Hace ochenta años, en la época del odio, hubo que afrontar situaciones extremas. En Italia entre el 1943 y el 1945 la cruel ocupación nazi llamó a las personas de buena voluntad a elecciones dificilísimas, arriesgadas. Había que ayudar y alojar a mucha gente: desertores, perseguidos, desplazados. Y a quien arriesgaba más que todos: los judíos. Para la Iglesia llegó “la hora de la caridad”, como ha sido definida.
Uno de los temas historiográficos más debatidos del siglo, el posicionamiento de Pío XII, vuelve a ocupar a estudiosos e investigadores tras la decisión del papa Francisco de abrir los fondos de los Archivos vaticanos relativos al largo pontificado de Eugenio Pacelli (1939-1958). Una masa de documentos ahora accesibles para consulta, que requerirán un largo trabajo de examen y análisis, interrumpido por causa del coronavirus porque días después de la esperada apertura, se inició el confinamiento.
Muchos religiosos y religiosas trabajaron en situaciones de emergencia ante la petición angustiada de muchos. Sobre todo las monjas se encuentran en primer línea y de manera voluntaria. La última protagonista, sor Cecylia Roszak, falleció hace un año, con 110 años, en el convento dominico de Cracovia, conocida por ser la monja más anciana en el mundo y testigo de la Shoah. Durante la ocupación alemana de Lituania fundó con algunas hermanas un convento cerca de Vilna que alojó a varios judíos huidos del gueto.
No debe sorprender. Más de la mitad de los llamados Justos de Israel, galardonados por haber salvado judíos durante la guerra, son mujeres. Muchas eran religiosas, porque detrás de cada una de las premiadas estaba una comunidad que arriesgaba unida. Maria Agnese Tribbioli, superiora de un convento de Florencia, actuaba en el ámbito de las ayudas organizadas por el rabino Nathan Cassuto y el cardenal Elia Dalla Costa. Sor Marie-Emilienne y madre Marie-Rose Brugeron, junto a padre Joseph Caupert, escondieron varios niños judíos en el orfanato de Mende, al sur de Francia. Maria Giuseppina Biviglia era la abadesa del monasterio de Asís de San Quirico, etapa obligada de las carreras del campeón Gino Bartali, que en bicicleta llevaba los mensajes del obispo entre Asís y Florencia.
Ochenta años después, podemos citar las medidas palabras de sor Grazia Loparco, salesiana y profesora de historia de la Iglesia en la Pontificia Facultad de Ciencias de la educación Auxilium de Roma: “La emergencia se convierte en oportunidad inesperada para desatar una capacidad de tomar posición y de arriesgar, para afirmar con las elecciones valores civiles y religiosos, además de humanos, quizá insospechados. Por una especie de heterogénesis de los fines, la guerra se convierte en una ocasión para acercar mundos culturales todavía más bien lejanos, del que los judíos identificados han contado diferentes matices”.
Gracias a los estudios de sor Loparco y de la Coordinación, historiadores religiosos sabemos mucho más. Especialmente de lo que sucedía en Roma, donde los números fueron imponentes por presencia de casas religiosas y por número de judíos en peligro. En un primer reconocimiento de 1961 el historiador Renzo De Felice calculó que unos 4.000 judíos huyeron de la redada; y de estos, 3.500 habrían encontrado refugio en las casas religiosas.
De las estimaciones de sor Loparco, según una investigación todavía abierta, en Roma fueron seguro más de 220 las casas religiosas que acogieron ciudadanos de religión judía; más de dos tercios eran institutos femeninos y habrían alojado al menos 2.775 personas. Hubo quien escondió a una sola persona, otras a más de cien. De hecho, no es posible determinar con certeza un número total, por las diferentes variables que jugaron en los meses de la ocupación.
En espera de la reapertura de los archivos vaticanos, podemos contar la historia de muchas monjas que se implicaron. Las benedictinas de Priscilla acogieron 28 judíos, los escondieron incluso en las catacumbas cuando temieron un registro. Una de ellas iba todos los días al mercado, fuera de la ciudad, y volvía siempre con la compra, hecha quizá en el mercado negro. Su historia está entre las más conocidas porque a proveerles de todos los documentos falsos, llegó un día desde el Vaticano un veinteañero llamado Giulio Andreotti, el futuro político.
Las monjas de San Giuseppe Chambery escondieron 57 mujeres judías con sus hijas en el internado, incluso compartiendo el muro circundante con un comando alemán. “Vecinos peligrosos y temidos –recuerdan– tanto más porque algunos de ellos pasaban una y otra vez por la zona. A menudo venían a nuestra casa para usar la cocina o a disfrutar de una sala con piano para sus noches de diversión”. Nos parece casi haber conocido a mujeres como sor Ferdinanda Corsetti y sor Emerenziana Bolledi gracias al libro ‘Una niña y basta’ de Lia Levi, que relata la vivencia de una familia judía de Piamonte que se mudó a Roma en los años de la guerra.
Conmovedor un testimonio de Ferdinanda: “Vuelvo a ver a Franca, que una tarde fue consolada, consciente de una redada de hombres, que tuvo lugar cerca; lloraba por temor de su padre escondido en un caserío cercano. Casi en la oscuridad, junto a su cama, rezamos juntas y, en el dolor, se unieron las bíblicas palabras del salmo: desde lo profundo te he invocado, oh Señor”.
Lia Levi ha escrito páginas conmovedoras sobre cómo las monjas de San Giuseppe organizaron una tertulia solo de jóvenes judías para permitirlas la oración y las medidas que tomaban para protegerlas. “Era pequeña y no sabría decir si hubo una orden desde el Vaticano para acogernos. Recuerdo bien ciertos momentos de peligro. Después de la irrupción de los fascistas en la basílica de San Pablo extramuros (el 3 de febrero de 1944) las monjas nos dijeron que cambiáramos de nombre, que era necesario estar atentas, y que era la indicación del Vaticano”.
En el convento de Nuestra Señora de Sión, las monjas Virginia Badetti y Emilia Benedetti acogieron 187 personas en peligro. Las primeras familias fueron enviadas por Giovanni Battista Montini, futuro Pablo VI. Las monjas de Santa Brígida, convento de semi-clausura en plaza Farnese, junto a la embajada de Francia, también citadas entre los Justos de Israel, acogieron 20 personas, incluídas toda la familia Piperno, de las más conocidas de la comunidad judía romana. “Nuestra familia tuvo la suerte de encontrar muchas personas que han ayudado, pero ninguna como la beata Elisabetta y madre Riccarda que nos han salvado la vida y devuelto la dignidad”, pudo contar el ya anciano Pietro.
Las brigitinas Maria Elisabetta Hesselblad y Riccarda Beauchamp Hambrough en el peor momento alzaron sobre el convento la bandera de Suiza, país neutral. “Madre Elisabetta exhortaba a todo el grupo a continuar las prácticas religiosas y a respetar a Dios según nuestra fe. Recuerdo el gran respeto que tuvo con nosotros sin querer nunca influir para dejar nuestra fe ni sentirnos mal por encontrarnos en un ambiente de religión católica”.
Después de la ocupación de Roma, el 10 de septiembre de 1943, requisaron la planta baja de un edificio de nueva construcción, la comunidad de las Franciscanas de la Misericordia, orden de Luxemburgo con monjas casi todas de lengua materna alemana, para hacer un hospital de campaña para las agentes de la SS heridos. En la planta baja estaban los nazis. En el primer piso, las monjas. En la buhardilla estaban escondidos 40 judíos. Durante nueve meses siguió esta peculiar convivencia.
Por el diario manuscrito de madre Ignazia, la superiora, sabemos que ella bloqueó un par de intentos de los soldados de explorar los pisos superiores. Se paró delante de las escaleras y el tono brusco de su alemán, hizo el milagro. Después del 5 de junio de 1944, la Liberación de Roma, las SS desalojaron el edificio y los refugiados del último piso pudieron respirar tranquilos.
Parece improbable un censo exacto de cuántos institutos, masculinos y femeninos, en Italia y en el resto de Europa, abrieron las puertas a quien huía de la furia nazi y los repubblichini. Sobre todo por un motivo práctico: no tiene sentido pensar que una actividad tan arriesgada se pusiera por escrito de forma precisa y sistemática. Probablemente nunca se encuentre documentación exhaustiva en los archivos para aclarar las circunstancias de cada decisión. Familias enteras se escondieron en los conventos de clausura. Sucedió en el monasterio de las monjas cistercienses de Santa Susanna con 26 refugiados o en las agustinianas de los Siete Dolores que acogieron 103.
Antes de la terrible redada del Ghetto judío de Roma, el 16 de octubre de 1943, el Vaticano trató de dar escudo jurídico a los conventos, extendiendo al máximo las ventajas de la extraterritorialidad. Se ocupó de ello monseñor Aloys Hudal, de origen austriaco, rector del colegio teutónico de Santa María del Alma, elegido quizá por sus simpatías conocidas por el Tercer Reich: “El oficial de enlace –escribió Hudal– entre el Barrio supremo del Führer y el de Italia, coronel barón von Veltheim, de religión protestante, y conocido como enemigo del nazismo, me ha entregado a más de 550 declaraciones, firmadas y proporcionadas por él con un sello que conventos, institutos, pensiones, etc. nombradas por mí, no podían ser inspeccionadas y visitadas por la policía militar… Yo mismo he entregado numerosas declaraciones y una gran parte he dado al príncipe Carlo Pacelli… Hoy puedo decir que en ningún colegio, instituto, pensión etc. provisto de tal declaración ha sucedido nada… miles de judíos escondidos en Roma, Asís, Loreto, Padua, etc. fueron salvados así”.
Gracias a esta hospitalidad se salvaron del Holocausto la mitad de los judíos presentes en Roma, que superaron los doce mil contando los romanos y quien se había refugiado en la capital de la cristiandad. Lo mismo sucedió en Milán, Génova, Florencia, Asís. Muchos conventos de Piamonte y de Lombardía funcionaron como canal para Suiza. En Venecia, acogían a quienes huían de los terribles Balcanes.
Se dividieron también miedo y hambre. Ha supuesto un escándalo que muchos tuvieran que pagar una tasa, pero no eran tiempos en los que se iba al supermercado, y el mercado negro costaba caro. Y es verdad que en algún caso sucedió que agotado el dinero, fueron expulsados. “Hubo –comenta Loparcoa–, muchos casos de gran valor y otros, menos, de desidia. El error más grande sería absolutizar una realidad que fue tan extrema y fragmentada”.
Así lo expresa la historiadora judía Anna Foa: “El refugio en las iglesias y en los conventos emerge continuamente en las narraciones de los supervivientes, recorre como un hilo rojo los testimonios orales contados a lo largo de los años en Italia, está presente en las memorias de los contemporáneos. Se cuenta como un hecho que los conventos pedían una tasa a los judíos que acogían gratis, los cuales a su vez ayudaban en el trabajo cotidiano. Es una imagen que es el fruto no del debate sobre el tema Iglesia y Shoah, sino también de la búsqueda dirigida a iluminar la vida y el recorrido de los judíos bajo la ocupación nazi”.
*Artículo original publicado en el número de junio de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva