Entre la Santa Sede y los Estados Unidos de América no todo ha sido siempre de color de rosa. De hecho, hasta 1984 no establecieron relaciones diplomáticas y, si entre Ronald Reagan y Juan Pablo II pudo hablarse de una complicidad estratégica e ideológica, el mismo Papa polaco fue muy crítico con la invasión de Irak decidida por George Bush. Pero no recuerdo una mayor distancia de posiciones y frialdad que la que ha reinado desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
La diferencia de caracteres y de criterios entre ambas personalidades ya quedó de manifiesto durante el viaje de Francisco a México en febrero de 2016. Regresando a Roma, el Papa declaró a los periodistas: “Una persona que solo piensa en construir muros, sea donde sea, y no puentes, no es cristiano. Esto no es el Evangelio. (…) Si esa persona –se refería al entonces candidato a la presidencia– dice esas cosas, no es cristiano”.
Trump le había acusado previamente de ser un instrumento del Gobierno mexicano en su política migratoria y rechazó con cierta virulencia que el Papa pusiese en duda sus creencias religiosas.
Al año siguiente, ya como presidente, de regreso a Washington tras un viaje a Oriente Medio, el primer mandatario norteamericano solicitó ser recibido por el Papa. La audiencia tuvo lugar el 24 de mayo de 2017 y la entrevista entre ambos no llegó a la media hora; 29 minutos, para ser exactos… Teniendo en cuenta la traducción, llegaron a hablar unos 15 minutos.
Todo trascurrió en un clima de notoria frialdad que solo se relajó cuando hicieron su entrada en la Biblioteca del Palacio Apostólico la esposa y la hija del presidente, Melania e Ivanka, con su marido, Jared Kusher. Al despedirse del Pontífice, Trump le susurró: “No olvidaré las cosas que usted me ha dicho”. Palabras que, como se vio después, se las llevó el viento.
Efectivamente, durante sus cuatro años de presidencia, Trump ha proseguido su inhumana ofensiva contra los emigrantes, especialmente los latinoamericanos, sin olvidar la prohibición de entrada en los Estados Unidos a los provenientes de siete países islámicos, entre los que, paradójicamente, no figura Arabia Saudí.
Pero hay más; algunos de los potentes círculos económicos que llevaron a Trump a la presidencia han financiado y siguen financiando asociaciones católicas y medios informativos hostiles al Papa argentino. Animador de estos sectores ha sido Steve Bannon, que fue director de la campaña electoral del magnate neoyorkino y cuya amistad con el cardenal Raymond Leo Burke no es un misterio para nadie.
No podemos no aludir a la acción perseverantemente crítica del arzobispo Carlo María Viganò, convertido en uno de los sostenedores más activos de la campaña para la reelección del por ahora ex presidente. Durante sus años como nuncio apostólico en Washington, favoreció nombramientos y promociones de prelados disconformes con las reformas bergoglianas y sostenedores, por tanto, de las tendencias involucionistas de los teocons.