La ‘argizaiola’, que se podría traducir del euskera al castellano como ‘cerillero de difuntos’, es una talla de madera con una vela enrollada. Labrada en madera de haya o roble, es un instrumento de culto tradicional en las comunidades eclesiales vascas. Y es que estamos ante un objeto doméstico vinculado al hogar familiar, a los difuntos y a la ceremonia de recuerdo que la Iglesia le dedica a los mismos.
Esta bella tradición es cultivada por la Parroquia de la Esperanza de Vitoria. Una vez al mes, la ‘argizaiola’ preside la mesa junto al altar, donde cada familia ha encendido un pequeño cirio con el nombre de la persona fallecida. Es la misa por los difuntos de la parroquia. Durante los meses más duros de la pandemia, esta talla de madera, herencia de la cultura tradicional vasca, no salió de la sacristía. Pero las víctimas del coronavirus y otras necesidades de la feligresía no estuvieron ausentes en la parroquia, aunque esta permaneciera cerrada al culto.
Desde el primer momento del confinamiento, la Parroquia de la Esperanza creó a los pies de la cruz, en un lateral del presbiterio, un espacio para la comunidad, para que, aun con la iglesia cerrada, la comunidad siguiese estando presente en sus sufrimientos y necesidades. El párroco, Carlos Ortiz de Zárate, recogía por correo electrónico, por teléfono o en el buzón de la parroquia los mensajes, las cartas, las fotografías y los objetos que la gente de la parroquia le hacían llegar para colocarlos en ese rincón de la comunidad.
Así, se fueron haciendo presentes los enfermos y las víctimas del coronavirus de la parroquia. También otras necesidades y angustias que, con el paso de los días y las semanas, la gente iba experimentando sobre su futuro inmediato, no solo en la salud, sino también en el trabajo o por el peso de la soledad… Mientras, ese rincón lo presidían la Palabra y una hogaza de pan por esa eucaristía de cada día que no podía celebrarse físicamente. Además, durante varias semanas, un círculo de velas encendidas recordó especialmente a los ausentes.
A los pies de esa cruz, del pan y de la Palabra, se acabaron posando la pañoleta del grupo scout de la parroquia y las fotos de Bernardo, sacerdote jubilado de la parroquia; del matrimonio conformado por Vicente y Milagros; o de María José y de otros a los que el duelo por ellos se tendría que prolongar en el tiempo. También han estado la carta con esos deseos y necesidades que solo Dios puede leer, una pulsera, un rosario…
Cuando se pudo regresar al templo, la feligresía apostó por mantener este espacio vivo y permanente. Al final de la misa, muchos pasan a postrarse al pie de la cruz. Ortiz de Zárate, el cura, ya ha pensado cómo actualizar este rincón de cara al próximo curso: “Pondremos un cofre donde seguir depositando las mismas cosas, los mismos anhelos y necesidades de cada uno. Pero pasará entonces a ser nuestro tesoro, el que tendremos que tener presente en las celebraciones de la comunidad”.
Este espacio también ha adquirido un especial significado durante el tiempo sin funerales y en la celebración de los primeros tras el fin del estado de alarma. La ‘argizaiola’ regresó al presbiterio, pero muchas miradas seguían fijas al pie de la cruz, donde empezó el recuerdo a quienes nos dejaron a causa de la pandemia.
En la moderna Parroquia de Santa Casilda, en la localidad burgalesa de Miranda de Ebro, Rubén Manrique, el párroco, no escatimó en medios telemáticos para mantener el contacto con su feligresía, siendo el Whatsapp el vehículo de comunicación por excelencia. Pero las personas que iban contrayendo la enfermedad del COVID-19 tenían que tener un lugar especial. Así, sus nombres, en sencillos postit, han encontrado un lugar a los pies de la imagen de la Virgen de la Ternura.