Pese a su corta vida (1900-1944), el francés Antoine de Saint-Exupéry es de esas personas escogidas que han conseguido perpetuar su nombre en la Historia. Por un lado, por su afán aventurero; apasionado por volar, murió al caer su avión sobre el Mediterráneo en un vuelo de reconocimiento sobre las tropas nazis (aunque, al no encontrarse jamás los restos del avión, hay todo tipo de teorías sobre su destino final). Pero, sobre todo, por su inagotable creatividad y sensibilidad, características que forjaron su condición de escritor, dejando para la eternidad ‘El Principito’.
Si este libro, escrito en Nueva York poco antes de su muerte, es considerado como su mayor acercamiento al auténtico yo, al de la infancia (‘El Principito’ es, seguramente, el libro para niños más leído por los adultos), ‘Ciudadela’, que se publicó póstumamente en 1948, es tenido como su principal experiencia espiritual.
Así lo reivindica Juan Antonio Monroy en Protestante Digital: “En ‘Ciudadela’ parece intuir su último y definitivo vuelo al espacio, que se extiende al otro lado de las estrellas. El personaje que habla en primera persona es sin duda un reflejo del autor. El tema de ‘Ciudadela’, que de un modo velado o evidente domina todo el libro, recuerda a san Juan de la Cruz en el ‘Castillo del alma’. El escritor francés, apasionado de los vuelos aéreos, habla de ‘esa marcha hacia Dios, que solo puede satisfacerte, pues de signo en signo lo alcanzarás: Él, que se liga a través de la trama; Él, el sentido del libro del cual digo las palabras; Él, la sabiduría; Él, el que Es; Él, del cual todo recibo en retorno, pues de etapa en etapa te anuda los materiales a fin de extraer su significado; Él, el Dios que es Dios también de los poblados y de las fuentes’”.
Para él, el autor siente que “la vida del hombre es un peregrinar continuo hacia Dios. Quien cree en Él, lo lleva a su lado a lo largo de todo el recorrido, de la cuna a la tumba; quien no cree en Él, se encuentra bruscamente con el Eterno cuando se cierra definitivamente el libro de la vida y la muerte y le enfrenta a una realidad celestial que se empeñó en negar: ‘Toda obra es una marcha hacia Dios y no puede acabarse sino con la muerte’, dice en ‘Ciudadela’”.
Según Monroy, Saint-Exupéry también tiene un espacio para Dios en su obra más inmortal: “’El Principito’ aborda el tema de la fe de una manera más comprensible que en algunas obras de teología. Es la fe personal, la del individuo. La fe íntima. No solo fe en la belleza, en la amistad, en la vida; también, fe en Dios. Esa fe a la que se llega a través del corazón. La razón es incapaz de concebir a Dios en toda su plenitud. Una fe sencilla, llena de sorpresas, como la del Principito, es la que nos introduce al reino invisible. Ver con el corazón no es otra cosa que sentir a Dios”.
La web Creyentes Intelectuales también incide en esta idea, recuperando varias frases del autor galo, en sus obras o en su día a día personal. Muy significativa es esta: “Fue la contemplación de Dios la que creó a los hombres que fueran iguales, porque fue en Dios que ellos eran iguales”. Como también lo es su apuesta por la fraternidad humana: “La caridad nunca humilló a aquel que se benefició de ella, ni nunca lo ató por las cadenas de la gratitud, ya que no fue a él, sino a Dios, a quien el regalo fue hecho”.
Aunque, seguramente, la esencial sea esta: “El verdadero amor comienza cuando nada se busca a cambio”. Porque, “el verdadero amor es inagotable, cuanto más das, más tienes. Y si vas a extraer de la verdadera fuente, entre más extraes, más abundante es su flujo”… “Cuando te entregas, recibes más de lo que da”.
Más escéptico en este sentido es Blas Matamoro. En su artículo ‘Antoine de Saint-Exupéry: un místico sin Dios’, en Cualia, defiende que siempre fue una persona en constante búsqueda, aunque fue incapaz de asir la imagen que tenía de Dios en una creencia o confesión concreta. Algo que pone el boca del propio autor: “Yo era como ese peregrino que llega un minuto tarde a Jerusalén. (…) Por el momento, me parezco al cristiano a quien la gracia ha abandonado”.
Creyente o agnóstico, Saint-Exupéry nos legó esta bellísima frase bañada de espiritualidad: “No veo la catedral que habito. Me visto para el servicio de un Dios muerto”.