Nadie ha usurpado el nombre de Dios como lo ha hecho Diego Armando Maradona sobre un campo de fútbol. Y no porque él quisiera reconocerse sagrado –al fin y al cabo, solo adoraba a la pelota–, sino porque, con plena unanimidad, los fieles de la “religión” del fútbol le ascendieron al altar como único y verdadero. “Dios ha muerto”, tituló L’Equipe sobre una foto del ‘10’ con la camisola de Argentina. Y al ‘10’ le han despedido, desde Buenos Aires a Nápoles, en una vuelta al mundo de lágrimas y pesar, añoranza por un jugador que simbolizó como nadie el misterio de un deporte que no tiene fronteras.
“Era un héroe trágico, una figura literaria, al que todos le hicimos sentir Dios a su pesar”, le describe Manuel Jabois. Y así es. Ha muerto Diego, el jugador, el pibe, el autor del gol con “la mano de Dios” –como él mismo definió esa jugada ilegítima– contra Inglaterra, el mismo partido de aquel otro que Víctor Hugo Morales definió como “el gol más bello del mundo”. Aquella victoria, aquel Mundial de México 1986, con Maradona en lo más alto, levantando el dorado trofeo, fue la explosión de una divinidad. Nadie levantó más expectación que aquel niño de Villa Fiorito.
En Argentina, un país que despertaba del mal sueño de la dictadura, aquel zurdo fue un ídolo del pueblo y de la esperanza. “Ofreció una salida a su frustración colectiva y, por eso, la gente le adora allí como una figura divina”, ha explicado –y no en vano– su ex compañero en la selección Jorge Valdano. “Reflejó las creencias y las necesidades colectivas de los despojados, de los pobres, de los que necesitan creer que Dios está cerca y, por eso, se identificaron con Diego, como antes con Evita”, interpreta el sociólogo Eliseo Verón.
En Nápoles encarnó la revolución frente al norte, frente al dinero de Milán y Turín. Y en un campo de fútbol –el viejo San Paolo, que ahora pasará a llamarse Diego Armando Maradona–, hizo el milagro de la felicidad para una sociedad aprisionada entre la mafia y el drama. “Que te acoja el Padre de la misericordia, tú que has hecho soñar y llorar a millones de tifosi que aquí, treinta años después de tu marcha, te aman por haber llevado al Nápoles a la cumbre de Italia y de Europa”, escribió en un tuit sor Rosa Lupo, una clarisa capuchina que exhibe la devoción por un futbolista que trascendió toda la lógica, e incluso toda la pasión.
También en el sur de Italia ven aún al ‘10’ como un “Dios del fútbol”. En San Paolo, solo verlo calentar, sin necesidad de que los 90 minutos echaran a andar, era toda una liturgia. También lo fue en el Nou Camp. Pero todo aquel peso de divinidad, por más que fuera profana, al hombre que muchos de sus amigos –y compañeros– definían como inteligente, generoso y humilde le transformó fuera del verde, fuera de la cancha, fuera del rectángulo de juego, en un “pobre diablo” alimentado por el alcohol, la cocaína y los malos consejeros. “Un Dios que no era un santo”, le definió en el último adiós Clarín.