Las mártires del Ébola que caminan hacia los altares

Las mártires del Ébola que caminan hacia los altares

Querida madre general, entendemos su inquietud, pero estamos en manos de Dios. No se puede evacuar. (…) La situación es dramática, especialmente en el interior. Es necesario mantener la calma. No hay brotes en Kinshasa y las carreteras del interior están bloqueadas. (…) La hermana Daniela y la hermana Dina no se sienten bien”.



En un fax enviado a Italia en abril de 1995, Floralba “endulzó el tono”, tratando de tranquilizar a la madre general sobre la salud de sus hermanas, misioneras de las Hermanas Pobrecillas de Bérgamo. En casi veinte años en la diócesis de Kikwit, una zona de guerra y hambruna, seiscientos kilómetros al sureste de Kinshasa, las seis religiosas habían estado afrontando la explosión de la epidemia del virus del Ébola, silenciosa en África desde 1976.

Conscientes del peligro al que se enfrentaban, a pesar de la fuga masiva del personal sanitario, Floralba Rondi, Clarangela Ghilardi, Danielangela Sorti, Dinarosa Belleri, Annelvira Ossoli, Vitarosa Zorza, incluso pudiendo volver en Italia, permanecieron en la República Democrática del Congo, junto con los pobres a quienes habían decidido dedicar sus vidas. Y con los pobres, como pobres, murieron, entre abril y mayo de 1995, una tras otra, infectadas por ese “virus rojo” que mataba de forma instantánea, desangrado.

El virus tomó el nombre por el río congoleño Ébola, donde se encontró el primer hombre infectado probablemente porque entró en contacto con sangre, secreciones, órganos de animales salvajes infectados, encontrados enfermos o muertos en la selva. Un virus que mataba despiadadamente en pocos días, después de fiebre, diarrea, ataques de vómitos, infecciones en las vías respiratorias y del hígado, sangrado interno y externo: una enfermedad para la cual, hasta la fecha, no existe una terapia específica.

Un paciente “anómalo”

Floralba, asistente en la sala de operaciones, fue la primera en contagiarse, junto con todo el personal médico que había participado en la intervención en un paciente “anómalo”, recuerda la hermana congoleña Nathalie, que en ese momento estaba ayudando en el mismo hospital que la Pobrecilla: “Venía de otro hospital. Su vientre estaba hinchado. Recuerdo que cuando lo vi, algo dentro de mí me dijo que no la tocara, que no me acercara”.

Después del llamado “paciente cero”, el virus atacó a su hijo, luego a su hermano y, en cadena, a otros miembros de la familia, hasta que, en pocos días, el hospital de Kikwit se llenó de personas con los mismos síntomas “extraños” y devastadores. Las monjas no se retiraron: por el contrario, su amor por la población local se fortaleció en la emergencia.

Sabían que estaban arriesgando sus vidas, no eran ingenuas, en nombre de un amor que los llamó a compartir, habían elegido quedarse en la sala de operaciones, en las salas del hospital, al lado de la cama de los enfermos, al pie de la Cruz: “rodeadas de los pobres” como el fundador de su orden, el beato Luigi Maria Palazzolo, las había exhortado a vivir. La segunda en morir fue Clarangela.

“Ahora es mi turno”

Danielangela había contraído el virus, debido a un corte por un vía rota y por haber lavado las vendas empapadas con la sangre de las hermanas y los otros infectados. Dinarosa, después de treinta años al servicio de los necesitados, murió tres días después de Danielangela. Mientras tanto, Vitarosa se había apresurado para ir a Kikwit para ayudar a las hermanas enfermas, cargando 42 kilos de medicinas, empaquetados en dos maletas, sin comprender aún que estaba tratando con un enemigo de otras proporciones. Tras estar al lado de Annelvira, bajo el cuidado de las primeras cuatro hermanas que murieron más tarde, la aislaron, aunque no parecía presentar los síntomas típicos del virus. Al empeorar, dijo serenamente a los médicos: “Ahora es mi turno”.

Por voluntad del obispo local, las hermanas descansan delante de la catedral de Kikwit: el 25 de enero de 2014 se completó el estudio local del proceso de beatificación para las seis ‘pobrecillas’, mártires de la caridad.

*Artículo original publicado en el número de junio de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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