Lenguaje, fronteras, poder, desobediencia, son palabras recurrentes en las reflexiones sobre la sororidad de un grupo de mujeres que la viven de diferentes formas. Cristina Simonelli, presidenta de la Coordinación de teólogas italianas, profesora de Historia de la Iglesia y Teología Patrística en la Facultad de Teología de Italia septentrional, 36 años de vida en contextos gitanos.
Antonietta Potente, teóloga, monja dominica de la Unión de Santo Tomás de Aquino, 20 años en Bolivia, profesora universitaria allí y después en Verona, donde ingresó en la comunidad filosófica femenina Diotima. Paola Lazzarini, socióloga de la religión, presidenta de la asociación Mujeres por la Iglesia.
Patrizia Morgante, responsable de comunicación de la UISG. Anna Maria Vissani, monja de las Adoratrices de la Sangre de Cristo, teóloga moral, miembro del comité jurídico para la nulidad matrimonial de la diócesis de Jesi, ex presidenta de Uism en las Marcas. Cristiana Gualtieri, profesora de religión en Porto Sant’Elpidio.
Es Cristina Simonelli quien de inmediato plantea la cuestión del lenguaje, “que se nos resiste, no es neutral. Aunque me molesta la declinación masculina, en algunos casos yo misma, tengo que escribir fraternal en lugar de ‘hermanal’. Para hablar de nosotras, no me gusta ceñirme a una categoría: uso indiferentemente feminismo, perspectiva de género, diferencia”.
Para Antonietta Potente, “sobre todo en la Iglesia, las cosas que se dicen de las mujeres son algo confusas. Quizás ni siquiera nosotras tenemos un lenguaje tan claro, vivimos en la vacilación. Creo que estar entre mujeres nos da una gran autoridad. Deberíamos ser las primeras en eliminar la distinción entre religiosas y laicas: todas somos mujeres y nadie forma parte del clero. Todas somos laicas. Esta es la verdadera distinción dentro de la Iglesia: ser clero o no serlo. Y es una gracia, este laicismo, porque nos autoriza a sentirnos liberados, fuera de un esquema: es mi espiritualidad la que me puede hacer decir que crecí según la tradición dominica, no mi ser monja. Por supuesto, hay injusticia, porque nos la han impuesto”.
Sororidad, agrega Anna Maria Vissani, “no significa encerrarnos en nosotras, sino dejar que florezca un lenguaje un poco más femenino, que es de lo que habla el Papa Francisco. Yo lo he vivido en las relaciones con los hombres: de joven monja, única mujer en la facultad de teología, algunos seminaristas o sacerdotes lloraban en mi hombro. Fue muy difícil. Siempre me decía a mí misma: tengo que mantener la distancia, porque soy una mujer consagrada. Pero acepté correr el riesgo y vi que, incluso temblando, podemos dar mucho a los hombres. Hoy escucho y acompaño a muchas parejas en crisis o separadas”.
Paola Lazzarini se define como “una hermana (de un hermano) sin hermanas. Siempre sentí la necesidad, lo busqué en otra parte. Tras licenciarme, entré en la comunidad de Auxiliares de Almas del Purgatorio y descubrí qué es la sororidad: no elegirnos, sino encontrarnos, tener que elegirse, aprender a estar juntos, no cerrar la puerta en la cara y esconderse en la habitación. Fue maravilloso. Me quedé 5 años, hice votos simples pero no perpetuos. Luego me casé y tuve una única hija, fue muy difícil aceptarlo. De nuevo, este tema llamaba a mi puerta en forma de falta: no pude convertir a mi hija en hermana”.
De esta historia “me llegan ecos –confiesa Patrizia Morgante– a pesar de no haber tenido la experiencia de la maternidad. Y no puedo escuchar historias de dolor, de violencia contra las mujeres; como si sintiera las vibraciones de este dolor dentro de mí. Me pregunto si mantenemos dentro de nosotros la voz de un inconsciente femenino colectivo. Creo que la sororidad está muy ligado a la relación con el alma, con la parte más íntima de nosotros, que nos empuja a narrarnos y que nos da autoridad… La UISG es un lugar ‘hermanal’, porque nuestro objetivo es dar a las hermanas la posibilidad, en su diversidad, de emerger. Nos estamos abriendo a otras formas de vida consagrada, un impulso para ir más allá de fronteras y límites”.
Para Cristina Simonelli: “El término sororidad lo veo como la posibilidad de traspasar fronteras. Decir sororidad en la Iglesia católica significa pensar en mujeres laicas y religiosas sin distinción, para quienes ser mujer es lo primero. Significa un compromiso ecuménico total, no para una sola iglesia y más allá de las iglesias. Experimentar vínculos, alianzas más allá de cualquier confinamiento. Como dice Soave Buscemi, misionera laica, estando y disertando”.
Cristiana Gualtieri, ha vivido la sororidad como experiencia de escucha, de estudio, de relectura coral de los textos. “He profundizado en la Biblia la competición entre hermanas como Lia y Raquel, la alianza entre extranjeras como Noemí y Rut, la plena acogida recíproca entre no consanguíneas como Isabel y María. Siento la necesidad de un espacio: en mi parroquia ya no lo encuentro, desde que dejé de ocuparme de los servicios clásicos como el canto o el catecismo”.
Antonietta Potente cita a Simone de Beauvoir: “Mujer no se nace, se hace. Yo, la conciencia de nuestra diferencia la encontré entrando en una congregación: el camino de identificación con mi identidad profunda ha coincidido con un camino de transformación espiritual. Tuve la suerte, en Bolivia, de estar dentro de una cultura indígena, donde la mujer tiene un rol particular”. Dice que en América Latina, la teología femenista ha tenido que afrontar fuertes críticas por parte de las jerarquías en los últimos decenios. “En la universidad no era fácil; pero eso nos provoca el deseo de encontrar otras compañeras de viaje. Creo que debería ser así también en política”.
“A mí me duele mucho –se une Anna María Vissani– ver mujeres que logran hacerse un camino en la política e imitar a los hombres. También podríamos caer nosotros, dentro de la Iglesia”. Y de hecho, el poder puede complicar las relaciones entre mujeres.
“No creo –dice Cristina Simonelli– que la sororidad sea una cuestión romántica: de sentimiento sí, de cariño sí, pero también prevé conflicto, diferencias. Y la categoría de la autoridad, la cuestión de su gestión. Porque una autoridad que no tenga la posibilidad de actuar, que no tenga un poder, no sé si es una autoridad. Incluso en una asociación como la Coordinación de las teólogas. Intento gestionarlo para ser el pivote para autorizar a otras. Pretendo pensar en la autoridad como la autorización de otras”.
El tema del abuso de conciencia en las comunidades religiosas no es un tabú. “Lo vemos –dice Patrizia Morgante– porque las monjas son personas”. E introduce un nuevo tema: “La sororidad me hace pensar en mujeres desobedientes. Creo que hay una conexión con el Cosmos que nos nutre, porque nos sentimos víctimas como la Tierra… la nueva cosmología quizás nazca de esta nueva forma de ser ‘hermanales’”.
En la vida religiosa, continúa Antonietta Potente, “si las mujeres han desobedecido, han tenido la posibilidad de cultivar una inmensa creatividad. Pero si se quedaron sólo en el ámbito institucional, éste ha sido guiado por hombres. Las comunidades religiosas han tenido marcas masculinas, precisamente en ese aspecto que los hombres desconocen; porque si hay desastres comunitarios, son a nivel de relaciones masculinas permeadas por el individualismo. Además, somos seres humanos y, a veces, la relación entre mujeres es cansada. Entre nosotras, la autoridad debería ser más parecida al carisma, debería descubrirse siguiendo un camino de identidad. Entre los hombres, en la política, en la Iglesia, la autoridad es un rol, una posición: en cambio, cuanto más nos transformamos, más percibimos que cada una tiene su propia autoridad. La sororidad es un vínculo cosido con el hilo del cariño: no depende de los roles, de quién es la madre superiora hoy o quién será la próxima”.
Según Paola Lazzarini, “la palabra autoridad viene del latín autor, pero también de augere, hacer crecer. Me gusta el ejemplo que estamos recibiendo de ‘The Squad’, las diputadas demócratas estadounidenses procedentes de minorías étnicas; su capacidad de hacer equipo. Tenemos la suerte de no ser formadas y ejercer el poder como los hombres, y esto nos da la posibilidad de hacerlo de forma libre, creativa, que hace crecer al otro, autoriza: si no es generativo, el poder de por sí, puede ser mortífero. A mí manera, sin estudios teológicos, he reunido a unas treinta amigas de Italia para escribir ‘El manifiesto de las mujeres para la Iglesia’. De aquí nace la asociación que presido. La idea es vivir la alianza entre mujeres valorizándose unas a otras, buscando un lugar y no conformándose, funcionar como ganzúa. He buscado alianzas en el extranjero y hemos dado vida a una red, Catholic Womens Council. Es un gran estímulo y a veces fuente de frustración: como activista, veo manifestaciones, como la huelga general de las Mujeres de María 2.0 en Alemania, y veo lo que nos cuesta en Italia. Es importante no sentirse solas, que es la esencia del ser hermanas”.
Vissani cuenta: “La Iglesia quiso imponer a nuestra fundadora, Santa María De Mattias, enseñar en la escuela, sin predicar en la iglesia, ni reunir gente. Lo hizo. Un carisma, una inspiración, siempre viene de una identidad fuerte y la mujer misma debe parir, tenemos un útero en nuestro ADN”. El abuso de conciencia tiene que ver con los rasgos femeninos: “Entre nuestros instintos está la rivalidad. La relación con el poder no es la misma para todos. En los encuentros internacionales no es fácil entendernos, venimos de diferentes culturas. Sigo al Papa cuando dice que al final el Espíritu Santo lanza todo por los aires… en nuestros Institutos, aún no lo ha logrado”.
*Artículo original publicado en el número de octubre de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva