende su mano”.
“Si bien –prosigue– era necesario mantener el distanciamiento social, esto no impidió reforzar el sentido de pertenencia, de comunión y de misión que nos ayudó a que la caridad, principalmente con aquellas personas y comunidades más desamparadas, no fuera puesta en cuarentena. Pude constatar, en esos diálogos sinceros, cómo la necesaria distancia no era sinónimo de repliegue o ensimismamiento que anestesia, adormenta o apaga la misión”.
Consciente de estar a las puertas de una “nueva ‘normalidad’”, Bergoglio pide que esta se articule en torno a “la esperanza”, que “también depende de nosotros y exige que nos ayudemos a mantenerla viva y operante”. En este punto, el Pontífice compara este forzado confinamiento con el que vivió “la primera comunidad apostólica”, obligada, en un tiempo de persecución, a sobrevivir a “momentos de confinamiento, aislamiento, miedo e incertidumbre. Pasaron cincuenta días entre la inamovilidad, el encierro y el anuncio incipiente que cambiaría para siempre sus vidas. Los discípulos, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban por temor, fueron sorprendidos por Jesús, que, poniéndose en medio de ellos, les dijo: ‘¡La paz esté con vosotros!’”.
Fue entonces cuando Jesús insufló sobre ellos la fuerza del Espíritu Santo. Un poder que nace de la misericordia y que Francisco desea que lata más que nunca en los sacerdotes ante el drama despertado por el coronavirus: “Todos hemos oído los números y porcentajes que día a día nos asaltaban y palpamos el dolor de nuestro pueblo. Lo que llegaba no eran datos lejanos: las estadísticas tenían nombres, rostros, historias compartidas. Como comunidad presbiteral, no fuimos ajenos ni ‘balconeamos’ esta realidad y, empapados por la tormenta que golpea, ustedes se las ingeniaron para estar presentes y acompañar a vuestras comunidades: vieron venir el lobo y no huyeron ni abandonaron el rebaño”.
En este punto, el Papa radiografía perfectamente cómo han sido estas duras semanas: “Sufrimos la pérdida repentina de familiares, vecinos, amigos, parroquianos, confesores, referentes de nuestra fe. Pudimos mirar el rostro desconsolado de quienes no pudieron acompañar y despedirse de los suyos en sus últimas horas. Vimos el sufrimiento y la impotencia de los trabajadores de la salud que, extenuados, se desgastaban en interminables jornadas de trabajo preocupados por atender tantas demandas. Todos sentimos la inseguridad y el miedo de trabajadores y voluntarios que se expusieron diariamente para que los servicios esenciales fueran mantenidos; y también para acompañar y cuidar a quienes, por su exclusión y vulnerabilidad, sufrían aún más las consecuencias de esta pandemia”.
“Escuchamos –relata– y vimos las dificultades y aprietos del confinamiento social: la soledad y el aislamiento principalmente de los ancianos; la ansiedad, la angustia y la sensación de desprotección ante la incertidumbre laboral y habitacional; la violencia y el desgaste en las relaciones. El miedo ancestral a contaminarse volvía a golpear con fuerza. Compartimos también las angustiantes preocupaciones de familias enteras que no saben cómo enfrentarán ‘la olla’ la próxima semana”.
En contacto “con nuestra propia vulnerabilidad e impotencia”, todos “fuimos probados” y, “zarandeados por todo lo que sucede, palpamos de forma exponencial la precariedad de nuestras vidas y compromisos apostólicos. Lo imprevisible de la situación dejó al descubierto nuestra incapacidad para convivir y confrontarnos con lo desconocido, con lo que no podemos gobernar ni controlar y, como todos, nos sentimos confundidos, asustados, desprotegidos”. Un paso previo a “ese sano y necesario enojo que nos impulsa a no bajar los brazos contra las injusticias y nos recuerda que fuimos soñados para la Vida”.
La “complejidad de lo que se debía enfrentar” no se canalizaba con “respuestas casuísticas ni de manual; pedía mucho más que fáciles exhortaciones o discursos edificantes incapaces de arraigar y asumir conscientemente todo lo que nos reclamaba la vida concreta. El dolor de nuestro pueblo nos dolía, sus incertidumbres nos golpeaban, nuestra fragilidad común nos despojaba de toda falsa complacencia idealista o espiritualista, así como de todo intento de fuga puritana”.
Un reto, claro, al que se hubo de enfrentar toda la humanidad, sin excepciones: “La narrativa de una sociedad profiláctica, imperturbable y siempre dispuesta al consumo indefinido fue puesta en cuestión develando la falta de inmunidad cultural y espiritual ante los conflictos”.
Así, ahora lo que toca es construir de cara al futuro: “Sabemos que de la tribulación y de las experiencias dolorosas no se sale igual. Tenemos que velar y estar atentos”.
Entre otras cosas, porque “son varias las tentaciones, propias de este tiempo, que pueden enceguecernos y hacernos cultivar ciertos sentimientos y actitudes que no dejan que la esperanza impulse nuestra creatividad, nuestro ingenio y nuestra capacidad de respuesta. Desde querer asumir honestamente la gravedad de la situación, pero tratar de resolverla solamente con actividades sustitutivas o paliativas a la espera de que todo vuelva a ‘la normalidad’, ignorando las heridas profundas y la cantidad de caídos del tiempo presente; hasta quedar sumergidos en cierta nostalgia paralizante del pasado cercano que nos hace decir ‘ya nada será lo mismo’ y nos incapacita para convocar a otros a soñar y elaborar nuevos caminos y estilos de vida”.
Para no desnortarse, hay que partir de una noción básica: “Todo tiempo vale para el anuncio de la paz, ninguna circunstancia está privada de su gracia. Su presencia en medio del confinamiento y de forzadas ausencias anuncia, para los discípulos de ayer como para nosotros hoy, un nuevo día capaz de cuestionar la inamovilidad y la resignación, y de movilizar todos los dones al servicio de la comunidad”.
“Como comunidad presbiteral –les invita el Papa–, estamos llamados a anunciar y profetizar el futuro como el centinela que anuncia la aurora que trae un nuevo día; o será algo nuevo o será más, mucho más y peor de lo mismo. (…) La fe nos permite una realista y creativa imaginación capaz de abandonar la lógica de la repetición, sustitución o conservación; nos invita a instaurar un tiempo siempre nuevo: el tiempo del Señor. Si una presencia invisible, silenciosa, expansiva y viral nos cuestionó y trastornó, dejemos que sea esa otra Presencia discreta, respetuosa y no invasiva la que nos vuelva a llamar y nos enseñe a no tener miedo de enfrentar la realidad”.
“Dejemos –clama Bergoglio– que nos sorprenda una vez más el Resucitado. Que sea Él, desde su costado herido, signo de lo dura e injusta que se vuelve la realidad, quien nos impulse a no darle la espalda a la dura y difícil realidad de nuestros hermanos. Que sea Él quien nos enseñe a acompañar, cuidar y vendar las heridas de nuestro pueblo. (…) Que sean las manos llagadas del Resucitado las que consuelen nuestras tristezas, pongan de pie nuestra esperanza y nos impulsen a buscar el Reino de Dios más allá de nuestros refugios convencionales”.
Un camino que cada sacerdote no puede recorrer solo… “Dejémonos sorprender también por nuestro pueblo fiel y sencillo, tantas veces probado y lacerado, pero también visitado por la misericordia del Señor. Que ese pueblo nos enseñe a moldear y templar nuestro corazón de pastor con la mansedumbre y la compasión, con la humildad y la magnanimidad del aguante activo, solidario, paciente pero valiente, que no se desentiende, sino que desmiente y desenmascara todo escepticismo y fatalidad”.
“Todas estas cosas –concluye el Papa–, que pensé y sentí durante este tiempo de pandemia, quiero compartirlas fraternalmente con ustedes para ayudarnos en el camino de la alabanza al Señor y del servicio a los hermanos. Deseo que a todos nos sirvan para ‘más amar y servir’.