Vaticano

Francisco en la misa de Pentecostés: “El mundo nos ve de derechas y de izquierdas; el Espíritu nos ve del Padre y de Jesús”





Francisco ha culminado el tiempo pascual con la celebración de la misa de Pentecostés en una basílica de San Pedro prácticamente vacía, en continuidad con lo que sucedió en todas las ceremonias de Semana Santa por el coronavirus.



En su homilía, ha reivindicado el mensaje de san Pablo a los corintios: “Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios”. De hay su defensa de un binomio, “diversidad-unidad”, que reflejan que “el Espíritu Santo es la unidad que reúne a la diversidad; y que la Iglesia nació así: nosotros, diversos, unidos por el Espíritu Santo”.

Los apóstoles, muy diferentes entre sí

Algo que se vio ya entre los apóstoles que seguían a Jesús: “Muchos de ellos eran gente sencilla, pescadores, acostumbrados a vivir del trabajo de sus propias manos, pero estaba también Mateo, un instruido recaudador de impuestos. Había orígenes y contextos sociales diferentes, nombres hebreos y nombres griegos, caracteres mansos y otros impetuosos, así como puntos de vista y sensibilidades distintas”.

“Jesús –prosigue Bergoglio– no los había cambiado, no los había uniformado y convertido en ejemplares producidos en serie. Había dejado sus diferencias y, ahora, ungiéndolos con el Espíritu Santo, los une. La unión se realiza con la unción. En Pentecostés, los apóstoles comprendieron la fuerza unificadora del Espíritu. La vieron con sus propios ojos cuando todos, aun hablando lenguas diferentes, formaron un solo pueblo: el pueblo de Dios, plasmado por el Espíritu, que entreteje la unidad con nuestra diversidad y da armonía porque es armonía”.

Contra la homogeneización

En nuestro presente, eso es algo que se palpa entre todos los cristianos: “También entre nosotros existen diferencias; por ejemplo, de opinión, de elección, de sensibilidad. La tentación está siempre en querer defender a capa y espada las propias ideas, considerándolas válidas para todos, y en llevarse bien solo con aquellos que piensan igual que nosotros. Pero esta es una fe construida a nuestra imagen y no es lo que el Espíritu quiere”.

Por eso mismo, “podríamos pensar que lo que nos une es lo mismo que creemos y la misma forma de comportarnos. Sin embargo, hay mucho más que eso: nuestro principio de unidad es el Espíritu Santo. Él nos recuerda que, ante todo, somos hijos amados de Dios. El Espíritu desciende sobre nosotros, a pesar de todas nuestras diferencias y miserias, para manifestarnos que tenemos un solo Señor, Jesús, y un solo Padre, y que por esta razón somos hermanos y hermanas”.

Solo hijos de Dios

“Miremos a la Iglesia –ha invitado– como la mira el Espíritu, no como la mira el mundo. El mundo nos ve de derechas y de izquierdas; el Espíritu nos ve del Padre y de Jesús. El mundo ve conservadores y progresistas; el Espíritu ve hijos de Dios. La mirada mundana ve estructuras que hay que hacer más eficientes; la mirada espiritual ve hermanos y hermanas mendigos de misericordia. El Espíritu nos ama y conoce el lugar que cada uno tiene en el conjunto: para Él no somos confeti llevado por el viento, sino teselas irremplazables de su mosaico”.

Algo que ya se vio en la Iglesia de los primeros días: “Regresemos al día de Pentecostés y descubramos la primera obra de la Iglesia: el anuncio. Y, aun así, notamos que los apóstoles no preparan ninguna estrategia ni tienen un plan pastoral. Podrían haber repartido a las personas en grupos, según sus distintos pueblos de origen, o dirigirse primero a los más cercanos y, luego, a los lejanos; también hubieran podido esperar un poco antes de comenzar el anuncio y, mientras tanto, profundizar en las enseñanzas de Jesús, para evitar riesgos, pero no. El Espíritu no quería que la memoria del Maestro se cultivara en grupos cerrados, en cenáculos donde se toma gusto a ‘hacer el nido’. El Espíritu abre, reaviva, impulsa más allá de lo que ya fue dicho y fue hecho, más allá de los ámbitos de una fe tímida y desconfiada”.

Sin estrategias

Un empuje inicial, una diversidad que corren el riesgo de perderse hoy… “En el mundo, todo se viene abajo sin una planificación sólida y una estrategia calculada. En la Iglesia, por el contrario, es el Espíritu quien garantiza la unidad a los que anuncian. Por eso, los apóstoles se lanzan, poco preparados, corriendo riesgos; pero salen. Un solo deseo los anima: dar lo que han recibido”.

Así es como, “finalmente, llegamos a entender cuál es el secreto de la unidad, el secreto del Espíritu. Es el don. Porque Él es don, vive donándose a sí mismo y, de esta manera, nos mantiene unidos, haciéndonos partícipes del mismo don. Es importante creer que Dios es don, que no actúa tomando, sino dando”.

“¿Por qué es importante? –se pregunta el Papa– Porque nuestra forma de ser creyentes depende de cómo entendemos a Dios. Si tenemos en mente a un Dios que arrebata y se impone, también nosotros quisiéramos arrebatar e imponernos: ocupando espacios, reclamando relevancia, buscando poder. Pero, si tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia. Si nos damos cuenta de que lo que somos es un don suyo, gratuito e inmerecido, entonces también a nosotros nos gustaría hacer de nuestra vida un don. Y así, amando humildemente, sirviendo gratuitamente y con alegría, daremos al mundo la verdadera imagen de Dios”.

Tres enemigos del don

Para Bergoglio, “tres son los enemigos del don, siempre agazapados en la puerta del corazón: el narcisismo, el victimismo y el pesimismo. El narcisismo, que lleva a la idolatría de sí mismo y a buscar solo el propio beneficio. (…) En esta pandemia, cuánto duele el narcisismo, el preocuparse de las propias necesidades, indiferente a las de los demás, el no admitir las propias fragilidades y errores”.

Igualmente, “el victimismo, es peligroso. El victimista está siempre quejándose de los demás. (…) En el drama que vivimos, ¡qué grave es el victimismo! Pensar que no hay nadie que nos entienda y sienta lo que vivimos”. Por último, está el pesimismo, cuya “letanía diaria es: ‘Todo está mal, la sociedad, la política, la Iglesia…’. El pesimista arremete contra el mundo entero, pero permanece apático y piensa: ‘Mientras tanto, ¿de qué sirve darse? Es inútil’. Y así, en el gran esfuerzo que supone comenzar de nuevo, qué dañino es el pesimismo, ver todo negro y repetir que nada volverá a ser como antes. Cuando se piensa así, lo que seguramente no regresa es la esperanza”.

La parálisis del egoísmo

Así es como todos “necesitamos el Espíritu Santo, don de Dios que nos cura del narcisismo, del victimismo y del pesimismo. Pidámoslo: Espíritu Santo, memoria de Dios, reaviva en nosotros el recuerdo del don recibido. Líbranos de la parálisis del egoísmo y enciende en nosotros el deseo de servir, de hacer el bien. Porque, peor que esta crisis, es solamente el drama de desaprovecharla, encerrándonos en nosotros mismos. Ven, Espíritu Santo, Tú, que eres armonía, haznos constructores de unidad; Tú, que siempre te das, concédenos la valentía de salir de nosotros mismos, de amarnos y ayudarnos, para llegar a ser una sola familia”.

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Alicia Ruiz López de Soria, ODN







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