En julio de 2011, un equipo de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, volcada con la memoria histórica y con las víctimas de nuestra Guerra Civil que aún permanecen enterradas en fosas comunes, trabajaba a fondo en una situada en el municipio burgalés de La Legua, muy cerca de Aranda de Duero. Allí, junto a otros 58 cuerpos, se encontraron con los restos de uno que les sorprendió: el de un sacerdote, acompañado de su crucifijo.
Tras identificarlo, supieron que se trataba de Emiliano María Revilla (1880-1936). Su nombre real era Eloy Gallego Escribano, pero debía su sobrenombre a su pueblo natal, el municipio burgalés Revilla-Vallejera. De familia militar, este joven apasionado siguió la tradición y en 1898, a los 18 años, se enroló en el ejército. Tras ejercer como capitán en Santoña, su intento por proteger a unos subordinados suyos, culpables de una falta leve, motivó el fin de su carrera militar. Tras un arresto y ser “desterrado” a Canarias, en 1906 abandonó la milicia.
Nació entonces en él la vocación religiosa. En 1917 se consagró sacerdote y entró a formar parte de los franciscanos capuchinos, adoptando entonces el nombre de Emiliano María Revilla. Pero su doble vocación se unió al fin en 1921, cuando, en plena Guerra de Marruecos, llegó la conmoción nacional del Desastre de Annual, una batalla que se saldó con derrota española ante las tropas de Abd el-Krim y, lo que es peor, con hasta 10.000 de nuestros soldados muertos. Sin dudarlo, el padre Revilla pidió ser enviado como capellán castrense a Marruecos.
Allí se encontró con un panorama desolador: cientos de cuerpos mutilados y arrojados en pleno campo. Jugándose la vida en más de una ocasión, pudo dar digna sepultura a muchas de las víctimas. Incorporado al frente, su valor y heroísmo al auxiliar a los legionarios heridos en pleno combate (recibiendo diversos impactos de bala) llevó al entonces general Francisco Franco, fundador de la Legión junto a José Millán Astray, a proponer que le fuera concedida la Laureada de San Fernando, aunque esta nunca llegó. Eso sí, lo que no le faltó fue la admiración de todos los soldados, que se sentían siempre confortados por él antes de entrar en batalla (son icónicas las fotos en las que aparece bendiciendo, crucifijo en mano, a los legionarios).
Lo cambió todo su incursión en territorio enemigo para tratar de rescatar a soldados españoles cautivos en cárceles marroquíes. Tras negociar con sus autoridades el precio de un rescate, este fue pagado por el Gobierno, pero un año después. El propio rey Alfonso XIII habría puesto reparos para rescatar a quienes se habían “dejado atrapar”. Al fin, cuando el dinero llegó, fue ya muy tarde para varios soldados, que murieron por las pésimas condiciones en las que estaban.
Hastiado, el padre Revilla criticó con dureza la política española en la región y, tras recibir amenazas, tuvo que exiliarse un tiempo en Portugal. Ya en la II República, agudizó sus protestas contra la Monarquía. La Guerra Civil le sorprendió en Revilla-Vallejera. Como explica a Vida Nueva José Ignacio Casado, de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, “le costó la vida el ser alguien libre y adelantado a su tiempo. En esos sangrientos días de julio de 1936, su rebeldía le llevó a clamar contra los asesinatos de muchas personas inocentes en la retaguardia. Creemos que una familia local le denunció y, al poco, fue detenido y llevado a la Prisión Central de Burgos. El 4 de septiembre, salió en una saca y fue fusilado a unos 70 kilómetros de allí”.
“Quien firmó –relata– la sentencia de muerte de este sacerdote fue el general Fidel Dávila [responsable del Frente Norte tras la muerte de Mola]. Llama mucho la atención que se tratara de un católico hasta la médula, de misa diaria… Con él en las funciones de gobernador civil de Burgos se dio la represión más dura. Solo en la zona de Aranda de Duero están, repartidos en distintas fosas, los restos de 735 personas, de las que hemos identificado a 488. Fue algo organizado, como demuestra el que las fosas compartan medidas exactas, de unos 50 metros cuadrados”.
En el caso de la fosa del padre Revilla, “en ella hay 59 cuerpos repartidos en ocho grupos diferentes, siendo muchos de ellos trabajadores ferroviarios. De entre las fichas repartidas en la fosa, con las que dejaban constancia de su entraba en el trabajo, emergió el crucifijo. Pronto comprobamos que era del padre Revilla, que sabíamos que había estado encarcelado en Burgos”. El destino pudo haber sido muy diferente para el sacerdote y para todos los que murieron esas semanas: “El 8 de octubre llegó una comisión internacional de la Cruz Roja al penal burgalés. Al pedir datos de todos los encerrados, ya se frenó en seco esa represión sin control que hubo hasta entonces”.
Comprometidos con su causa, desde Aranzadi y la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, siguen buscando a posibles familiares vivos del Padre Revilla: “Creemos que se deben apellidar Conejero Manzano y viven en Extremadura”. Sería un bonito modo de cerrar el círculo que los suyos tengan el crucifijo de quien lo abrazó en el último momento y con el que tantas agonías bendijo.
Foto de apertura: Óscar Rodríguez (Aranzadi).