Un nuevo orden mundial con los pobres al frente. La Carta Encíclica ‘Fratelli Tutti’ del papa Francisco sobre la fraternidad y la amistad social es “el mensaje de Jesús animándonos a reconocernos todos como hermanos y hermanas y así vivir en la casa común que el Padre nos ha confiado”, como afirma el propio Jorge Mario Bergoglio. En ocho capítulos y 287 puntos, en los que interpela a quien lo lee con hasta 41 preguntas, el Pontífice detalla un programa de vida en el que intenta alumbrar el camino concreto a recorrer para quienes quieren construir un mundo más justo y fraterno desde lo cotidiano, la política y las instituciones.
Para ello se apoya en el ‘Documento sobre la Fraternidad humana’ firmado por él mismo y el Gran Imán de Al-Azhar en febrero de 2019 en Emiratos Árabes. Se trata de la tercera encíclica del Papa, tras ‘Lumen fidei’ –escrita a cuatro manos con Benedicto XVI– y ‘Laudato si”, y la segunda de contenido netamente social, dejando una vez más claro el compromiso de este pontificado con los descartados. De hecho, en ‘Fratelli Tutti’, Francisco, a través de la parábola del Buen Samaritano, invita –a creyentes y no creyentes– a redescubrir al prójimo y reconstruir el mundo –como ha hecho con la Iglesia– con los pobres en el centro.
Para ello, una vez más, el Papa encuentra su principal inspiración en san Francisco de Asís, al proponer a todos los hermanos y hermanas “una forma de vida con sabor a Evangelio”. Como el ‘poverello’, reclama “lo esencial de una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite”. Y añade: “Él no hacía la guerra dialéctica imponiendo doctrinas, sino que comunicaba el amor de Dios”.
Pero también se ha servido del beato Carlos de Foucould, “persona de profunda fe, quien, desde su intensa experiencia de Dios, hizo un camino de transformación hasta sentirse hermano de todos”. De hecho, concluye su texto magisterial con estas palabras: “Él fue orientando su sueño de una entrega total a Dios hacia una identificación con los últimos, abandonados en lo profundo del desierto africano. Pero solo identificándose con los últimos llegó a ser hermano de todos. Que Dios inspire ese sueño en cada uno de nosotros. Amén”.
Sin embargo, una fraternidad verdadera requiere el diálogo con otras culturas y religiones, por lo que Bergoglio cita a otras fuentes de inspiración como Martin Luther King, Desmond Tutu, el Mahatma Mohandas Gandhi o el propio el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb.
En la breve introducción, el Papa reconoce que entrega al mundo esta encíclica, que él mismo cataloga como social, como “un humilde aporte a la reflexión para que, frente a diversas y actuales formas de eliminar o de ignorar a otros, seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras. Si bien la escribí desde mis convicciones cristianas, que me alientan y me nutren, he procurado hacerlo de tal manera que la reflexión se abra al diálogo con todas las personas de buena voluntad”.
Así, explica que, mientras la escribía, llegó la pandemia del coronavirus, por lo que el texto está impregnado de enseñanzas para una ‘nueva normalidad’ sin descartes: “Si alguien cree que solo se trataba de hacer funcionar mejor lo que ya hacíamos, o que el único mensaje es que debemos mejorar los sistemas y las reglas ya existentes, está negando la realidad”. “El ‘sálvese quien pueda’ se traducirá rápidamente en el ‘todos contra todos’, y eso será peor que una pandemia”, añade. Y aprovecha para denunciar el trato a los mayores: “Vimos lo que sucedió con las personas mayores en algunos lugares del mundo a causa del coronavirus. No tenían que morir así”.
Sus enseñanzas sobre la pandemia niegan la tan manida afirmación de que se trata de un castigo divino. “Si todo está conectado, es difícil pensar que este desastre mundial no tenga relación con nuestro modo de enfrentar la realidad, pretendiendo ser señores absolutos de la propia vida y de todo lo que existe. No quiero decir que se trata de una suerte de castigo divino. Tampoco bastaría afirmar que el daño causado a la naturaleza termina cobrándose nuestros atropellos. Es la realidad misma que gime y se rebela”, explica acabando con la visión de un Dios castigador.
En un primer capítulo con indudable sello personal, titulado ‘Las sobras de un mundo cerrado’, el Sucesor de Pedro afirma que la historia da muestras de estar volviendo atrás. “Se encienden conflictos anacrónicos que se consideraban superados, resurgen nacionalismos cerrados, exasperados, resentidos y agresivos. En varios países una idea de la unidad del pueblo y de la nación, penetrada por diversas ideologías, crea nuevas formas de egoísmo y de pérdida del sentido social enmascaradas bajo una supuesta defensa de los intereses nacionales”, indica.
En esta realidad, “la política se vuelve cada vez más frágil frente a los poderes económicos transnacionales que aplican el ‘divide y reinarás'”, subraya. Y se pregunta: ¿Qué significan hoy algunas expresiones como democracia, libertad, justicia, unidad?”. Para luego constatar cómo “han sido manoseadas y desfiguradas para utilizarlas como instrumento de dominación, como títulos vacíos de contenido que pueden servir para justificar cualquier acción”.
En un primer análisis de la política hoy, el Papa indica que parece que “la mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es sembrar la desesperanza y suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de algunos valores. Hoy en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar. La política ya no es así una discusión sana sobre proyectos a largo plazo para el desarrollo de todos y el bien común, sino solo recetas inmediatistas de marketing que encuentran en la destrucción del otro el recurso más eficaz. En este juego mezquino de las descalificaciones, el debate es manipulado hacia el estado permanente de cuestionamiento y confrontación”.
Y continúa en el mismo sentido: “En esta pugna de intereses que nos enfrenta a todos contra todos, donde vencer pasa a ser sinónimo de destruir, ¿cómo es posible levantar la cabeza para reconocer al vecino o para ponerse al lado del que está caído en el camino?”. “Un proyecto con grandes objetivos para el desarrollo de toda la humanidad hoy suena a delirio”, asevera.
Para Bergoglio, “cuidar el mundo que nos rodea y contiene es cuidarnos a nosotros mismos. Pero necesitamos constituirnos en un ‘nosotros’ que habita la Casa común”. “Frecuentemente –prosigue–, las voces que se levantan para la defensa del medio ambiente son acalladas o ridiculizadas, disfrazando de racionalidad lo que son sólo intereses particulares”.
El texto del Papa, una vez más, sabe a actualidad. En ese sentido, vuelve a condenar el racismo que tanto se está instaurando a lo largo y ancho del nuevo y el viejo continente. “El descarte, además, asume formas miserables que creíamos superadas, como el racismo, que se esconde y reaparece una y otra vez. Las expresiones de racismo vuelven a avergonzarnos demostrando así que los supuestos avances de la sociedad no son tan reales ni están asegurados para siempre”, apunta.
En la vulneración de derechos humanos “no suficientemente universales”, el Papa no se olvida de las mujeres. “La organización de las sociedades en todo el mundo todavía está lejos de reflejar con claridad que las mujeres tienen exactamente la misma dignidad e idénticos derechos que los varones. Se afirma algo con las palabras, pero las decisiones y la realidad gritan otro mensaje”, afirma con rotundidad.
Sin citar ningún país, Francisco alude sin miedo a las mafias. “La soledad, los miedos y la inseguridad de tantas personas que se sienten abandonadas por el sistema, hacen que se vaya creando un terreno fértil para las mafias. Porque ellas se afirman presentándose como ‘protectoras’ de los olvidados, muchas veces a través de diversas ayudas, mientras persiguen sus intereses criminales. Hay una pedagogía típicamente mafiosa que, con una falsa mística comunitaria, crea lazos de dependencia y de subordinación de los que es muy difícil liberarse”, explica.
El Pontífice también defiende la dignidad en las fronteras. “Tanto desde algunos regímenes políticos populistas como desde planteamientos económicos liberales, se sostiene que hay que evitar a toda costa la llegada de personas migrantes. Al mismo tiempo se argumenta que conviene limitar la ayuda a los países pobres, de modo que toquen fondo y decidan tomar medidas de austeridad. No se advierte que, detrás de estas afirmaciones abstractas difíciles de sostener, hay muchas vidas que se desgarran. Muchos escapan de la guerra, de persecuciones, de catástrofes naturales”, explica.
El Papa señala, en este punto, algunas “respuestas indispensables” especialmente para quienes huyen de “graves crisis humanitarias”: aumentar y simplificar la concesión de visados; abrir corredores humanitarios; garantizar la vivienda, la seguridad y los servicios esenciales; ofrecer oportunidades de trabajo y formación; fomentar la reunificación familiar; proteger a los menores; garantizar la libertad religiosa y promover la inclusión social.
“Es verdad que lo ideal sería evitar las migraciones innecesarias y para ello el camino es crear en los países de origen la posibilidad efectiva de vivir y de crecer con dignidad, de manera que se puedan encontrar allí mismo las condiciones para el propio desarrollo integral. Pero mientras no haya serios avances en esta línea, nos corresponde respetar el derecho de todo ser humano de encontrar un lugar donde pueda no solamente satisfacer sus necesidades básicas y las de su familia, sino también realizarse integralmente como persona. Nuestros esfuerzos ante las personas migrantes que llegan pueden resumirse en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar”, explica.
Antes de concluir su primer capítulo, en el que llama a la esperanza –que no es una ilusión, sino un compromiso. El compromiso de la Iglesia universal con los descartados–, reclama medios de comunicación sin fanatismos. “Conviene reconocer que los fanatismos que llevan a destruir a otros son protagonizados también por personas religiosas, sin excluir a los cristianos”, sintetiza.
En el segundo capítulo, titulado ‘Un extraño en el camino’, el Papa pide cristianos a imagen y semejanza del Buen Samaritano. “Hemos crecido en muchos aspectos, aunque somos analfabetos en acompañar, cuidar y sostener a los más frágiles y débiles de nuestras sociedades desarrolladas. Nos acostumbramos a mirar para el costado, a pasar de lado, a ignorar las situaciones hasta que estas nos golpean directamente”, reconoce.
“Como todos estamos muy concentrados en nuestras propias necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos. Estos son síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al dolor”, agrega.
Para el Papa, hay dos tipos de personas: “Las que se hacen cargo del dolor y las que pasan de largo; las que se inclinan reconociendo al caído y las que distraen su mirada y aceleran el paso”. Y continúa: “Es la hora de la verdad: ¿Nos inclinaremos para tocar y curar las heridas de los otros? ¿Nos inclinaremos para cargarnos al hombro unos a otros?”. Mientras, deja caer una paradoja que le preocupa: “A veces, quienes dicen no creer, pueden vivir la voluntad de Dios mejor que los creyentes”.
Bergoglio invita a todos a hacerse la pregunta: ¿Quién es mi prójimo? Él, afirma tenerlo claro: “No digo que tengo ‘prójimos’ a quienes debo ayudar, sino que me siento llamado a volverme yo un prójimo de los otros”. En este punto, llama al Pueblo de Dios y especialmente a los pastores a la conversión: “Es importante que la catequesis y la predicación incluyan de modo más directo y claro el sentido social de la existencia, la dimensión fraterna de la espiritualidad, la convicción sobre la inalienable dignidad de cada persona y las motivaciones para amar y acoger a todos”.
En el tercer capítulo, titulado ‘Pensar y gestar un mundo abierto’, el Papa defiende el valor único del amor. “La altura espiritual de una vida humana está marcada por el amor. Sin embargo, hay creyentes que piensan que su grandeza está en la imposición de sus ideologías al resto, o en la defensa violenta de la verdad, o en grandes demostraciones de fortaleza”, dice en respuesta a aquellos que confunden el Evangelio con lo que denominan como ‘buenismo’.
En el nuevo orden mundial que reclama el Pontífice, invita a descubrir el valor de la solidaridad. Y no se olvida de su continuo reclama sobre la condonación de la deuda a los países pobres. “El pago de la deuda en muchas ocasiones no solo no favorece el desarrollo, sino que lo limita y lo condiciona fuertemente. Si bien se mantiene el principio de que toda deuda legítimamente adquirida debe ser saldada, el modo de cumplir este deber que muchos países pobres tienen con los países ricos no debe llegar a comprometer su subsistencia y su crecimiento”, reconoce.
Al mismo tiempo, vuelve a poner sobre la mesa ‘las tres T’: “Es posible anhelar un planeta que asegure tierra, techo y trabajo para todos. Este es el verdadero camino de la paz, y no la estrategia carente de sentido y corta de miras de sembrar temor y desconfianza ante amenazas externas”.
En el cuarto capítulo, que lleva por título ‘Un corazón abierto al mundo entero’, llama a los países a la ayuda recíproca. “La ayuda mutua entre países en realidad termina beneficiando a todos. Un país que progresa desde su original sustrato cultural es un tesoro para toda la humanidad. Necesitamos desarrollar esta consciencia de que hoy o nos salvamos todos o no se salva nadie. La pobreza, la decadencia, los sufrimientos de un lugar de la tierra son un silencioso caldo de cultivo de problemas que finalmente afectarán a todo el planeta”, indica.
Para ello, el Papa hace una catequesis sobre la gratuidad, que existe, no es una quimera. “Es la capacidad de hacer algunas cosas porque sí, porque son buenas en sí mismas, sin esperar ningún resultado exitoso, sin esperar inmediatamente algo a cambio. Esto permite acoger al extranjero, aunque de momento no traiga un beneficio tangible. Pero hay países que pretenden recibir solo a los científicos o a los inversores”, subraya.
En el ecuador de la encíclica, Bergoglio se detiene en ‘La mejor política’ en su quinto capítulo, en el que diferencia entre popular y populista. “En los últimos años la expresión ‘populismo’ o ‘populista’ ha invadido los medios de comunicación y el lenguaje en general. Esto llegó al punto de pretender clasificar a todas las personas, agrupaciones, sociedades y gobiernos a partir de una división binaria: ‘populista’ o ‘no populista’. Ya no es posible que alguien opine sobre cualquier tema sin que intenten clasificarlo en uno de esos dos polos, a veces para desacreditarlo injustamente o para enaltecerlo en exceso”.
Para el Papa, es importante señalar que “el mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal. Se trata de un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente”. Y agrega: “En ciertas visiones economicistas cerradas y monocromáticas, no parecen tener lugar, por ejemplo, los movimientos populares que aglutinan a desocupados, trabajadores precarios e informales y a tantos otros que no entran fácilmente en los cauces ya establecidos”.
En su dibujo de la política internacional, el Papa llama a la ONU a reformarse. Frente al predominio de la dimensión económica que anula el poder del Estado individual, la tarea de las Naciones Unidas será la de dar sustancia al concepto de “familia de las naciones” trabajando por el bien común, la erradicación de la pobreza y la protección de los derechos humanos. Recurriendo incansablemente a “la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje”, la ONU debe promover la fuerza del derecho sobre el derecho de la fuerza, favoreciendo los acuerdos multilaterales que mejor protejan incluso a los Estados más débiles.
Francisco habla también del amor en la política. “Para muchos la política hoy es una mala palabra, y no se puede ignorar que detrás de este hecho están a menudo los errores, la corrupción, la ineficiencia de algunos políticos. A esto se añaden las estrategias que buscan debilitarla, reemplazarla por la economía o dominarla con alguna ideología”. Pero, se pregunta: “¿Puede funcionar el mundo sin política?”.
“La buena política busca caminos de construcción de comunidades en los distintos niveles de la vida social, en orden a reequilibrar y reorientar la globalización para evitar sus efectos disgregantes”, señala.
Por otro lado, el Papa señala que “todavía estamos lejos de una globalización de los derechos humanos más básicos. Por eso la política mundial no puede dejar de colocar entre sus objetivos principales e imperiosos el de acabar eficazmente con el hambre. Mientras muchas veces nos enfrascamos en discusiones semánticas o ideológicas, permitimos que todavía hoy haya hermanas y hermanos que mueran de hambre o de sed, sin un techo o sin acceso al cuidado de su salud. Junto con estas necesidades elementales insatisfechas, la trata de personas es otra vergüenza para la humanidad que la política internacional no debería seguir tolerando, más allá de los discursos y las buenas intenciones. Son mínimos impostergables.
Para Francisco, “la caridad política se expresa también en la apertura a todos. Principalmente aquel a quien le toca gobernar, está llamado a renuncias que hagan posible el encuentro, y busca la confluencia al menos en algunos temas. Sabe escuchar el punto de vista del otro facilitando que todos tengan un espacio. Con renuncias y paciencia un gobernante puede ayudar a crear ese hermoso poliedro donde todos encuentran un lugar. En esto no funcionan las negociaciones de tipo económico. Es algo más, es un intercambio de ofrendas en favor del bien común. Parece una utopía ingenua, pero no podemos renunciar a este altísimo objetivo”.
En el sexto capítulo, el Papa se centra en el ‘Diálogo y amistad social’. “Acercarse, expresarse, escucharse, mirarse, conocerse, tratar de comprenderse, buscar puntos de contacto, todo eso se resume en el verbo ‘dialogar’. Para encontrarnos y ayudarnos mutuamente necesitamos dialogar. No hace falta decir para qué sirve el diálogo. Me basta pensar qué sería el mundo sin ese diálogo paciente de tantas personas generosas que han mantenido unidas a familias y a comunidades. El diálogo persistente y corajudo no es noticia como los desencuentros y los conflictos, pero ayuda discretamente al mundo a vivir mejor, mucho más de lo que podamos darnos cuenta”, subraya.
Por eso, afirma que “la falta de diálogo implica que ninguno, en los distintos sectores, está preocupado por el bien común, sino por la adquisición de los beneficios que otorga el poder, o en el mejor de los casos, por imponer su forma de pensar. Los héroes del futuro serán los que sepan romper esa lógica enfermiza y decidan sostener con respeto una palabra cargada de verdad, más allá de las conveniencias personales. Dios quiera que esos héroes se estén gestando silenciosamente en el corazón de nuestra sociedad”.
Para construir en común y llegar a consenso, el Papa insta a tender puentes. “Hablar de ‘cultura del encuentro’ significa que como pueblo nos apasiona intentar encontrarnos, buscar puntos de contacto, tender puentes, proyectar algo que incluya a todos. Esto se ha convertido en deseo y en estilo de vida. El sujeto de esta cultura es el pueblo, no un sector de la sociedad que busca pacificar al resto con recursos profesionales y mediáticos”.
Y es que “lo que vale es generar procesos de encuentro, procesos que construyan un pueblo que sabe recoger las diferencias”. “¡Armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo! ¡Enseñémosles la buena batalla del encuentro!”, clama. Porque “un pacto social realista e inclusivo debe ser también un ‘pacto cultural’, que respete y asuma las diversas cosmovisiones, culturas o estilos de vida que coexisten en la sociedad”.
Es en este punto, en el que el Papa pide un gesto tan sencillo como la amabilidad. “Hoy no suele haber ni tiempo ni energías disponibles para detenerse a tratar bien a los demás, a decir ‘permiso’, ‘perdón’, ‘gracias’. Pero de vez en cuando aparece el milagro de una persona amable, que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un espacio de escucha en medio de tanta indiferencia. Este esfuerzo, vivido cada día, es capaz de crear esa convivencia sana que vence las incomprensiones y previene los conflictos”.
A su entender, “el cultivo de la amabilidad no es un detalle menor ni una actitud superficial o burguesa. Puesto que supone valoración y respeto, cuando se hace cultura en una sociedad transfigura profundamente el estilo de vida, las relaciones sociales, el modo de debatir y de confrontar ideas. Facilita la búsqueda de consensos y abre caminos donde la exasperación destruye todos los puentes”.
En el séptimo capítulo, Bergoglio reflexiona en torno a ‘Caminos de reencuentro’, llamando a la artesanía de la paz. “Muchas veces es muy necesario negociar y así desarrollar cauces concretos para la paz. Pero los procesos efectivos de una paz duradera son ante todo transformaciones artesanales obradas por los pueblos, donde cada ser humano puede ser un fermento eficaz con su estilo de vida cotidiana. Las grandes transformaciones no son fabricadas en escritorios o despachos. Hay una ‘arquitectura’ de la paz, donde intervienen las diversas instituciones de la sociedad, cada una desde su competencia, pero hay también una ‘artesanía’ de la paz que nos involucra a todos”.
Y esta paz se construye junto a los últimos. “Quienes pretenden pacificar a una sociedad no deben olvidar que la inequidad y la falta de un desarrollo humano integral no permiten generar paz”, señala, para luego enfatizar: “Si hay que volver a empezar, siempre será desde los últimos”.
En este apartado, también insta a recuperar el valor del perdón. “Algunos prefieren no hablar de reconciliación porque entienden que el conflicto, la violencia y las rupturas son parte del funcionamiento normal de una sociedad. De hecho, en cualquier grupo humano hay luchas de poder más o menos sutiles entre distintos sectores. Otros sostienen que dar lugar al perdón es ceder el propio espacio para que otros dominen la situación. Por eso, consideran que es mejor mantener un juego de poder que permita sostener un equilibrio de fuerzas entre los distintos grupos. Otros creen que la reconciliación es cosa de débiles, que no son capaces de un diálogo hasta el fondo, y por eso optan por escapar de los problemas disimulando las injusticias. Incapaces de enfrentar los problemas, eligen una paz aparente”.
Para Francisco, “no se trata de proponer un perdón renunciando a los propios derechos ante un poderoso corrupto, ante un criminal o ante alguien que degrada nuestra dignidad. Estamos llamados a amar a todos, sin excepción, pero amar a un opresor no es consentir que siga siendo así; tampoco es hacerle pensar que lo que él hace es aceptable. Al contrario, amarlo bien es buscar de distintas maneras que deje de oprimir, es quitarle ese poder que no sabe utilizar y que lo desfigura como ser humano”.
Y continúa: “Perdonar no quiere decir permitir que sigan pisoteando la propia dignidad y la de los demás, o dejar que un criminal continúe haciendo daño. Quien sufre la injusticia tiene que defender con fuerza sus derechos y los de su familia precisamente porque debe preservar la dignidad que se le ha dado, una dignidad que Dios ama. Si un delincuente me ha hecho daño a mí o a un ser querido, nadie me prohíbe que exija justicia y que me preocupe para que esa persona –o cualquier otra– no vuelva a dañarme ni haga el mismo daño a otros. Corresponde que lo haga, y el perdón no sólo no anula esa necesidad sino que la reclama”.
Para el Papa, “es conmovedor ver la capacidad de perdón de algunas personas que han sabido ir más allá del daño sufrido, pero también es humano comprender a quienes no pueden hacerlo. En todo caso, lo que jamás se debe proponer es el olvido”. “Es fácil hoy caer en la tentación de dar vuelta la página diciendo que ya hace mucho tiempo que sucedió y que hay que mirar hacia adelante. ¡No, por Dios! Nunca se avanza sin memoria, no se evoluciona sin una memoria íntegra y luminosa”, añade.
De hecho, “los que perdonan de verdad no olvidan, pero renuncian a ser poseídos por esa misma fuerza destructiva que los ha perjudicado”. Porque “el perdón es precisamente lo que permite buscar la justicia sin caer en el círculo vicioso de la venganza ni en la injusticia del olvido”.
En este penúltimo capítulo, Bergoglio aprovecha para gritar con fuerza: “¡Nunca más la guerra, fracaso de la humanidad!”. El Pontífice sugiere que, con el dinero invertido en armamento, debería crearse un Fondo Mundial para eliminar el hambre. “La cuestión es que, a partir del desarrollo de las armas nucleares, químicas y biológicas, y de las enormes y crecientes posibilidades que brindan las nuevas tecnologías, se dio a la guerra un poder destructivo fuera de control que afecta a muchos civiles inocentes. Entonces ya no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que los riesgos probablemente siempre serán superiores a la hipotética utilidad que se le atribuya. Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible ‘guerra justa’”, sostiene.
“La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad –continúa–, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal. No nos quedemos en discusiones teóricas, tomemos contacto con las heridas, toquemos la carne de los perjudicados. Volvamos a contemplar a tantos civiles masacrados como -daños colaterales-. Preguntemos a las víctimas. Prestemos atención a los prófugos, a los que sufrieron la radiación atómica o los ataques químicos, a las mujeres que perdieron sus hijos, a los niños mutilados o privados de su infancia. Prestemos atención a la verdad de esas víctimas de la violencia, miremos la realidad desde sus ojos y escuchemos sus relatos con el corazón abierto. Así podremos reconocer el abismo del mal en el corazón de la guerra y no nos perturbará que nos traten de ingenuos por elegir la paz”.
Así, condena la pena de muerte. “El firme rechazo de la pena de muerte muestra hasta qué punto es posible reconocer la inalienable dignidad de todo ser humano y aceptar que tenga un lugar en este universo. Ya que, si no se lo niego al peor de los criminales, no se lo negaré a nadie, daré a todos la posibilidad de compartir conmigo este planeta a pesar de lo que pueda separarnos”, subraya.
En el último capítulo, titulado ‘Las religiones al servicio de la fraternidad en el mundo’, indica que “las distintas religiones, a partir de la valoración de cada persona como criatura llamada a ser hijo o hija de Dios, ofrecen un aporte valioso para la construcción de la fraternidad y para la defensa de la justicia en la sociedad. El diálogo entre personas de distintas religiones no se hace meramente por diplomacia, amabilidad o tolerancia”.
“Desde nuestra experiencia de fe y desde la sabiduría que ha ido amasándose a lo largo de los siglos –añade–, aprendiendo también de nuestras muchas debilidades y caídas, los creyentes de las distintas religiones sabemos que hacer presente a Dios es un bien para nuestras sociedades. Buscar a Dios con corazón sincero, siempre que no lo empañemos con nuestros intereses ideológicos o instrumentales, nos ayuda a reconocernos compañeros de camino, verdaderamente hermanos”. Y agrega: “No puede admitirse que en el debate público solo tengan voz los poderosos y los científicos. Debe haber un lugar para la reflexión que procede de un trasfondo religioso que recoge siglos de experiencia y de sabiduría”.
Para los cristianos, el “manantial de dignidad humana y de fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo. Para muchos cristianos, este camino de fraternidad tiene también una Madre, llamada María. Ella, con el poder del Resucitado, quiere parir un mundo nuevo, donde todos seamos hermanos, donde haya lugar para cada descartado de nuestras sociedades, donde resplandezcan la justicia y la paz”.
En este punto, respalda a los cristianos perseguidos. “Los cristianos pedimos que, en los países donde somos minoría, se nos garantice la libertad, así como nosotros la favorecemos para quienes no son cristianos allí donde ellos son minoría. Hay un derecho humano fundamental que no debe ser olvidado en el camino de la fraternidad y de la paz; el de la libertad religiosa para los creyentes de todas las religiones”, explica.
El Papa urge a seguir dando testimonio de un camino de encuentro entre las distintas confesiones cristianas. Entre el resto de confesiones, tiene claro que es posible un camino de paz, en el que “el punto de partida debe ser la mirada de Dios”. “Los creyentes nos vemos desafiados a volver a nuestras fuentes para concentrarnos en lo esencial: la adoración a Dios y el amor al prójimo, de manera que algunos aspectos de nuestras doctrinas, fuera de su contexto, no terminen alimentando formas de desprecio, odio, xenofobia, negación del otro. La verdad es que la violencia no encuentra fundamento en las convicciones religiosas fundamentales sino en sus deformaciones”, concluye.