En 1996, Enrique Morente rompió todos los moldes con su disco ‘Omega’, nacido de su colaboración con el grupo Lagartija Nick y en el que, para disgusto de los más puristas, se abrazaron el flamenco y el rock. Pero donde fue mucho más allá, pues la auténtica fusión se produjo entre dos creadores únicos: Federico García Lorca y su ‘Poeta en Nueva York’ y las letras del compositor contemporáneo canadiense Leonard Cohen.
La obra, compuesta por 13 canciones, continúa siendo icónica hoy. Y, como no podía ser de otro modo teniendo en cuenta a sus protagonistas, la sensibilidad a flor de piel y la intención de bucear en todo lo intrínsecamente humano también les llevan a mirar hacia lo alto, vaya o no esa mirada luminosa dirigida a Dios.
Así, en pinceladas sueltas, nos encontramos con rescoldos del espíritu en ‘La aurora de Nueva York’ (“que no habrá paraíso ni amores deshojados. / Saben que van al cielo de números sin leyes, / a los juegos sin arte, a sudores son fruto”) o en ‘Niña ahogada en el pozo’ (“las estatuas sufren por los ojos / con la oscuridad de los ataúdes, / pero sufren mucho más por el agua / que no desemboca, que no desemboca”).
Sin olvidar, claro, la canción ‘Sacerdotes’, en la que a estos parece encomendarse un deseo de ser instrumentos de amor, tal y como se señala en el mismo inicio de la composición: “¿Quién te escribirá canciones de amor / cuando yo sea Señor al final / y tu cuerpo la capilla blanca de un camino / donde mis sacerdotes por ti rezarán? / ¿Quién te escribirá canciones de amor?”.
Una utópica misión que prosigue así… “Mis sacerdotes te pondrán flores / se arrodillarán frente al cristal / y hasta gastarán, besando, tu ventana. / Pisotearán la hierba. / ¿Quién te escribirá canciones de amor?”.
En este caminar, no podemos pasar por alto de ‘Aleluya’, donde se intuye que “el amor no es una marcha triunfal, sino un frío y solitario aleluya”. Y es aquí cuando el poeta se retrotrae a un tiempo de gozo: “Recuerdo nuestros cuerpos vibrando juntos / con el Espíritu Santo, / y cada aliento era un frío aleluya”. Para concluir desde la herida de la duda en la que brota el amor: “Quizá haya un Dios arriba, / pero yo lo que aprendí del amor / es a disparar a quien te amenaza. / Pero no es un lamento lo que oyes esta noche, / no es la risa malvada de alguien que ha visto la luz, / sino un frío y solitario aleluya.
En este sentido, especialmente honda resulta ‘Adán’, que alumbra la poesía más bella desde su nacimiento: “Árbol de sangre riega la mañana / por donde gime la recién parida. / Su voz deja cristales en la herida / y un gráfico de hueso en la ventana”.
Presentado el árbol del conocimiento, llega, claro, el objeto de la tentación… “Mientras la luz que viene fija y gana / blancas metas de fábula que olvida / el tumulto de venas en la huida / hacia el turbio frescor de la manzana”.
Y, junto al árbol y a la manzana, el gran protagonista, el primer hijo de Dios: “Adán sueña en la fiebre de la arcilla, / un niño que se acerca galopando / por el doble latir de su mejilla”. Y es que, en esta obra de Morente y Lagartija Nick, la tentación no está en Eva, sino en el propio Adán y su yo íntimo y aparentemente desconocido: “Pero otro Adán oscuro está soñando, / neutra luna de piedra sin semilla / donde el niño de luz se irá quemando, / se irá quemando, se irá quemando…”.
Y se quemó. Para resucitar. Alfa… y omega.