Una situación especialmente dolorosa es la que ha vivido la comunidad salesiana de Arévalo (Ávila), donde, en menos de un mes, murieron seis de sus hermanos. El más joven del grupo, Sergio Oter, de 40 años, relata cómo han sido las semanas más duras para ellos: “Al igual que en León y Logroño, los salesianos de Arévalo tenemos una casa de salud; así, convivimos los hermanos de la comunidad y los hermanos mayores o enfermos de la congregación que necesitan de una atención especial y que vienen aquí a ser cuidados en esta etapa de su vida. Hasta marzo, éramos ocho en la comunidad y 12 en la casa de salud… Pero, en muy poco tiempo, nos vimos en medio de un caos completamente inesperado”.
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La tragedia comenzó el 19 de marzo, con la muerte de Florencio Martínez, de 90 años; el 24 falleció Fidel Montes, de 94; el 28, José Pérez, de 89; el 29, Jesús Casado, de 70, aunque tenía una serie de patologías respiratorias; el 30, Tomás Grande, de 83; y, el 6 de abril, el que se marchó fue Nicolás Hernando, precisamente, el encargado de la casa y que fue el único que murió en el hospital de Ávila, a los 84 años”.
La comunidad, aislada
Toda una pesadilla, como reconoce el salesiano: “Los miembros de la comunidad no podíamos acceder a la casa porque decidimos protegerlos al máximo y optamos por que los accesos de personas fueran los mínimos posibles. Todo lo que allí ocurría lo conocíamos a través de las cuidadoras, las únicas que podían estar dentro. Fue terrible no poder siquiera despedirnos de personas con las que habíamos compartido muchas cosas durante años. Algo que, especialmente, no entendían los hermanos más mayores. Fue una experiencia marcada por el dolor y la frialdad, pues todo nos llegaba a través del teléfono. Tampoco podíamos dar el adiós al que estamos acostumbrados en una comunidad en la que, al contar con la casa de salud, estamos quizás más habituados que otras. Pero una cosa es que la muerte forme parte de nuestra vivencia y otra que se mueran seis hermanos en menos de un mes… Como tampoco es lo habitual que, en vez de enterrarles y darles el merecido homenaje comunitario, todo se debiera reducir a la emisión de un comunicado dando cuenta de cada fallecimiento”.
“En los peores momentos –ilustra– no sabíamos ni qué decir… Estábamos desbordados y aceptábamos que lo mejor eran el silencio y la memoria agradecida”. Un dolor compartido con todos los hijos de Don Bosco: “Nuestra comunidad, junto a las de Logroño y León, es especialmente mimada por todos los salesianos. A muchos hermanos, cada vez que viajan y pasan cerca, les gusta parar y visitar a los más veteranos. Hay un sentimiento generalizado de gratitud hacia personas que han dado toda su vida. En este sentido, me gusta recordar esta frase de san Pablo: ‘Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro’. Y es que así son ellos: son frágiles, pero un gran tesoro para todos nosotros”.
Agarrados a la fe
A día de hoy, el dolor persiste, pero los salesianos de Arévalo continúan adelante con fuerzas renovadas: “Como otras familias que han pasado por esta prueba, nos hemos agarrado a la fe y a la esperanza que nos ofrece Dios. Y, ante todo, damos gracias por lo vivido con los hermanos que nos han dejado”.
Eusebio Martínez, superior de la comunidad salesiana de León, a la que esta pandemia también ha robado la vida de otros seis hermanos (Félix Cantón, Cayetano Álvarez, Maximiliano Asenjo, Ángel Neila, Ivo Díez y Antonio Pérez, quienes murieron todos del 14 al 30 de marzo), comparte también sus sentimientos: “Van pasando los días y la memoria sigue activa, trayendo con frecuencia mis recuerdos de confinado. De esta experiencia, en estos momentos, me fijo en lo vivido con ocasión del fallecimiento de mis hermanos y, desde el dolor esperanzado, lo resumo todo en una palabra: confiado”.
Al ritmo del Sábado Santo
“Confiado –añade–, sí, porque, en estos momentos, es la única opción humanamente viable. Estoy seguro de recibir la paz que Cristo ofreció en la mañana del primer día de la semana… La presencia de dolor, fuerte y cercano, descubre posibilidades antes nunca imaginadas. Conforme van pasando los días, hago memoria de lo que pasó del 14 al 30 de marzo; y, al ritmo de un tiempo que transcurre seco y esperanzado, voy recordando a personas, gestos y lugares”.
La tristeza marcó, como no podía ser de otro modo, “las celebraciones litúrgicas de la Semana Santa, donde percibíamos también imágenes iluminadoras y regeneradoras: ‘Stabat mater dolorosa yuxta crucem lacrimosa’ (‘Estaba firme María con todo el dolor de madre ante su Hijo agonizando, muerto’). Esa actitud de estabilidad vital recorrió el Sábado Santo y se hizo presente, con apertura de alma, en la mañana de resurrección”.
¿Y ahora?
“¿Y ahora? –se pregunta Martínez–. Pues me sitúo en la Galilea de siempre, donde nos precede el Resucitado con las señales de la crucifixión. Y el balance es que, traspasando las llagas, veo aparecer potente el aleluya que es el final; un final que da por bien hecho el haber creído, desde la dureza del dolor, que merece la pena estar, como María, confiando que, en breve, el sepulcro quedará vacío”.
“Sigo estando –finaliza el salesiano– sostenido por la ternura de la Madre, que supo estar junto a la cruz, y hoy sigue siendo, ¡es!, la Auxiliadora de mi fe en el Cristo vivo que, con sus manos y pies traspasados y con el costado abierto, nos precede, nos espera, nos anima”.