Sor Marcella Catozza: mi vida es combatir la miseria en Haití

Misionera Franciscana en Haití, contra la miseria

La fuerza espiritual de sor Marcella Catozza se siente también a través de la línea telefónica. Poderosa. Un equipaje necesario para resistir desde hace más de 30 años allí donde la plaga de la pobreza del mundo gangrena en la emergencia más dura, allí donde el confín entre la vida y la muerte puede ser sutil: para ella está representado en los bandidos armados que rodearon y saquearon el orfanato que dirige en Haití. Desde allí habla, en la chabola más peligrosa del mundo.



Con la angustia que sintió aquellas 48 horas en las que no pudo dar a agua y comida a las decenas de niños que había ayudado a nacer con sus manos de madres moribundas. Situación límite que, cuenta, “no habría podido aguantar si no hubiera tenido un carácter combativo y la fe que nos permite, dentro de las cosas peores, descubrir que existe un bien a veces misterioso. Un bien que se cumple, que no se discute. Que está”.

Un sentido redescubierto precisamente en el barrio más pobre de la capital, Puerto Príncipe: Waf Jeremie. Una tierra de nadie, o más bien una tierra de 50.000 personas desesperadas, donde ha querido construir el ambulatorio pediátrico de San Franswa, la única estructura médica en esa miseria absoluta, que apoya especialmente a niños desnutridos y madres con SIDA que no pueden amamantar.

Una misión con raíces en un pasado lejano, cuando decidió estudiar medicina en Milán hasta el cuarto año, un camino que se interrumpió solo en parte porque luego se convirtió en monja y enfermera en el mismo período de tiempo. Y aún hoy, es cotidiana su actividad continua de primeros auxilios de enfermería para las personas heridas que llaman a su puerta: “Básicamente doy puntos de sutura a las personas que han resultado heridas en peleas, que se hirieron con trozos de cristales, mujeres golpeadas por sus maridos, personas con fracturas o quemadas”.

¿Cómo no sentir terror?

Una trinchera en la trinchera que esta religiosa perteneciente a la Fraternidad Misionera Franciscana logra afrontar al tallar sus palabras con franqueza: “A veces pienso en ello: nací en un lugar muy tranquilo como Busto Arsizio, una ciudad industrial en el norte de Italia, y me encuentro a mí misma trabajando en una isla donde la catástrofe y la opresión son diarias. Haití es uno de los países más pobres del mundo, dos millones de personas no tienen un hogar, en la lucha casi siempre gana el más fuerte. Esas 48 horas que vivimos hace dos años, sin comida a merced de los delincuentes, las pasamos cantando y dibujando con los niños. El miedo existe, y mucho, nunca desaparece; Jesús mismo tuvo miedo pero siguió adelante aceptando lo que estaba decidido. Si pienso en las noches que pasé despierta con la idea de que los delincuentes lastimaran a los niños, si recuerdo cuando irrumpieron en el edificio disparando para robarnos todo… ¿cómo no sentir terror? Recuerdo haberme escondido debajo de una mesa y llamar al nuncio apostólico esa noche para decirle: ‘Tal vez no llegue a mañana, dame tu bendición’. Y todavía estoy aquí. Porque la vida es una serie de circunstancias que te empujan a decir “sí” porque estas circunstancias no dependen de ti. Yo me entrego, si esto sirve a un bien mayor”.

Hasta los días del terremoto era difícil encontrar organizaciones que siguieran proyectos en Waf, un área zona cerrada por las Naciones Unidas por peligrosa, abandonada al dominio de bandas criminales y traficantes. Por eso, cuando el catastrófico terremoto sacudió a Haití el 12 de enero de 2010, causando 200.000 muertes, la hermana Marcella estaba allí, una de las pocas presencias en ese mundo olvidado por el mundo.

Regresar a la isla

Vivía allí desde hacía cinco años y ya había hecho mucho. Después del terremoto reconstruyó una escuela, un orfanato y luego el ambulatorio, un centro de cólera, un comedor que alimenta a 300 niños todos los días. Ha ayudado a artesanos y ha levantado más de cien casas de ladrillo, poniendo corazón y esfuerzo en ello. Es el llamado Vilaj Italyen, cuyas fotos ahora muestra satisfecha.

La hermana Marcella, de 57 años, habla desde la granja de Cannara, en el valle de Asís, donde se encuentra su fundación Vía Láctea y donde, en el verano de 2019, trajo unos veinte niños del orfanato de Puerto Príncipe con el objetivo de darles una educación para después asegurarse de que vuelvan a la isla y hagan nacer una clase dominante diferente de la corrupta que ahora domina.

“No podemos utilizar la mirada amable del pobre niño que hacemos apadrinar por una familia italiana porque en la patria solo encontraría miseria. En cambio, tiene sentido que regresen a Haití para hacer de Haití un lugar mejor”. Es su razonamiento, esclarecedor, el resultado de una larga experiencia con jóvenes en los lugares más difíciles.

Durante treinta años, esta mujer valiente y fuerte se ha encontrado donde los huracanes, las epidemias y los terremotos han debilitado a la humanidad. Diez años en Albania, donde fundó la misión de Babice y Madha y también fue responsable del campo de refugiados de Kosovo en Valona. Un día, un jefe de la mafia le presentó un maletín lleno de dinero que quería “comprar” a seis huérfanos kosovares para curar con sus órganos a seis huérfanos albaneses: ella le arrojó el maletín y esa misma noche logró poner a los niños a salvo en la Cruz roja. La mafia atacó la misión, el Batallón de San Marco tuvo que intervenir.

Después en Mozambique

Cinco años en el Amazonas, donde se hizo cargo de los niños de las favelas y ayudó a crear el Centro Educativo Nossa Senhora das Gracias, que hoy acoge a 700 niños de entre tres y dieciocho años. Y ahora Haití, entre los más pobres de los pobres. Ha sido arrestada, amenazada; han intentado sobornarla. Así enfrentó al jefe de las chabolas al ir a su casa y hacerle reconocer que los voluntarios solo estaban haciendo el bien a la gente pobre. En 2011, una de las pandillas de los barrios pobres asesinó a Lucien, un joven ex delincuente que trabajaba con ella desde que llegó a Haití. La hermana Marcella sabe que el asesinato fue un mensaje dirigido a ella. Sin embargo, no se retira, rechazando la imagen de las religiosas sin temor: “No busco el martirio, a menudo deseo irme”.

El primero en comprender que podía tener el carisma de la educación fue el obispo de la diócesis de Parintins, Brasil, donde vivió de 2000 a 2005. En el centro educativo que dirigía, la hermana Marcella entendió cómo ponerse en contacto con los niños: “Nunca des reglas, ni siquiera el Catecismo, si primero no se les ayuda en la dimensión humana, a ser libres y positivos, a comprender que si no estudian el daño se lo hacen a sí mismos. Lo humano es la conciencia de sí, una comprensión de los deseos que hay en el corazón. Necesitamos provocar a estos niños para que permanezcan en la realidad, de hecho, para que obedezcan esta realidad con una motivación interna: tienen que aprender que es necesario elegir el bien porque es lo más inteligente para ello”.

Chicos perdidos

Los chicos de Waf Jeremie en contacto con este bien florecen: “Muchos de nuestros niños están marcados por la violencia y el abandono: les pegan en la familia y en la escuela, y corren el riesgo de sentirse definidos únicamente por el trauma y sin embargo nuestro esfuerzo es repetirles que son un tesoro maravilloso. Es una enseñanza difícil pero los niños aprenden por imitación, por esto también en las emergencias más graves aprenden a adoptar la postura de la valentía y del desafío, del aceptar la realidad así como viene sin dejarse abatir”.

Y después los jóvenes que se escapan, los llamados “chicos perdidos” que sor Marcella ha encontrar a menudo en su camino. De uno de ellos tienen un recuerdo particular: un chico que a escondidas metía armas en el orfanato. “La compasión es la peor actitud que podemos tener. Si hubiésemos pensado “pobrecito” le habríamos negado la libertad de haber elegido en ese momento la adhesión a reglas equivocadas. Lo alejé de la casa-familia, a veces me encuentro con él y veo que me respeta: sabe que si quisiera cambiar de vida y dejar la banda de delincuentes con la que se ve, mi puerta está siempre abierta”.

Emergencia es también lo que está sucediendo por la pandemia desencadenada por el coronavirus. El dolor del que ahora está imbuido el mundo puede llenar de miedo. Ella parece tener solo una gota: “Si tengo que tener el control de mi vida, entonces todo me atemoriza. Tenemos que comprender, sin embargo, que la vida es dada por un bien que puede resultar envuelto en el misterio. Si creemos, entonces la vida deja de ser una fatiga y dejamos de querer cambiar las circunstancias a nuestra voluntad”.

*Artículo original publicado en el número de junio de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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