Llevaba tiempo dándole vueltas a la necesidad de promover una esperanza activa y comprometida que permita fraguar una conversión personal y comunitaria para dar un vuelco al planeta. Así se forja la propuesta de Emma Martínez Ocaña, de la Institución Teresiana, licenciada en Historia y Teología Espiritual. Una reflexión sobre eco-espiritualidad que acabó de dar forma durante la cuarentena para publicar ‘Es tarde, pero es nuestra hora’ (Narcea).
PREGUNTA.- ¿Llegamos demasiado tarde?
RESPUESTA.- Tarde, pero no imposible. Hay que darse prisa, porque así lo reclaman los expertos en cambio climático. Eso sí, no valen cambios de maquillaje. Se necesita un cambio profundo de modelo económico, de modo de producir, consumir, vivir y relacionarnos con la naturaleza. No podemos tirar la toalla ahora.
P.- ¿La nueva normalidad es la vieja normalidad con maquillaje?
R.- La nueva normalidad es una improvisación para salir al paso de una pandemia global. Me da miedo que volvamos a lo de antes, sobre todo, porque no son pocos los que vinculan este virus y los que puedan venir con la agresión a la tierra. No se puede decir más fuerte que el Papa: estamos ante un modelo económico asesino y ecocida.
P.- Ha escrito en su blog que “no habrá un cambio radical estructural” sin una transformación personal. ¿Se está dando ese cambio en la gente?
R.- No lo sé… Durante la cuarentena percibimos una gran ola de solidaridad y voces que parecían convencidas de que la gran pandemia es cómo vivimos. Pero, en cuanto se ha abierto la mano, hemos vuelto a llenar los bares y a consumir compulsivamente. Necesitamos un cambio en el modo de sentirnos, de vivirnos, de buscar la felicidad. El ser humano tiene que dar un salto a un nivel de consciencia, de humanidad, de formar parte del misterio que los cristianos llamamos Dios, de sentir que formamos parte de ese misterio de cooperación mundial y cósmica. Si no, no tenemos futuro.
P.- ¿Se ha preguntado dónde está Dios en la pandemia?
R.- No nos preguntemos dónde, que es un adverbio de lugar, mostrémoslo. Los creyentes debemos esforzarnos, como Jesús, para hacer a Dios creíble y visible en nuestra vida. Hacer creíble al Dios de la vida y del amor es hacer posible otro mundo. Si los creyentes no testificamos ni somos transparentes a ese misterio de amor, todo se queda en palabras. La gente busca testigos y no sermones.