Cada mañana Elisabetta Bresciani ficha con la tarjeta de la empresa donde trabaja en Padua y en la que desempeña el trabajo de empleada en el control de los lotes de fármacos y se sienta junto a sus colegas, todas laicas, casadas y con familia. Ella es una monja obrera de la Santa Casa de Nazaret, nacida a principios del siglo XX con la explosión de las fábricas, y pretende llevar aliento y escucha entre quienes trabajan.
La casa general está en Brescia, pero las monjas obreras están en muchos lugares de Italia y el extranjero: Brasil, Burundi, Malí, Ruanda, Gran Bretaña. Trabajan todas como empleadas, sin obras propias y con cero privilegios.
En el periodo de la pandemia la cercanía física ha sido suplantada por el teletrabajo, pero la sustancia ha permanecido igual: el hecho de que Elisabetta sea una monja es un asunto como otro. “O casi”, puntualiza ella: “En el sentido de que la circunstancia de llevar el velo empuja a las personas a prestar mayor atención a mi presencia y esta curiosidad puede llevar a pedir un opinión, una confidencia, un apoyo quizá más profundo”.
Elisabetta, 36 años, nació en Villongo, un pueblo de ocho mil habitantes y dos parroquias. En una de ellas, San Filastro, empezó un recorrido de fe que parecía relegada en un lugar fértil pero circunscrito. La pasión de adolescente era el kárate. Entrenamientos duros que la convertieron en campeona regional de Lombardía y a participar en la competición nacional. “Para mí es una disciplina con gran fascinación ya que enseña lo contrario a lo que se piensa: el autocontrol y la capacidad de actuar para evitar problemas peores”. Con 19 años sintió que debía elegir su vocación.
Para su sorpresa, la más fuerte era la que hoy sostiene dentro de las Hermanas Obreras de la Santa Casa de Nazaret, que prevé la inclusión de las religiosas en un contexto laboral normal: “Durante años temí que la vida religiosa fuera una serie aburrida de reglas a seguir. No tenía en cuenta la alegría cotidiana. Elegí convertirme en monja obrera por la sencillez de la vida con las hermanas, porque todo está organizado como en la familia de Nazaret, una familia extraordinaria y normalísima al mismo tiempo”. Tiene un perfil en Linkedin y el curriculum para encontrar un trabajo lo mandó ella: tuvo una entrevista y fue contratada hace nueve años por una cooperativa de farmacias.
Las monjas obreras desempeñan puestos diversos, desde administrativos en una oficina a empleadas de almacén de Amazon. Trabajan donde encuentran, les hacen un contrato, y reciben el sueldo previsto. Su sencilla presencia en una pradera de ordenadores o en las líneas de producción es un desafío para quien no cree, una ocasión para acercarse a la fe: “Algunos provocan discusiones sobre la Iglesia y la existencia de Dios. Después se acercan para entender cómo vivir una fe auténtica. Yo respiro cotidianamente la necesidad de Dios, mi testimonio es que no es necesario ir a la luna para sentir la cercanía del Señor. Es posible encontrarlo cada día en las pequeñas cosas, también en el descanso del café de las diez y media, delante de la máquina, cuando hablamos del momento que estamos viviendo, a veces con alegría a veces con tristeza si ha pasado algo serio a una de nosotras. No me pongo a predicar o catecismo. El mío es un testimonio evangélico hecho de puntillas”.
*Artículo original publicado en el número de junio de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva