La de Beatriz Galán Domingo es una vocación encarnada en la misión. A sus 36 años, esta misionera comboniana de Madrid lleva desde 2017 en Sri Lanka. Está allí tras dos años de postulantado en Granada, dos de noviciado en Ecuador y nueves meses en Escocia para pulir el inglés.
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“La gente que me conoce –afirma– sabe que soy tranquila. Tanto que hasta los 28 años no dí el paso para responder a una vocación que se había ido fraguando en mí desde pequeña. En casa aprendí que el amor se demuestra con la entrega cotidiana. Descubrí la importancia del esfuerzo y del sacrificio, pero también de la gratuidad, la sencillez, la honradez y la fe en los seres humanos y en Dios. Mi abuela paterna me enseñó a rezar y a amar la Eucaristía”.
Raíz salesiana
“El resto –cuenta– se fraguó en una casa salesiana, entre clases, guitarra, baloncesto, Oratorio, Centro Juvenil y Grupo Misionero. Como adolescente alocada y joven comprometida después, fui descubriendo de la mano de la Auxiliadora a Jesús y su Evangelio”.
Pero el gran “vuelco” vital le llegó “tras una experiencia misionera de verano en el Alto de Bolivia”. Concretamente, “fue en la casa de Isabel Mamani, una mujer joven con una historia llena de abandono, sufrimiento, abusos y violencia. ‘Hermanita, ¿usted cree que Diosito podrá perdonarme?’. Su pregunta me hizo darme cuenta de que la misericordia de Dios, que había experimentado tan fuertemente en mi vida, no podía quedarse solo para mí. Hay mucha gente en este mundo que necesita experimentar que Dios, pase lo que pase, nunca deja de amar y de perdonar; que no castiga, acompaña y que desea que todos sus hijos podamos tener vida, y vida en abundancia”.
El testimonio de una misionera
Decidida a dar el paso, “lo demás fue rodado. Una comboniana vino al colegio donde trabajaba. Me apasionó escucharla hablar de África, del protagonismo de los pueblos en su propia evangelización y desarrollo, de san Daniel Comboni, de un compromiso radical y para siempre por Jesús y por la humanidad… Tras dos años de discernimiento, en octubre de 2012, entré con las misioneras combonianas”.
Sobre Sri Lanka, Galán reconoce que es “una misión fuera del mapa”. Algo que ni mucho menos le importa: “En el tiempo de formación sentí siempre una llamada especial a vivir en minoría, con un testimonio evangélico basado más en hechos que en palabras. Tras profesar, me destinaron a Egipto, pero, antes de que pudiera pisar la tierra de los faraones, cambiaron los planes y terminé en Sri Lanka. La misión más joven, la única en ‘Asia-Asia’ (tenemos misiones en Israel, Palestina, los Emiratos y Turquía) y en un país cingalés y budista, pero en medio de la minoría tamil, cristiana e hindú. Y aquí llegué, a esta pequeña isla del Índico que ni siquiera aparece en el pequeño mapa del mundo que las combonianas llevamos grabado en el reverso de la cuz de nuestra consagración, el único signo externo que nos distingue como miembros del Instituto”.
Todo es nuevo
Muestra de que allí todo es nuevo, es que, “aunque la familia comboniana es amplia (padres, hermanos, laicos, seculares, amigos y bienhechores), en Sri Lanka, de momento, solo estamos las hermanas. Llegamos aquí en 2012 a petición del obispo de Kandy para trabajar con el pueblo tamil que vive en las plantaciones de té”.
En la comunidad son cinco hermanas, todo un crisol representativo de la diversidad en la humanidad y en la propia Iglesia: “Ania, polaca; Libanos, eritrea; Patricia, guatemateca; Amira, egipcia; y yo. Vivir en esta pequeña ONU es tan bello como desafiante. La sencillez, el diálogo fluido, la oración y la prioridad de la misión nos ayudan cuando surgen dificultades. El mero hecho de vivir juntas armoniosamente y compartir todo lo que tenemos es ya testimonio para este pueblo que ha sufrido durante casi 30 años una cruenta guerra civil”.
Comprometidas en la educación
También lo novedoso forma parte de su día a día: “Aunque no es habitual entre las combonianas, las cinco nos dedicamos a la enseñanza, tanto en la escuela como en la catequesis. En Sri Lanka, el profesorado es escaso y poco cualificado. La mayoría de los planteles educativos están formados por docentes que solo han terminado el instituto. Aprenden practicando, muchos de ellos con pasión y verdadera dedicación, pero carecen de recursos pedagógicos y acusan un limitado conocimiento general”.
Además, el reto es acuciante, pues “nuestro distrito es el segundo más bajo a nivel educativo de todo el país”. De tal modo que “el lema de san Daniel Comboni, ‘salvar África con África’, se ha encarnado también en esta misión. Trabajar por la educación de estos niños y jóvenes pasa por creer en ellos y en que es posible romper los círculos de pobreza y desigualdad en los que viven. Conlleva dotarles de las herramientas necesarias para que sean agentes de mejora, tanto a nivel personal como comunitario”.
Enraizados en la cultura tamil
Por ello, tienen claro que su apuesta por “una educación de calidad” ha de ser “bilingüe, en inglés y tamil, valorando sus raíces y dándoles la herramienta lingüística para acceder a la universidad”. Sin olvidar que también debe ser “de cualidad; es decir, centrada en los alumnos, favoreciendo la autonomía, la cooperación, la responsabilidad, sin castigo físico (muy extendido en el país) y cimentada en el diálogo interreligioso”. En cuanto al colegio, “es un centro católico dirigido por un sacerdote diocesano. La mitad del alumnado y la mitad del claustro es hindú. La otra mitad la formamos cristianos de distintas denominaciones”.
Con el paso del tiempo, va fraguándose en su alma qué implica la vivencia cristiana en minoría: “Vivir la fe en un país donde tu confesión es minoritaria conlleva siempre una tensión. Una búsqueda de equilibrio entre el despojo de la comodidad que se vive en países tradicional y culturalmente cristianos y el riesgo de caer en el sectarismo o en el victimismo de quien se siente perseguido sin realmente estarlo. La Iglesia católica en Sri Lanka trata de vivir este equilibrio, y no es fácil. Sobre todo, después de los atentados del Domingo de Pascua de 2019, que pusieron en tela de juicio la aparente convivencia pacífica a nivel religioso que se vive en el país”.
Con todo, Galán tiene claro que la gran mayoría social basa su fe en la convivencia pacífica: “Los fieles de a pie, como el resto de los esrilanqueses, cimientan sus vidas en la fe. Especialmente en esta zona, donde muchas familias resisten a la corrupción del dios dinero, la oración, la vida sacramental y el amor fraterno son realidades tangibles. Uno de los desafíos que tenemos como misioneras es el de acompañar el proceso de ‘catolicidad’. Una Iglesia ya madura está llamada a abrirse a la realidad del mundo, a salir y a dar fruto. Estamos en camino”.
Da la comunión casa a casa
Además de las clases y de la catequesis, “los fines de semana salimos a visitar a las familias y a llevar la comunión a los enfermos. En mi recorrido por las plantaciones, visito primero a Prajishamma, una mujer encamada desde hace años. Es piel cuarteada y huesos. Su esposo, ya anciano, trabaja recogiendo té. Su casa es pequeña y oscura. Hay una vecina, una mujer joven con sus niños, que siempre se une a la oración. No sabe leer, pero sabe rezar y le da fuerza a mi titubeante tamil. Cada vez que pronuncio ‘Cristuvin udal’ (“el cuerpo de Cristo”), con la hostia en mis manos y el cuerpo sufriente de esta mujer postrado por años en esa cama, me parece que esas palabras son más verdad que nunca”.
“Después –prosigue–, voy a visitar a Rosamma, una anciana ciega y sorda que vive con su hija y sus nietas. La casa es pobre de solemnidad, pero estas matriarcas llevan la alegría en sus ojos. En los de las que ven y oyen y se mueren de risa cada vez que la sister blanca intenta leer el Evangelio en tamil. Y en los de Rosamma, que, sin ver ni oír, con sus manos acariciando las mías y sus palabras de alabanza, ‘Suami, Suami’ (“Señor, Señor”), reconoce la grandeza de quien realmente viene a visitarla portado por la ‘sister’ blanca”.
Rico en historia, legado cultural y valores
“El pueblo tamil –enfatiza Galán– es rico en historia, legado cultural y valores. Con sus raíces en el sur de la India, impregnado del sánscrito, las especias, el incienso y los mil dioses del panteón hindú. Los tamiles de la Provincia Central son descendientes de los esclavos traídos por los británicos para trabajar en las plantaciones de té. Más allá de la lengua y el origen indio, se parecen poco a los otros tamiles, los tigres del Norte y del Este, que protagonizaron sangrientos episodios durante la guerra. Son de carácter dócil, muchas veces hasta servil (legado de años de esclavitud). Religiosos por naturaleza, con la familia como pilar que sustenta la sociedad, amantes de la tradición, delicados en lo estético y abiertos al diálogo de la vida con otras confesiones religiosas”.
“La mayoría –concluye– vive de la industria del té, tan caro en otras partes del mundo y tan miserablemente pagado a este pueblo. Hay muchos momentos en los que desearía gritar como hizo Cristo: ‘A ti te digo, ¡levántate!’. En otros, intuyo que en el ritmo pausado, en la docilidad, en la aparente falta de eficiencia, en los rituales que acompañan la cotidianeidad y lo extraordinario y en la forma en que se relacionan, existe una verdad y una belleza que vagamente alcanzo a vislumbrar. El misterio de Dios se ha hecho carne también en este pueblo”.