Fue precisamente en el mes de septiembre, hace 20 años, cuando el sacerdote Pascual Saorín llegó a Japón en misión. Recuerda que fue una semana después del atentado en las Torres Gemelas. El pasado mes de julio regresó a la Región de Murcia, a su diócesis de origen, para incorporarse como párroco de Nuestra Señora de los Remedios de Albudeite y San Juan Bautista de la Puebla de Mula, así como de capellán en el Centro Penitenciario Murcia II de Campos del Río. Se marchó a Japón con 32 años y a sus 52 se enfrenta ilusionado ante esta nueva etapa en su ministerio sacerdotal. El misionero se sincera en esta entrevista realizada por la Delegación de Medios de la Diócesis de Cartagena.
- LEE Y DESCARGA: ‘Un plan para resucitar’, la meditación del papa Francisco para Vida Nueva (PDF)
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
De párroco rural
PREGUNTA.- ¿Cómo ha sido la vuelta a la Diócesis de Cartagena?
RESPUESTA.- Ha sido una vuelta muy emocionante, un poco problemática a causa del coronavirus. Tenía previsto venir en abril, pero tuve que retrasarlo porque estaban todos los vuelos cancelados. Estoy muy ilusionado porque supone un reencuentro con mi familia, con mi Iglesia y también triste porque dejo allí muchos amigos, un trabajo misionero, una misión muy necesitada de que haya más manos colaborando y trabajando en la evangelización. Es una mezcla de sentimientos, entre la alegría de volver a la tierra y la tristeza de dejar otra que siento como mía, porque han sido muchos años y parte de mi corazón es japonés.
P.- ¿Cómo llega un sacerdote murciano a ser misionero EN Japón?
R.- Siempre había querido ser misionero. En mi época de seminario, uno de los síntomas que delataban la vocación –nos decían– era la inquietud misionera. Desde el primer año en el seminario ya empecé una vinculación con el Instituto Español de Misiones Extranjeras (IEME), que es uno de los cauces que el clero español tiene para trabajar en misión. Nada más ordenarme, tuve una experiencia misionera en Bolivia, donde estuve dos meses, allí descubrí que Latinoamérica no era mi misión. Consideré que había demasiado protagonismo de la Iglesia occidental y que era el momento de que los autóctonos, los nativos, tomaran las riendas de su propia Iglesia sin el patronazgo o sin el apoyo económico, intelectual y teológico de Europa. Esa es una lectura personal mía, evidentemente otros compañeros tienen otra. Pero yo, espiritualmente, consideré que Latinoamérica no era mi lugar de misión, así que me quedaba África y Asia y, en ese discernimiento, se me propuso ir a Japón y fui allí porque me lo propusieron, no porque yo quisiera ir, y no me arrepiento en absoluto.
P.- ¿Qué tiene de especial la Iglesia japonesa?
R.- La Iglesia japonesa es muy pequeña, minoritaria. De alguna forma, es como será la Iglesia europea dentro de 50 o 100 años, una Iglesia pequeñita en número, pero de un testimonio de vida y una influencia social muy grande, de calidad y de experiencia espiritual que nos tiene que enseñar mucho. Es una Iglesia querida, respetada, sin muchos escándalos, muy fraterna y familiar, donde las relaciones humanas están un poco al margen del protocolo o de la institucionalidad donde es muy fácil sentirte acogido. De hecho, la mitad de los cristianos en Japón son inmigrantes, ahora filipinos y vietnamitas. Es el germen de un mundo nuevo que está naciendo, un mundo muy plural, muy diferente. También a nivel práctico, es autosuficiente, muy pocos cristianos mantienen su Iglesia con un esfuerzo muy grande.
Pienso que tenemos que aprender mucho sobre, por ejemplo, el protagonismo que tiene el laicado. No hay clericalismo como aquí, el sacerdote es un siervo de la comunidad, uno más, y ellos tienen muy a gala el que la Iglesia es de ellos, el que el sacerdote va y viene y es un servidor de la comunidad. La economía la llevan totalmente los laicos, el sacerdote simplemente revisa que todo funcione bien, dando unas directrices desde el Evangelio, pero ellos son los responsables de todo. El sacerdote se dedica a lo que tiene que dedicarse, al pastoreo y a la guía espiritual, y deja que los cristianos lleven su parroquia a nivel práctico.
P.- Muchas veces, cuando hablamos de misión, pensamos en zonas empobrecidas económicamente, donde no solo la Iglesia llega a evangelizar sino también a ayudar al desarrollo económico de esa zona. En Japón el concepto es diferente, ¿no?
R.- Bueno, evangelización es llevar el Evangelio, la Buena Nueva del reino de Dios, un mensaje de libertad, de liberación, de esperanza, de alegría, a personas que no lo tienen. Eso empieza por lo más material y lo más básico. No puedes predicar un mensaje de libertad a una persona que está encadenada, oprimida, si, al mismo tiempo, no le ayudas a que se libere de esa esclavitud que puede ser el hambre, los problemas climáticos que pasan en África, por ejemplo, o las injusticias sociales. Entonces, la evangelización va ligada intrínsecamente a la caridad, a la compasión, a la solidaridad con los más pobres. Esas formas de pobreza tienen rostros diferentes. En África, mayoritariamente por desgracia, es una pobreza física, una pobreza material, y en Japón también existe ese tipo de pobreza, pero muchísimo menos. La pobreza de Japón es sobre todo espiritual, una pobreza de valores familiares, por ejemplo, es la pobreza de la falta del sentido del perdón. El valor del perdón, que es muy cristiano, es menos potente o menos visible en culturas asiáticas, donde la justicia tiene un componente de venganza. De alguna forma son culturas que, a veces, viven en nuestro Antiguo Testamento.
Donde hay inmigración, y en Japón hay cada vez más, hay injusticias porque el inmigrante viene generalmente a hacer el trabajo que los nativos no quieren. Donde hay inmigración hay abusos, hay prostitución, violencia. La Iglesia tiene un papel muy importante justamente en la acogida del inmigrante y en la integración del inmigrante en esa pequeña parcela de la sociedad japonesa que es la parroquia. La parroquia en Japón es un cromo de culturas y de rostros. En el arciprestazgo donde yo he trabajado había un sacerdote norteamericano, otro nicaragüense, uno japonés y yo, español. En la diócesis hay sacerdotes de Bangladesh, de la India, de Sri Lanka, de Italia, es un nuevo Pentecostés; dieciséis sacerdotes que venimos de culturas tan diferentes, con rostros tan diferentes, es una riqueza que en la Iglesia de Japón es muy visible y muy hermosa.
P.- ¿Cómo ha cambiado Japón a Pascual Saorín?
R.- Japón, la edad, las experiencias y las enfermedades creo que me han hecho una persona más profunda, con una visión global más amplia, menos provinciana, menos regionalista o nacionalista. Creo que he dejado de mirarme el ombligo y pienso en un sentido católico, universal. Eso me ha hecho relativizar muchos problemas que, a lo mejor, en cualquier diócesis pensamos que son enormes y, si te retiras un poquito de tu realidad -que es lo que yo he hecho-, sin dejar de ser de aquí, pero salir un poquito, la misión te aporta una visión de conjunto. Entonces, problemas que cuando estás dentro te parecen muy grandes, cuando te alejas y los comparas con otros problemas, realmente son insignificantes. Se me ha ensanchado el corazón, creo que me he hecho más humano, más comprensivo. Como buen joven, yo era muy radical en aquella época y ahora creo que me he hecho más humano, con un corazón mucho más pacificado conmigo mismo y con la Iglesia. Ha sido una gracia enorme. Estoy muy agradecido a la Iglesia que permitió que yo saliera, que me envió, a Manuel Ureña Pastor que fue quien me envió, a Juan Antonio Reig Pla que me mantuvo y, ahora, a José Manuel Lorca Planes que ha sido el que me ha acogido de nuevo en mi casa.
P.- ¿Qué echa de menos de aquella tierra?
R.- De Japón echo de menos la seguridad, la educación, el respeto, la elegancia, la finura espiritual, el silencio. Echo un poco de menos esa Iglesia familiar, de formas muy elegantes. La comida también, porque la comida japonesa es muy buena. Y la gente, los amigos. He pasado por dos diócesis y por unas doce parroquias. Echo de menos, sobre todo, a la comunidad, a la gente, el sentido comunitario que había, la fraternidad.
P.- Regresa ahora a su diócesis como párroco. ¿Cómo afronta este cambio tan radical, la vuelta a casa, a otra realidad semejante pero diferente?
R.- Sí, muy diferente, ciertamente muy diferente. Cambio Japón por Albudeite y La Puebla de Mula. Nuestro obispo ha creído que sería bueno que yo entrara poco a poco en una realidad que ha cambiado en veinte años muchísimo y me ha ofrecido y enviado a estos dos pueblos que se encuentran geográficamente en el centro de la Región de Murcia. Francamente, en Albudeite no había estado nunca antes. Lo vi por internet y me gustó mucho. En La Puebla de Mula solamente estuve una vez hace muchísimos años para recoger a un sacerdote que fue párroco en una parroquia que yo estuve.
Estoy muy ilusionado de volver a un mundo rural, que son pueblos pequeños. Ilusionado de ahondar en mi propia tierra, con muchas ganas de hacer cosas, de trabajar y de ponerme al servicio de la Iglesia aquí. Si puedo aportar un poco de la experiencia acumulada en estos veinte años a nivel misionero y a nivel pastoral, pues lo haré, sea en parroquia grande, sea en parroquia pequeña, donde sea, porque lo importante no es donde estás sino la actitud con la que trabajas. Creo que Dios nos espera en pequeños rincones. Ahora toca trabajar en un Belén, no en una Jerusalén grande. La transformación de la Iglesia empieza en lo pequeño en todos los sentidos, empieza en los pesebres, en los cenáculos y en las cruces de la vida. En ese sentido soy afortunado de poder reiniciar mi vida sacerdotal, misionera y pastoral en España desde lo pequeño. Estoy muy agradecido porque creo que es el futuro de la Iglesia, necesitamos esos espacios donde no hay wifi, donde te encuentras con los mayores, con los agricultores de manos curtidas y agrietadas que se extienden al recibir al Señor, con gente sencilla y a la vez sabia, con el corazón de Murcia, que es huerta, que es árido. Tener la oportunidad de mezclar esa aridez y esos paisajes lunares de aquella zona junto con la vega del río Segura me emociona mucho, volver al olor del limonero, al contacto con la gente en los pueblos, a los hornos de leña que supongo que habrá alguno. Volver un poco a lo que es el origen de nuestra vida y de nuestra identidad.
P.- Todo bautizado está llamado a la misión, pero supongo que en su caso está sellado a fuego.
R.- No entiendo mi vocación como sacerdote si no es siendo misionero, para mí es lo mismo. Un sacerdote debe pensar en los que no vienen, en los que no están, y tender puentes para relacionarse con personas de otras culturas. Una Iglesia que no es misionera se está haciendo el harakiri japonés, está erosionando sus cimientos, porque la Iglesia o es misionera o no es Iglesia. Con esa actitud voy a donde tenga que ir, la misión va a estar siempre presente en mi vida y el día que yo no pueda físicamente, por edad o por enfermedad, mi oración y mi apoyo económico y espiritual será para los que sí puedan.
Hace 20 años, antes de marchar a Japón, el envío que me hicieron en mi pueblo (Cieza) fue en el convento de las clarisas. Ellas han estado en misión conmigo, ellas me han apoyado, gracias a ellas he resistido 20 años y a mi vuelta fui a darles las gracias. Y sé que he estado en contemplación en su corazón, esa unión entre el corazón y las manos, esa es la Iglesia, esa es la hermosura: que no todos tenemos que hacerlo todo.