Para hablar por teléfono con la hermana Donata Ferrari, es necesario una cita y esperar, incluso semanas, antes de que la misionera comboniana abandone Zomea, una aldea en el bosque ecuatorial de la República Centroafricana, y atraviese los 150 kilómetros de un camino lleno de baches a bordo de un todoterreno para llegar a la capital Bangui.
El viaje dura medio día, y en la ciudad, Donata encuentra ese mundo que no puede alcanzar en medio del bosque. Puede utilizar la línea telefónica e Internet. En Bangui hay electricidad, ausente en Zomea, donde la monja regresó en 2019 a un pequeño hospital, el único centro de salud de la región y único dispensario de la zona. Gestionado conjuntamente, encuentra a las combonianas al servicio de los últimos que en este territorio son los pigmeos, una etnia que va abandonando el nomadismo y sujeta al grupo dominante: los bantú.
El ambulatorio de Zomea, con cincuenta camas, funciona con paneles solares y un generador para emergencias. Hace dos años el Papa Francisco donó dos mil euros para activar más recursos energéticos, un cheque que llegó gracias a la visita de una delegación del hospital romano del Bambino Gesù. Aquí llegan madres con niños desnutridos o enfermos de malaria, principal causa de muerte infantil en este lugar de África.
“No tenemos médicos de verdad, las operaciones urgentes las realiza una enfermera con una larga experiencia en quirófano. Los médicos son muy pocos en la República Centroafricana. Para esterilizar las agujas tenemos que esperar hasta que haya un número determinado para ahorrar en los costes de la operación”, dice Donata, hablando en una llamada telefónica de whatsapp que va y viene. Es el mismo canal con el que llama cada dos semanas a su familia en Maranello.
“Desde pequeña soñé con ser misionera en África y luego sucedió que, al crecer, me convertí en enfermera y me fui primero a Uganda y luego a Zambia”. A los veintisiete años, Donata Ferrari decidió convertirse en comboniana, y se fue de Italia: España, Ecuador. Finalmente, Zomea, en 2011, su primer destino en República Centroafricana, seguido de cinco años en Bagandou en un hospital más equipado. El año pasado le pidieron que regresara al bosque de los pigmeos, donde la convivencia con los bantúes es problemática y a veces lleva al desprecio.
“Los pigmeos viven en una especie de encierro, apenas se acercan en busca de ayuda. También es un trabajo cultural y comienza con detalles minuciosos: a menudo tengo que recordar a los pigmeos, que el turno depende de ellos y que no deben ceder el paso a un bantú”, dice Donata para quien este dispensario en la periferia de la periferia “en realidad es el ombligo del mundo” y la relación con los enfermos se convierte en casi familiar de gratitud y reconocimiento mutuo.
“Nos aseguramos de que no sea puro asistencialismo; la salud pública gratuita no existe en Centroafrica, pero históricamente los bantus tienen más poder económico y pueden pagar tratamientos y medicinas. En Zomea, aplicamos tarifas simbólicas para que los pigmeos vengan a recibir tratamiento y comprendan que a cambio de algo pueden conseguir una mejor salud. A veces vuelven a traernos un pollo o polvo de mandioca porque no tienen nada más”.
El corazón de la misión es este. Donata lo cuenta casi asombrada por la atención que despierta en quien están escuchando a miles de kilómetros de distancia. El suyo es un trabajo oculto que no conoce descanso y que abraza especialmente la educación a la maternidad y a la alimentación de las mujeres que vienen con niños esqueléticos. “
Quizás las madres estén bien y los niños están desnutridos, parece una paradoja pero sucede que estas mujeres tienen muchos hijos y son incapaces de alimentar adecuadamente a los más pequeños, o ignoran los principios de la nutrición, o descuidan los hijos tenidos con quien después las han abandonado. No se trata de pobreza material, el bosque está lleno de todo tipo de bienes”. Otras veces, es la malaria: “Niños muy pequeños llegan cuando no hay nada más que hacer y entonces, como mujer de fe, me pregunto por qué está ocurriendo esta injusticia”.
Y luego hay una segunda misión que concierne al personal de enfermería, que necesita formación. “Los cursos de enfermería duran solo nueve meses, no hay obligación de actualizarse, nos conformamos con un manual de Médicos Sin Fronteras y gracias a mi experiencia como enfermera profesional”. Además de la gestión para la que fue enviada, a menudo asiste a las visitas ambulatorias para dar una opinión adicional y elaborar un diagnóstico junto con la enfermera designada para la visita.
“Mi presencia es una ayuda médica, pero es importante para evitar el resurgimiento de antiguos legados de poder incluso involuntarios entre la enfermera bantú y el paciente pigmeo. Si tengo que encontrar una similitud diría que muchas veces siento que engraso los mecanismos de las relaciones para que las cosas vayan en la dirección correcta”.
*Artículo original publicado en el número de septiembre de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva