En un reciente artículo en La Civiltà Cattolica, en diálogo con Antonio Spadaro, el papa Francisco desveló por qué no aprobó la ordenación de hombres casados, conocidos como ‘viri probati’, tras el Sínodo sobre la Amazonía. “Hubo una discusión –escribió–, una discusión rica, una discusión bien fundada, pero sin discernimiento, que es algo más que llegar a un consentimiento bueno y justificado o mayorías relativas”. “Debemos entender –remachó– que el Sínodo es más que un Parlamento; y, en este caso específico, no pudo escapar a esta dinámica. Sobre este tema fue un Parlamento rico, productivo e incluso necesario; pero no más que eso. Para mí, esto fue decisivo en el discernimiento final, cuando pensé en cómo hacer la exhortación”.
En consecuencia con la lógica papal, el discernimiento sobre una cuestión tan compleja requiere de muchas cosas. Entre otras, tiempo y testimonios que labren el camino. En la búsqueda de estos últimos, mirando a nuestra realidad nacional, el mejor ejemplo (aunque no tengan absolutamente nada que ver con la situación de los viri probati en la Amazonía, pues se parte de una tradición espiritual muy diferente) son los sacerdotes casados de rito oriental.
Pese a que, por tradición histórica y realidad actual, en España, la abrumadora mayoría de los católicos son de rito latino, hay un significativo grupo de hermanos en la fe que, en total sintonía con el Papa, pertenecen a algunos de los distintos ritos orientales. Si bien hay hasta 23 Iglesias católicas orientales a nivel mundial (coptos, etíopes, caldeos, maronitas, armenios, sirio-malabares…), englobadas en cinco grandes tradiciones (la alejandrina, la antioquena, la armenia, la caldea, y la constantinopolitana o bizantina), en nuestro país la gran mayoría de sus fieles son rumanos y ucranianos pertenecientes al rito bizantino, aunque también los hay de tradición caldea, los siro-malabares provenientes de India. Respecto al primer grupo, dentro de las muchas particularidades que encarnan esta realidad sinfónica de la Iglesia, varias de sus comunidades están pastoreadas por sacerdotes casados y que además son padres de familia.
Consciente de esta realidad, en junio de 2016, el papa Francisco creó el Ordinariato para los católicos de rito oriental, encargando esta misión al cardenal y arzobispo de Madrid, Carlos Osoro. El vicario de la institución, el sacerdote Andrés Martínez Esteban, nos recibe en el Arzobispado de Madrid junto dos sacerdotes rumanos de rito oriental: Bogdan Basile Buda, capellán de la comunidad greco-católica rumana en Madrid, y Daniel Lazar, sacerdote en Ciudad Real, donde acompaña varias comunidades en toda la provincia. El primer es célibe y el segundo está casado y es padre de un hijo.
En una honda conversación, en la que abordamos la rica identidad cultural e histórica de su rito, así como los momentos de dura persecución bajo el comunismo (leer la entrevista íntegra en el número 3.192 de Vida Nueva), la charla entra de lleno en la cuestión del celibato, dando lugar a un abanico de vivencias e impresiones. Así, para Lazar, “hay que partir de la base de que la misión es la misma para todos los sacerdotes, seamos célibes o no. Podemos tener vivencias distintas, pero la vocación y, sobre todo, la idea del sacrificio, no cambian”.
Y apunta un dato esencial: “A veces hay confusión en este tema. Solo podemos ser ordenados quienes estábamos casados previamente. Pero esta opción no existe para quien ya sea sacerdote y pueda pensar en casarse. El matiz es muy importante: no es lo mismo decir ‘un cura se puede casar’ que ‘un casado se puede ordenar’. Y, en el rito oriental, hablamos de eso, de hombres casados que descubren el sacramento del orden, una vocación que es complementaria y que vivimos en armonía con la primera”.
Un camino sin duda especial, pero en el que no están solos: “El papel de la mujer es de coprotagonista, pues ella también se sacrifica y sabe a qué se compromete cuando su esposo da el paso de ser sacerdote. Los dos forman parte de la vocación. Por lo mismo, el matrimonio siempre está acompañado estrechamente por el obispo, que también adquiere su responsabilidad y se compromete a estar también pendiente de ella”.
Basile cuenta que, “antes de la ordenación del marido, la esposa se compromete ante el obispo, asegurando que seguirá a su esposo en la tarea. De hecho, sin el compromiso total de ella, no se puede ordenar el futuro sacerdote, porque sería una falta de entrega total por parte suya, como también un obstáculo para la misión del sacerdote”. De ahí que entienda que este es un camino que implica “una gran dificultad”, aunque, sin duda, a la larga enriquece a ambos.
Lazar admite que, “a veces, es difícil mantener el equilibrio, pero es un sacrificio que ambos hacemos por Cristo. Lo vivimos en clave de búsqueda, obteniendo una respuesta basada en el amor. Vivo mi vocación desde mi familia y desde mi comunidad parroquial, que, a su vez, también es mi familia. Son dos comunidades: la propia y la grande. Claro que lo que ocurre en una tiene sus consecuencias en la otra, y a veces hay fatiga y otras te afectan cosas personales de tu día a día… Pero porque hablamos de un mismo camino, y en él es básica la idea de la responsabilidad: nuestro testimonio es referente para el conjunto de la comunidad”.
En ello, Martínez observa una gran riqueza: “Ni el sacerdocio ni el matrimonio son una profesión, en la que uno tiene un horario y, cuando termina, se olvida… Si se entiende así, se desvirtúa. Al revés, vivido como un don, desde el compromiso de los dos, es un gran testimonio”. “Si rebajamos el celibato –defiende Lazar–, rebajamos también el matrimonio”.
Algo que remacha Basile, abordando de lleno el debate despertado tras el Sínodo para la Amazonía: “Es un error que se cuestione el celibato. En Oriente comprendemos muy bien la excepción que hay en nuestro rito a la hora de que se ordenen hombres casados, pero, en Occidente, esto lleva a veces a equívocos y a que se generen complicaciones que, en vez de aportar una solución para una problemática, pueden hacer que la situación sea más difícil de lo que parece”.
De ahí que le resulte “muy sorprendente la gran falta de conocimiento e incluso la superficialidad con la que se trata un tema tan complejo. Acabar con el don del celibato no es la solución a la falta de vocaciones en la Iglesia, como comprobamos al ver que también bajan estas en las confesiones cristianas que ordenan a hombres casados. Defender esta vía supone un mayor acercamiento al protestantismo, una lenta auto protestantizacion de la Iglesia y una clara distancia de la contemplación de la verdad en el espíritu de los padres de la Iglesia. El antídoto para la falta de vocaciones en Oriente y en Occidente sería vivir la santidad y no buscar soluciones humanas que no nacen del espíritu del Evangelio ni de la tradición de la Iglesia”.
“La cuestión –prosigue Martínez– no es: celibato, sí o no. La clave profunda es el compromiso, algo tan diluido en la sociedad actual. Quien no entiende lo que implica un matrimonio cristiano, no comprende de verdad el celibato. Son dos vocaciones muy unidas entre sí, desde el paradigma de la fidelidad, del compromiso para toda la vida. Para un sacerdote, la idea de la esponsabilidad con la Iglesia es fundamental”.
Una noción que aplaude Lazar: “Hagas lo que hagas, no te disocias. En todo momento eres, al 100%, marido y sacerdote. No eres una cosa unas horas y la otra el resto de tiempo. Además, siempre hay que vivirlo en la clave de la comprensión hacia el otro. Hay que saber escuchar, dentro y fuera del confesionario, y saber ponerse en la piel de quien llega hacia ti a contarte su situación. Y lo sientes porque, realmente, te preocupas por esa persona. Sueñas con un horizonte mejor para ella”.
Para Basile, esta última idea es indispensable a la hora de hablar de un sacerdote casado: “Seguramente, es más cercano a ciertas realidades familiares porque él mismo las experimenta. Los célibes tenemos el riesgo de que, en la relación con los otros, caigamos a veces en un excesivo idealismo. En cambio, para un sacerdote casado, el gran problema es cómo afrontar la entrega generosa a una comunidad cuando en la tuya propia también te necesitan. Ese equilibrio, que es unidad de vida, presupone una tensión para vivir la santidad y presupone aceptar el martirio, teológicamente hablando”.
“No hay duda –añade– de que estamos ante un don, pero también, cuando no se vive consecuentemente, ante un gran peligro de herejía, de caer en el neo-nestorianismo, en relación con la realidad oriental… Y eso nos afecta tanto a sacerdotes célibes como a casados. El célibe puede tener la tentación de vivir una espiritualidad en dirección vertical, centrada en lo divino, y no comprender o valorar lo humano, al otro. Y, en cambio, el casado puede tener la tentación de vivir la espiritualidad en dirección horizontal, de ser demasiado asimilado por el sacramento del otro y olvidarse de la pasión por lo divino”.
“La dimensión profética del celibato –concluye Lazar– es fundamental, precisamente porque no es de este mundo. No puede haber un enfrentamiento entre ambas vivencias. Hay que respetar los dos caminos y partir siempre de la sensatez que impera en la Iglesia, sin olvidar la claridad que nos concede el Espíritu Santo en los momentos de dificultad”.
Fotos: Jesús G. Feria