Valga la repetición… La Iglesia rural, la de la España vaciada es, seguramente, la que más sufre el síndrome del cepillo vacío. Y es que, si los pocos fieles no van a misa, se hace aún más difícil que colaboren en el sostenimiento de sus parroquias. Algo que conoce de primera mano Alfonso Olmos Embid, sacerdote de la Diócesis de Sigüenza-Guadalajara: “Como párroco encargado de varias parroquias muy desiguales entre sí, unas en el ámbito rural y otras en una zona de gran desarrollo urbanístico de la provincia de Guadalajara, he podido observar muchos contrastes en todos los sentidos como consecuencia del confinamiento y de la vuelta al culto público en los últimos meses, también en lo económico”.
“Hay personas –detalla– que siguen teniendo reticencia a la participación en las celebraciones. En los pueblos pequeños se ha notado el descenso de participantes en las eucaristías y, además, los que asisten no han adoptado nuevos hábitos de colaboración con la parroquia. El sustento de los templos proviene casi exclusivamente de la colecta del domingo y de las típicas subastas en las procesiones, que este año no se han podido celebrar. En alguna parroquia, la única recaudación va a llegar de las pequeñas limosnas que se ofrecen al encender una velita. Gracias a algún donativo que me han ofrecido ‘para cualquier necesidad’, en alguna iglesia, este invierno, no nos cortarán la luz”.
Una situación terrible y que contrasta con la que el mismo sacerdote vive “en el ámbito semiurbano de las parroquias del Corredor del Henares, donde la concienciación ha sido grande y, además de domiciliaciones bancarias, muchas personas nos hacen llegar sus donativos conscientes de los gastos ordinarios, de los pagos fijos contraídos mediante préstamos para pago de obras y de los extraordinarios que han surgido, especialmente para atender a los más necesitados. Ha sido ejemplar la colaboración, también, de empresas, de las instituciones y de las cofradías”.
Otro testimonio lo encontramos en la Diócesis de Astorga, donde Vicente Miguélez atiende a un total de 17 pueblos en la zona de Carballeda. Un ir de un lado a otro constante que, lógicamente, le expone bastante ante una pandemia global. “Acabo de hacerme por quinta vez la prueba”. Con la tensión que supone, pues, en caso de dar positivo, conllevaría ampliar mucho la red de cara a un rastreo para detectar un posible brote.
Y eso que, como constata, se ha reducido mucho la presencia de la gente en las iglesias: “En Peque, el pueblo más grande de los 17 que atiendo, hay unas 130 personas. A otros voy directamente para que me vean… En uno, donde solo hay tres habitantes, voy el primer domingo del mes y nos juntamos un total de 12 personas. Comemos juntos en la casa, charlamos, celebramos la misa… y a veces nos quedamos incluso a cenar”.
Esa, que es su realidad habitual, se ha visto afectada por el COVID-19: “En algunos sitios han pasado de venir unas 40 personas a misa, en invierno y a diario, a hacerlo tres, con tiempo veraniego y en domingo. En otros se ha reducido de unos 80 a los poco más de 20”.
Una caída que, lógicamente, tiene su reflejo en las cuentas de las parroquias: “En 2019, en Peque, llegamos a recaudar 30.000 para la reforma del retablo, entre los donativos de la gente y las subvenciones de la Administración. Este año llevamos recogidos un total de 300 euros… En general, vamos tirando, contando también con el apoyo del fondo especial que la diócesis ha puesto en marcha ante esta situación. Pero sé de compañeros párrocos a los que les está tocando pagar de su bolsillo el recibo de la luz de la parroquia. Por ahora, yo no he llegado a eso, pero sí me tocó en años anteriores, cuando estaba en otras parroquias aún más pequeñas de las que llevo hoy”.
La realidad de nuestra España vaciada, golpeada, aún más si cabe, por una pandemia que ha arrodillado al mundo entero.
Foto: Jesús G. Feria