“Quizás no hemos mostrado a los jóvenes la bondad y belleza del compromiso y la vida matrimonial”. El obispo de Bilbao, Mario Iceta, hace autocrítica a la hora de analizar por qué los jóvenes no pasan por el altar. Vida Nueva conversa con él, como responsable del Itinerario de Formación y Acompañamiento de novios Juntos en Camino, +Q2, elaborado por la Subcomisión Episcopal para la Familia y la Defensa de la Vida y presentado a comienzos de año con el objeto de dar un vuelco a los cursillos prematrimoniales y hacer llegar a los novios una pedagogía del amor a la luz de la exhortación ‘Amoris laetitia’.
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PREGUNTA.- Dos de cada 10 matrimonios fueron en 2019 por la Iglesia. En total, 33.000 bodas, un 10% menos que en 2018. ¿Por qué los jóvenes no ven “atractivo” el sacramento?
RESPUESTA.- Es una tendencia que se viene dando desde hace años. Pienso que se debe a múltiples factores. Muchos jóvenes no ven en el matrimonio un elemento necesario para la propia felicidad. Así lo revelaba un estudio que apareció en los medios de comunicación hace unos meses. Y por eso no se plantean una estabilidad en el compromiso matrimonial porque no ven al matrimonio como un elemento que aporte a sus vidas.
También muchos rehuyen del compromiso estable y, de modo particular, de acceder a una realidad que consideramos indisoluble. Vivimos en un mundo de cambios, donde los compromisos estables en muchos ámbitos vitales no son corrientes. No es fácil percibir la bondad y belleza de un matrimonio, que es para siempre, en un mundo donde parece que nada es especialmente duradero.
En muchos casos lo ven como una limitación de la propia libertad. Este compromiso les da miedo o se sienten incapaces de asumirlo. Esta cuestión se refuerza con cierta resistencia a tener hijos, considerando que es también una responsabilidad que limitará su libertad en diversos campos de su vida. El elemento institucional y público del matrimonio también puede ser una causa que disuada a los jóvenes a conocer mejor la realidad matrimonial. Se produce una especie de privatización del matrimonio, por lo que no sería necesario formalizarlo con un consentimiento público instituido.
Se dan situaciones en las que la experiencia que han tenido del matrimonio no es positiva. Son conscientes de fracasos matrimoniales, quizás en la propia familia, han sufrido por ello y no quieren que esto les pueda pasar y, por eso, prefieren un tipo de relación que comprometa menos. Tampoco ayuda el emotivismo, las relaciones basadas en el sentimiento, que son volubles e inestables, lo que dificulta la capacidad de adquirir compromisos estables.
Con respecto al matrimonio por la Iglesia, pienso que la principal dificultad es la débil iniciación cristiana de muchos jóvenes. En muchas ocasiones es una transformación débil o un tanto epidérmica, pero que no ha transformado profundamente su corazón y su vida con el encuentro de Jesucristo en el seno de la comunidad eclesial.
Una vocación
P.- Supongo que toca hacer autocrítica, ¿en qué ha fallado o está fallando la Iglesia? ¿Cómo puede la Iglesia y todos los cristianos ayudar a que los jóvenes redescubran la belleza del sacramento?
R.- Quizás no hemos mostrado a los jóvenes la bondad y belleza del compromiso y la vida matrimonial. Para ello es muy necesario el testimonio de matrimonios que viven su vocación con auténtica alegría y esperanza, a pesar de las dificultades propias de todo compromiso. No hemos presentado el matrimonio como una vocación y un camino de santidad. La cuestión vocacional se refería principalmente a la vida consagrada o al sacerdocio. También el matrimonio es una vocación, una llamada del Señor, que requiere de nosotros una respuesta y una preparación adecuada para vivirlo.
Es necesario mostrar que la estabilidad de una elección no anula la libertad sino que la plenifica. El que haya respondido a la vocación matrimonial no daña la propia libertad. Y así como el amor tiende a la estabilidad que se prolonga en el tiempo hasta la muerte, también la vida matrimonial, que expresa ese amor conyugal de la pareja, conlleva el rasgo de la indisolubilidad, es decir, “hasta que la muerte nos separe”. En este ambiente cambiante es cierto que esto solo es posible mostrarlo de modo práctico, es decir, mediante el testimonio de matrimonios que llevan ya muchos años casados y que muestran como este camino es posible y, además, de felicidad, más allá de las dificultades propias de la vida humana.
La fe la hemos vivido muchas veces de modo individual. No hemos cuidado suficientemente la dimensión comunitaria y eclesial de la fe. La Eucaristía y también el matrimonio tienen esta dimensión pública comunitaria y eclesial. El que la comunidad cristiana sea el lugar donde crece la vocación matrimonial y donde tras el compromiso matrimonial por el sacramento del matrimonio, esta vida puede crecer y ser cuidada, es un elemento que debe ser especialmente cuidado y potenciado.
Esta dimensión pública e institucional no ha sido suficientemente explicitada para que los jóvenes comprendan su importancia y la conveniencia de cuidarla. Ante experiencias negativas que hayan podido tener los jóvenes con respecto al matrimonio, es necesario mostrarles ejemplos de matrimonios que viven con gozo su vocación y que ven en los hijos un regalo que viene precisamente a reforzar su amor esponsal.
El cuidado de la educación afectivo-sexual es un elemento esencial para la capacitación de los jóvenes para vivir con gozo y responsabilidad la vida matrimonial. Se está haciendo mucho en este campo, pero queda mucho camino por recorrer. De este modo se puede hacer frente a concepciones emotivistas, posesivas u otras carencias e incluso patologías en una adecuada comprensión de lo que es el amor esponsal, sus dimensiones y la adquisición de la madurez afectiva necesaria para vivirlo en la relación matrimonial.
Esta educación afectivo-sexual puede desarrollarse en el contexto de una adecuada iniciación cristiana, que pienso que es uno de los mayores desafíos a los que actualmente debemos responder. Vemos que muchos niños ya no reciben el sacramento del bautismo. Después de la primera comunión los grupos quedan dramáticamente disminuidos. Lo mismo ocurre después de recibir el sacramento de la confirmación. La participación en la Eucaristía dominical es también minoritaria. La formación y educación en temas de fe, el crecimiento espiritual, el hábito de la oración, la participación en la parroquia o en actividades de servicio, evangelización, atención a personas desfavorecidas, la preocupación por llevar el evangelio a los diversos ambientes, pueden constituir un buen termómetro para conocer el grado de transformación interior suscitada por el encuentro con Jesucristo.
Cuando la conclusión de los procesos de iniciación cristiana no ha generado un sujeto cristiano con suficiente consistencia, pronto lo que se ha logrado puede enfriarse y difícilmente puede percibirse la gracia que supone recibir el sacramento del matrimonio y vivirlo a lo largo de la propia vida.
En muchos casos tampoco se ha profundizado suficientemente en la gran riqueza y todas las dimensiones que despliega el sacramento del matrimonio. Suelo decir, con cierta ironía, que cuando salen de la Iglesia después de haber contraído matrimonio, todos gritan: ¡Vivan los novios! Y yo me pregunto, pero, ¿dónde están los novios? ¡Si ya no son novios, son esposos! Pero quizás no se han dado cuenta de que su configuración vital, sus propias vidas, han cambiado ya para siempre.