La religiosa franciscana alcantarina Mariachiara Ferrari, de 36 años, especialista en medicina interna, se ha dedicado durante más de un mes a poner a disposición sus conocimientos sanitarios atendiendo a los enfermos de coronavirus en el puesto de primeros auxilios en Piacenza, al norte de Italia. La agencia SIR ha recogido su testimonio y su llamada de atención para “no anestesiar el dolor” vivido durante la pandemia.
Esta forma temporal de colgar los hábitos comenzó a partir de los mensajes que circulaban en los chats con los antiguos colegas pidiendo ayuda, porque el contagio iba en aumento y el número de médicos de guardia no era suficiente. Ella, tras la aprobación de sus superioras, dejó el convento de Maglie (Lecce) y regresó a la primera línea en Piacenza, en una de las primeras zonas de Italia afectadas por la pandemia, donde reemplazó a los colegas que se estaban enfermando. Estuvo realizando esa tarea toda la Cuaresma.
“Uno inmediatamente siente la conciencia de que se enfrentaba a algo superior a las fuerzas que tenía, le dije al Señor. Esto sacó a relucir lo mejor del personal sanitario: todos hacían todo, desde cambiar a los pacientes hasta hacer las camas, pasando por reorganizar las habitaciones. No importaba si eras un médico, una enfermera… Los propios enfermos eran conscientes de esto. Ellos también trataron de ayudarnos en todo lo que pudieron. Esto reveló una gran hermandad, una gran solidaridad”, relata.
Ahora recuerda “la voz de los familiares que me pidieron que dijera las últimas palabras a sus parientes, de los niños que me pidieron que acariciara a su madre… Estos fueron algunos de los momentos conmovedores que el corazón conserva”.
Como religiosa, “en los últimos momentos de la vida de algún paciente, me pidieron que me acercara a él para decir una palabra o rezar con ellos. En otras ocasiones, ellos mismos vinieron a hacer muchas preguntas sobre el significado de lo que estaba sucediendo”.
“Ante el absurdo, la falta de respuestas, todos hemos experimentado que el sentido más auténtico de la vida sigue siendo el del don de sí mismo, dejándonos despertar por la necesidad del otro: la oración. A veces, cuando la oscuridad es tan espesa que parece que el Padre también nos ha abandonado, Jesús nos mostró un camino: se quedó clavado en su cruz. El amor permanece, permanece siempre, permanece en su lugar, resiste. Mientras que el dolor pide ser enfrentado y vivido, no ser anestesiado”, reflexiona.