María Verónica, una joven monja, murió a mitad de febrero por el dengue. Los hospitales estaban saturados, así que los doctores la enviaron a casa para guardar reposo, con el tratamiento pertinente. Pocos días después, fue ingresada de urgencias y murió. Es una de las 12 víctimas de más de 4.200 enfermos de dengue [no disponemos de más datos, pero son muchos más]. Evidentemente, María Verónica no debería haber muerto, pero los hospitales estaban abarrotados, mal abastecidos y con personal sanitario exhausto y desmotivado. Somos religiosos agustinos y escribimos desde Iquitos, una ciudad de 600.000 habitantes en la Amazonía norte peruana.
Clara [nombre ficticio] colabora en un comedor para niños en situación de vulnerabilidad. Con la llegada del COVID-19, el Gobierno peruano decretó, el 16 de marzo, el confinamiento. Así que Clara, como el resto de ciudadanos, no puede salir de su casa. Tuvieron que cerrar el comedor y se quedó sin trabajo. El bono de S/. 380.00 (unos 100 euros) que repartió el Ejecutivo para las familias pobres no la incluyó. Las estadísticas oficiales nunca son reales y no sirven para planificar. La transferencia de 200 millones del Gobierno central a las Municipalidades para comprar comida tampoco la incluyó. Tuvo que acudir a su parroquia para encontrar un poco de ayuda.
Carolina [nombre ficticio] es catequista. Sufrió violencia de género durante el confinamiento y tuvo que salir de su casa al hogar de otro familiar. Al poco tiempo, dos de las personas con las que compartía techo salieron positivo de coronavirus, pero, desde el hospital, no han querido hacerle la prueba porque no tiene síntomas. Perú no tiene capacidad para testear a los asintomáticos. Ya saben que eso significa que se propaga la pandemia. El mercado de los test y respiradores, a nivel global, se ha vuelto una guerra comercial. Con menos de 30 camas en los hospitales para enfermos de coronavirus y una docena de respiradores, se pueden imaginar el escenario que nos espera si se dispara la pandemia en la Panamazonía.
Pepe es un amigo indígena y animador cristiano que ha regresado a su comunidad. Estaba en Iquitos porque necesitaba una intervención quirúrgica. Postergaron su operación por el coronavirus. Regresó el primer día de confinamiento, el último viaje en teoría. La Marina del Perú cerró los puertos. Pero muchas personas burlaron los controles (o sobornaron) y regresaron a sus comunidades después de cerrar los puertos; probablemente, han propagado el virus. Todo esto puede levantar una oleada de brujería. Los indígenas consideran que la muerte es un ataque de otro ser, casi siempre enviado por otra persona.
Sonia y Gilter consiguieron que las autoridades de su comunidad cerraran el paso en el río Urituyacu, pero 15 días después de decretar el Estado de Emergencia. Las autoridades no querían. Entraron al menos cinco botes con gente al río Urituyacu; probablemente, ya hayan llevado la pandemia. De todas formas, es un gran triunfo que los animadores Gilter y Sonia consigan cerrar el río donde habitan indígenas kukama, urarina y omurano. Con niveles escandalosamente altos de anemia, desnutrición, enfermedades respiratorias, diabetes, hipertensión, los pueblos indígenas son particularmente vulnerables.
Héctor es un excelente animador cristiano. Vive en una zona donde la gente no respeta el confinamiento. Los jóvenes salen a jugar futbito y voley en las tardes. La gente vive en casas pequeñas de madera y techo de zinc. Muchos no comprenden la gravedad de la situación. El Gobierno peruano, que ha tomado las medidas drásticas necesarias, no ha realizado el esfuerzo de explicar en términos culturalmente apropiados por qué debemos quedarnos en casa.
Olga, coordinadora de una zona de la parroquia, insiste en dejar de nombrar la enfermedad. Nombrarla es llamarla para que nos ataque. Es la forma de pensar indígena. El Ministerio de Cultura ha traducido material sobre el COVID-19 en diversos idiomas indígenas, pero sin tener en cuenta este criterio. Para mucha población será una llamada para que venga la enfermedad a atacarnos. En las fotos que utilizó el Ministerio de Cultura aparecen personas lavándose las manos en un grifo. La inmensa mayoría de la población indígena, tanto urbana como rural, no tiene agua potable. Da la sensación que se hacen cosas urgidos por la necesidad, pero sin pensar.
Salomé [nombre ficiticio] tiene diabetes y va a diálisis a diario. Tiene miedo de ir al hospital, pero no le queda otro remedio. Lee la Biblia y reza. El personal sanitario está cansado, mal implementado y desanimado. No tienen ni protección biosegura para ellos. Entre el 30-40% de todos los infectados en Loreto son trabajadores de hospitales. ¿Quién nos va cuidar?
Graciela, con apoyo de abogados amigos y de la Iglesia, ganó un juicio al Estado para que implementen con agua y desagüe el lugar donde vive. Los municipios, en lugar de cumplir la sentencia, apelaron. Estamos esperando ganar en segunda instancia. Ahora, las autoridades nos invitan a lavarnos las manos con frecuencia. En la zona donde vive Graciela el agua es muy cara, hay que comprarla a diario.
Hace unos días, el Ministro de Salud desautorizó a los funcionarios regionales. En tiempos en que se necesita líderes que nos guíen, tenemos autoridades debilitadas. Loreto, la región desde la que escribimos, es la segunda con más casos de todo Perú, después de su capital, Lima.
La Iglesia la forman todos los que hemos nombrado. La Iglesia institucional ha puesto en manos de las autoridades tres centros de retiro en tres localidades para atender a los pacientes de coronavirus. Colabora paliando el hambre de las familias que no han accedido al bono del Gobierno por la pandemia, acompaña a la gente, reza, proporciona consuelo. Saldremos de esta. El mundo ya no es igual. La Semana Santa culminó en la resurrección del Señor. Que Él nos acompañe y nos dé inteligencia.