Después de toda una vida entregada a Dios en la vida contemplativa (60 de sus 80 años), Pilar Adámez, superiora del monasterio Santa María de la Cinta, en Huelva, se veía obligada a despedirse de sus hermanas oblatas fuera de los muros que cobijaron su vivencia serena. Víctima del coronavirus, lo hizo sola, desde la habitación de un hospital y a través de un móvil. Pero con un mensaje de texto que, este sí, iba en total concordancia con el conjunto de una existencia marcada por la intimidad con el Maestro: “Jesús. Presiento mi última noche. Gracias, mi Dios, por unirme tan profundamente al dolor puro de tu entrega en Cruz”.
Esto lo escribió horas antes de su fallecimiento, el 28 de abril, tras ingresar en el hospital, simbólicamente, el 12 de abril, Domingo de Resurrección. También era significativo que esta religiosa, natural de Alange y criada en Orellana (ambos en Badajoz), muriera en Huelva. Y es que llevaba poco tiempo allí, pues pasó la mayor parte de su vida en la Casa Madre de la congregación en Madrid, donde llegó a ser la madre general de las Oblatas de Cristo Sacerdote. Una etapa fecunda en la cosecha vocacional, fundando bajo su mandato un convento en Perú.
Pese a que no hay mucha información sobre su vida, tras su muerte, fue una de sus sobrinas, Concepción Cabezas, quien, en declaraciones a EFE, la describió como una mujer “llena de ternura” y “de una gran sonrisa”. “Nunca la vi seria –aseguró–. Siempre detrás de la reja, animando y defendiendo la fe. El hecho de que la gente se separara de Dios le dolía mucho y siempre intentaba dar una palabra de aliento”.
“Mi tía era –describía–, al principio, la tía lejana que estaba en un convento metida, que no podías verla; pero, cuando fui a Madrid a hablar con ella, descubrí que lo raro de esta sociedad, estar entre rejas sin salir y dedicada la mayor parte del tiempo a rezar, le hacía feliz”.
En conversación con Vida Nueva, la actual madre general de la comunidad, Teresa López-Orozco, confirma que, al ser ingresada, la religiosa ofreció su sufrimiento “por los sacerdotes y por la Iglesia”. Una entrega, de hecho, absolutamente encarnada en el carisma de la congregación, dedicada en buena parte al apoyo del clero y de los seminaristas.
“María Pilar –prosigue– murió sola en un hospital, infectada de COVID-19, pero murió amando, gozosa de poder entregar el último aliento de su vida unida a Cristo y, como Él, ofrecerlo por la Iglesia y los sacerdotes”. “Cariñosamente –detalla–, la llamábamos la Madre Emérita. Ha sido todo muy duro, pero nos ha dejado una profunda alegría y gozo. ¿Por qué? En su corazón estaba Dios, ha ido derramando compresión, ternura; vivió siempre tan entregada… Y ahora tenemos la certeza de que vive para siempre”.
López-Orozco explica que su entrega tiene la raíz en su infancia: “Nació en una familia numerosa muy cristiana. Era la segunda de siete hermanos. Alegre y divertida; sencilla y con un estilo elegante, fue una chica normal de su tiempo. La vida de piedad había calado en ella, recibida de sus padres, y tuvo una formación humana completa: tenía un nivel alto de cultura general, había estudiado perito mercantil, sabía francés, cosía y bordaba muy bien, le gustaba la música y la literatura…”. Hasta que, “cuando tenía 21 años, sintió la llamada del Señor entrando en el Instituto Alianza de Jesús, pero pronto, en la oración, sintió otro reclamo del Señor”.
Con 27 años entró en las Oblatas de Cristo Sacerdote, definiendo su camino personal estas dos esencias: La pequeñez y la confianza”. Aquí es cuando la madre general retoma palabras de la propia Adámez muy ilustrativas de su espiritualidad: “Su mirada estaba fija en el Señor y sus pobrezas no la desalentaban. Ella lo explicaba así: ‘Desde hace ya tiempo, esas sombras me preocupan mucho menos, aunque me duelen mucho más. Se impone a mi atención, de forma mucho más fuerte, la infinita bondad de Dios, su misericordia sin límites o la misión encomendada; y mi alma se llena de admiración ante un amor así, que la colma de gratitud, de dolor por las negligencias y desamores, y se siente inmensamente pequeña… y feliz”.
A modo de testamento espiritual, las palabras de Adámez resuenan hoy con un eco especial: “Mi forma de orar es siempre ante Él, desde Jesucristo, participando de su corazón sacerdotal, el ansia de salvación de cada persona; la sed de santidad en ‘ellos’; el amor a cada hermano: los de lejos y los de cerca. Mi vida espiritual se va simplificando, y podría resumirse en haber ‘descubierto’ el amor infinito con que Dios me ama. Cuando esta verdad cala, por la acción del Espíritu Santo, en el alma, aun siendo muy consciente de la propia debilidad; y, precisamente por eso, surge espontáneo el abandono confiado, la alegría y la paz de la seguridad, la confianza y un deseo muy grande de corresponder en algo, cumpliendo su voluntad santa con amor filial y gozoso en todo, pero, muy en concreto, tratando de cumplir la misión encomendada ‘pro eis et pro Ecclesia’”.
“De ahí brotaba su fuerza”, asegura López-Orozco. Como mostró con su mensaje de despedida desde el móvil: “Nos sorprendió porque ella apenas sabía poner estos mensajes. Era silenciosa y reservada, estaba sola en el hospital y parece como si hubiera tenido necesidad de expresar su amor, su entrega. ¡Qué buen resumen de su vida contemplativa! El amor a la Iglesia, a las almas, a los sacerdotes, no se puede callar y no hay palabras, se expresa con la donación de la vida, con un corazón lleno de gratitud por unirse plenamente a la entrega de Cristo. Gracias, Señor, por habérnosla dado por Madre.”.
No hay duda. Pasar tres cuartas partes de su vida bajo unas rejas, llenó de libertad, amor y felicidad a quien abrazó a sus hermanas, de todo corazón, desde la frialdad de un teléfono móvil.