En un momento de su vida, Almea Bordino siente que cocinar en su restaurante de Addis Abeba ya no le basta, y que tiene que ayudar a los pobres agolpados en las aceras, que no tienen qué comer, ni la posibilidad de alimentar a sus hijos: y comienza a repartir comida y agua a los que no tienen nada. En 2002 Almea divide su tiempo entre su negocio de restauración, sus hijos pequeños y ayudar a los más pobres. Luego cierra el restaurante y se dedica exclusivamente a los últimos.
Se muda a una casa de pocas habitaciones en el centro de la capital de Etiopía, el segundo país más poblado del continente africano, dos años después del fin del último conflicto con Eritrea que costó la vida a 50.000 personas, una guerra que estalló por un territorio en disputa, concluye en 2018 con el histórico abrazo entre el primer ministro etíope Abiy Ahmed (premio Nobel de la Paz) y el presidente de Eritrea Isaias Afewerki. Ese año los pobres aumentan visiblemente en Addis Abeba, por el flujo de eritreos.
La historia de esta mujer ítalo-etíope, hermosa y sonriente, hoy de 53 años y rostro de niña enmarcado en una cascada de cabello negro, continúa en la periferia extrema de la ciudad, donde busca más espacio, una casa más grande a pocos pasos de los barrios habitados por los pobres que llegan a la capital desde zonas rurales, expulsados de los campos de guerra y la carestía, que aquí encuentran solo chozas de chapa, hambre y desesperación: aquí, hace dieciocho años, nació el centro benéfico San José de Almea Bordino.
Al principio, es un comedor para los pobres y Almea, junto con un fraile capuchino, el padre Tommaso Bellesi, distribuye comida y agua a todos los desamparados de la ciudad: lo hace con sus manos, mirando a la cara a hombres, mujeres y niños agotados por el hambre y la sed, la otra cara de la metrópoli africana. Una vez al día, les da a estos pobres un cuenco de ingiera, pan local hecho de toff, con wott, la salsa picante etíope y un poco de agua.
“La pobreza me rodeaba, familias enteras de mendigos vivían y viven acampadas en las aceras. Sentí la necesidad de comprometerme con el prójimo, con los más pobres, y decidí cerrar definitivamente el restaurante y ponerme al servicio de los más necesitados. Es el Señor quien me lo pidió”, dice. Pasan pocos meses y ahí, en esa casa de la periferia, Almea comienza a ofrecer más, una ducha y escucha, trata de entender qué necesitan esas personas que viven en condiciones tan desesperadas.
“Se necesitaba de todo, no solo comida –cuenta–. Esas personas pedían escuela, educación para sus hijos, consejos, asistencia, medicinas, y comenzamos a organizarnos para responder a sus necesidades”. El Centro se amplía, los servicios ofrecidos se multiplican y también la generosidad de las donaciones, sin las cuales nada hubiera sido posible. Además de las comidas, logra ofrecer ropa, asistencia médica, escuela y uniformes, préstamos para pequeñas empresas, conexiones de luz y agua, una casa. Catorce mil pobres encuentran ayuda y asistencia en el Centro San José.
Almea no duda en sacrificar incluso su vida con su marido, optando por dedicarse a sus dos hijos pequeños por la noche, al regresar del trabajo al servicio de los últimos. Ahora son 10 voluntarios y 33 trabajadores con contrato. Su viaje hacia los débiles lo cuenta así: “Nací en Asmara, y de pequeña veía a mi abuela que acogía en su casa a los leprosos, los mendigos, los enfermos: les curaba, les lavaba, les daba de comer, desatando los agravios de los hijos, de mi madre que se quejaba de que traían pulgas y piojos a casa. Desde entonces los pobres han sido un imán para mí”.
Ahora algo ha cambiado. El gobierno de Addis Abeba, le pidió a Almea que se ocupara de los niños de la calle que esnifan pegamento. Son muchos, sesenta mil según datos oficiales, vienen de toda Etiopía, tienen entre 10 y 16 años, viven debajo de puentes y en alcantarillas, o en paradas de autobús, debajo de las marquesinas, son los descartes de la sociedad. Algunos son seropositivos, hay niñas que se prostituyen para sobrevivir.
Esnifan pegamento para soportar mejor el frío y el hambre. Se apilan en el Bloque de Addis Abeba, en la periferia de la ciudad, pero el gobierno quiere construir una casa, por eso Almea además de dedicarse a los 1.200 niños que van a la escuela, a los que asisten a los cursos de artesanía, a los enfermos de elefantiasis, ahora piensa en los niños de la calle. Algún problema se encuentra. “Queríamos unir nuestros tres centros en un edificio grande, pero estamos estancados. Estoy en crisis. Me pregunto si el Señor, con estos obstáculos, no me está enviando una señal”. Almea dice que la fe la ayudará a decidir lo mejor.
*Artículo original publicado en el número de octubre de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva