El novelista Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) –por siempre el autor de ‘La verdad sobre el caso Savolta’ (1975) y ‘La ciudad de los prodigios’ (1986)– no suele tener necesidad de explicarse. Pero con la Biblia sí que ha querido hacerlo. En ‘Las barbas del profeta’ (Seix Barral), muestra su fascinación por los relatos bíblicos pero, a la vez, no puede dejar de recordar esa misma Historia Sagrada con la mirada infantil e inocente del niño que fue en la España de la posguerra.
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“No exagero al afirmar que la Historia Sagrada que estudié en el colegio fue la primera fuente de verdadera literatura a la que me vi expuesto”, reconoce. “Por supuesto, recordaba su contenido, hasta los más mínimos detalles –añade–, pero me había convertido en un librepensador tan furibundo como el más furibundo de los creyentes, y nuevos referentes literarios acaparaban mi atención. Más tarde, por otros vericuetos, me sumergí en la lectura de la Biblia y dediqué mucho tiempo a estudiar comentarios, exégesis e interpretaciones”.
Mendoza describe la Biblia como parte irrenunciable de “nuestra tradición cultural”, y ese es el punto de vista que escoge para narrar ‘Las barbas del profeta’. Expone por qué la Biblia influyó en su formación como escritor, cómo aquella asignatura de Historia Sagrada abrió en “el imaginario del muchacho que fui” una poderosa puerta a la fascinación por la palabra escrita.
“Al fin y al cabo, la Biblia es un compendio de muchas cosas: crónicas, profecías, consejos prácticos, poemas amorosos, imprecaciones, sermones, normas de conducta y hasta recetas de cocina”, apunta en su ensayo, en el que está tan presente el niño impresionado por Adán y Eva, el arca de Noé o la Torre de Babel como el lector que relee los textos bíblicos como ejercicio literario. Tanto que son indistinguibles.
Referente cultural
“Aunque no soy creyente, crecí en un mundo dominado por la religión y recibí una instrucción religiosa no sé si sólida, pero sí muy tenaz. La mayor parte de las manifestaciones religiosas me son conocidas en mayor o menor grado de intensidad”, aclara. En vez de “hostilidad” o “indiferencia”, como él mismo cita que se podría esperar de quien no cree, el ganador del Premio Cervantes en 2016 admite que su actitud con la fe, “al menos en términos generales”, ha sido “el respeto y el estudio”.
A veces, trata el relato bíblico de “mitología”; otras, de “grandes mitos”: “No hablo de la Biblia, sino de la asignatura titulada Historia Sagrada”. No en vano, advierte que “sobre la Biblia se ha escrito mucho, y mis escasas lecturas solo me permiten vislumbrar la magnitud de mi ignorancia a este respecto”. La Creación, Caín y Abel, el diluvio universal, la Torre de Babel, Abraham, Isaac y Jacob, José y sus hermanos, la travesía del desierto, están vistos por los ojos de un narrador que, además de examinarlo como material literario, lo expone como irrenunciable “referente cultural”.
Para Mendoza, la Biblia es, al fin y al cabo, parte del propio lenguaje. “Para los demás, el propio lenguaje lleva implícito el relato. Los grandes mitos son persistentes. A veces, pierden la vigencia y pasan al desván de la erudición, para el consumo de especialistas –continúa–. Pero, aun en estos casos, siguen existiendo, transformados en relatos contemporáneos: no es difícil rastrear las semblanzas de los personajes bíblicos en novelas, películas y series de televisión”.
Por ello, promulga en la Nota del autor: “A fin de cuentas, la tradición cultural no es más que un puñado de historias muy antiguas que se cuentan sin cesar, de generación en generación, como si fueran nuevas, como si fueran sagradas, en un sentido laico del término”.