Cuando Yosef abrió la puerta maltrecha de aquella cuadra, una bocanada de aire contenido y poco ventilado inundó sus narices como un soplo. En milésimas de segundo recordó aquel texto de la Torá en el que Dios soplaba su aliento en el rostro arcilloso de Adán antes de tomar vida. La luz de aquel atardecer frío se colaba por un ventanuco mal tapado con una ajada y sobada esterilla que colgaba del muro. En un golpe de vista pudo observar dos animales recostados en un extremo de la sala, un pesebre y un montón de paja limpia.



Unos viejos cestos de hoja de palma con unas negras costras de algún fruto estropeado y podrido como el primer pecado, y en la oscuridad de un rincón, una tinaja de barro. Al escuchar un gemido de Myriam, que llevaba entre los brazos, volvió a la realidad, su mujer estaba de parto, y ese era el mejor lugar que había encontrado para que se produjera el milagro de la vida.

Con todo temor y temblor, él, que nunca había asistido a un alumbramiento, se veía en la necesidad de ayudar a su esposa a dar a luz un hijo que no era suyo pero que el mismísimo Adonai le había encomendado. Yosef estaba de pie, sosteniendo a su mujer en mitad de una incertidumbre que le atemorizaba, solo la fe en el Dios de las promesas le servía para seguir dando pequeños pasos.

Estaba agotado por el viaje, varios días caminando desde Nazaret a Belén, su patria, preocupado por su compañera encinta, sin seguridades durante aquella peregrinación que le llevaría a estampar su nombre en un censo romano. Los mensajes ocultos que un ángel había revelado una noche en su oído, le hacían confiar y dejar a un lado lo mal que se sentía por haber tratado a Myriam de esa forma cuando le explicó que estaba embarazada, y aunque gracias a esos oráculos había cambiado de opinión, su primera intención había sido repudiarla en secreto y dejarla a su suerte.

Aún oía latir, sigilosa, su culpabilidad; con todo, alababa a su Dios por haber estado grande con ellos y darle un poco de luz en el fondo de su corazón. Este peso le había acompañado los últimos meses, también en este viaje, por eso notaba su columna más encorvada que de costumbre, los aguantes del alma siempre terminaban por encorvar las espaldas.

La amaba con todo su corazón, ahora miraba su fragilidad y el milagro que en ella se estaba gestando, y no podía contener las lágrimas. De una alforja sacó una sábana de blanco lino con olor a tomillo, donde acomodó a la joven sobre un manto de paja limpia para hacer más agradable la dureza de un suelo sobre el que el Masiah había decidido venir.

¿Por qué prefería Yahvé la dureza de un suelo terroso para que su hijo naciera? Allí no había brocados ni tafetanes, tampoco rasos. El carpintero la contemplaba, en silencio, se miraban a través de unas pupilas llenas de mensajes, una profundidad que comunicaba con el alma de cada uno de ellos y que, a través de sus manos entrelazadas, se unían en una sola.

Alumbrar con dolor

Myriam forzaba sus músculos para abrir paso a la vida del que era la vida misma. Le sorprendía que el dolor fuera el modo de alumbrar lo más maravilloso de la existencia: el nacimiento de un hijo, que, a través del canal del parto, buscaba la luz y la libertad, como hiciera el pueblo de Israel al atravesar aquel mar Rojo hasta llegar a la otra orilla de una nueva morada, precedida de cuarenta años de peregrinajes por desiertos de infidelidades y pruebas. Parece que Adonai tenía un gusto especial por los caminos de encuentro que obligaban a su pueblo a peregrinar.

El último de los gritos de aquella joven madre precedió al cuerpo pequeño y frágil de un Hijo que se les daba y que aún no lloraba ni respiraba. En ese momento, en el segundo que precedía al llanto, todo el universo contuvo la respiración. Un Dios hecho carne callado, un instante de eternidad enmudecido, una pequeñísima parte de tiempo en la que se condensaba toda la existencia expectante en el que los siglos venideros y postreros miraban contenidos y boquiabiertos, y que estalló en júbilo cuando con fuerza rompió a llorar el Dios con nosotros la primera vez de la historia; no sería la última. Nunca antes Dios había respirado desde la carne.

Yosef colocó a Yeshua junto a su madre; cortado el cordón umbilical, derramó la primera sangre por unos hombres que terminarían exigiéndosela toda ella, hasta la última gota, cuando decidieron que no volviera ni a llorar ni a respirar más, pocos años después.

Mientras Myriam se deshacía en arrumacos con su hijo regalándole los primeros besos que cubrían esa carne, Yosef se dedicó a acondicionar un poco mejor aquella imprevista habitación, que por las prisas del nacimiento no había podido ordenar. Sacó algunos enseres y comida del hato, que colocó sobre unas baldas alabeadas de madera en una pared. Fue en ese instante cuando descubrió que aquella tinaja esquinada contenía un aceite claro; el artesano se alegró de ello, pues con él pudo encender algunas mechas de tela introducidas en lucernas que alumbraron la sala ante la noche que había llegado.

La noche siempre fue un discreto testigo del plan salvador de Elohim con su pueblo. Desde que Abraham intentara contar las estrellas del cielo, Dios gustó del tiempo nocturno para seguir hablando a Israel. Es en la noche cuando los corazones se abren, cuando los secretos se desvelan y los enamorados declaran su amor, también Dios.

Por eso aprovechó la noche para abatir a los primogénitos de Egipto no marcados con la sangre de un cordero, mientras con sus elegidos celebraba su paso, la Pascua, en la intimidad de su casa. Aprovechó la noche para llamar a Samuel en sueños, un nombre pronunciado tres veces; a Yosef para revelarle la virtud de su esposa y el nombre de su hijo. Ahora, en mitad de la noche nacía su Palabra entre la paja limpia de una cuadra en Judea.

De noche y a oscuras

Era curioso comprobar cómo no se habían dado cuenta de que, hasta ese momento, no habían tenido ningún tipo de luz, y que a oscuras y de noche, habían recibido a su hijo; parecía como si, en el transcurso del parto, toda la cuadra hubiera estado perfectamente iluminada, solo ahora percibían que no habían encendido ningún tipo de luz. Encendidas varias de ellas, los tonos cálidos y anaranjados del fuego hicieron más confortable, si así se podía decir, la estancia en aquel último rincón de Belén, pues no habían encontrado otro donde fueran recibidos.

Yosef abrazaba a Myriam, que a su vez llevaba entre los brazos a su hijo. Sus brazos fuertes, esculpidos por el cincel, la gubia y la madera, protegían ahora a su mujer, que se deleitaba en ellos como la esposa del Cantar de los Cantares, segura, protegida y cubierta de besos. Ella entonaba suavemente, arrullando a su hijo recién nacido, algunos versos aprendidos de memoria desde niña: “Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Tu mujer, como parra fecunda,  en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa”. Hubieran querido detener el tiempo en ese momento, los tres, pobres y cálidamente abrazados en una noche de amor donde el cielo había decidido descender hasta el valle del mundo.

Abrazados como estaban, oyeron que alguien llamaba a la entrada, Yosef se levantó para recibir y descubrir que algunos hombres, que por sus vestimentas parecían pastores, querían algo de ellos. El artesano les hizo entrar, siempre hospitalario como dictaba la Torá. Estaban por turnos velando el rebaño, cuando el cielo se había rasgado y una legión de ángeles que daban gloria a Dios les habían anunciado que un Salvador les había nacido, y cuya señal sería una estrella y un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre.

Subieron desde el valle hasta la misma cuadra donde se encontraban en ese momento advertidos por unas luces brillantes dentro de ella. Habían encontrado el lugar por las lámparas que Yosef había encendido. Las gentes de aquellas regiones habían perdido la cuenta del tiempo que hacía que el fuego ya no respondía a sus órdenes. Pidieron a Yosef que se asomara por el ventanuco y comprobara cómo ninguna casa de Belén albergaba luz alguna, ninguna mecha, ninguna lucerna, ningún candil. Cuando llegaba la noche, enseguida se acostaban, pues eran incapaces de lograr encender el fuego que les proporcionaba luz y calor.

Ya no recordaban el tiempo que hacía que vivían en las tinieblas, y una oscuridad densa se había apropiado de aquellas montañas y de sus corazones, que ahora palpitaban entre el temor y las dudas. Si algún vecino necesitaba acudir a otra casa, solo podía guiarse por el tacto, pasando su mano por las fachadas como si estuvieran ciegos, volvían a tientas, rozando los muros en la noche, con sus dedos acariciando los adobes hasta dar con las puertas de sus hogares.

Las manos llenas de astillas se habían convertido en sus ojos, sus ojos también se habían llenado de astillas oscuras. Isaac veía a través de sus manos y de su tacto, vio a sus dos hijos, Esaú y Jacob, y los confundió. Las tinieblas tienden a confundir lo que es real y dónde se oculta la verdad. Ahora, casi de imprevisto, como si fuera un sueño, el pueblo se había ido sumiendo en una oscuridad como hijos auténticos de Isaac, cuya ceguera habían heredado.

Yosef y Myriam no comprendían la razón por la que el pueblo no era capaz de salir de las tinieblas, ni cómo no conseguían encender sus lámparas para iluminar la noche. Los pastores les contaron cómo habían probado todas las maneras posibles sin aparente resultado. Habían fabricado otras lámparas, sustituido las mechas, buscado aceite nuevo, nada funcionaba, la leña parecía siempre verde y no ardía, las tinieblas se habían apoderado de ellos y avanzaban hacia su futuro desesperanzada e inciertamente.

Por eso, ante los anuncios gozosos de aquella noche y al comprobar cómo la luz surgía de aquella casa, se habían apresurado hasta su puerta, y allí habían podido adorar en medio de un resplandor desconocido a aquel niño Salvador, frágil, sin poder, como ellos, pastores sencillos, pecadores que la sociedad y la religión dejaban a un margen, orillados por impuros. Adonai les había colmado de alegría con su anuncio y ahora una nueva luz volvía a brillar, tras largo tiempo en tinieblas.

De alguna forma, que Yahvé les anunciara esta Buena Noticia les devolvía la esperanza de que su Dios no les olvidaba, aunque algunos se empeñasen en hacerles creer que vivían impuramente como pecadores por trabajar durante el Sabath. El Dios de los pequeños, el que había hecho nacer a su salvador en una cuadra, había pasado por la tierra sagrada de sus corazones y, descalzos como Moisés ante aquella zarza ardiente que no se consumía, habían corrido para adorarle.

Cantaron, le abrazaron y se arrodillaron ante quien habitaba en la luz. Antes de marchar, Myriam pidió a su esposo que regalara una de las lámparas para que volvieran con fuego a cuidar de sus rebaños como buenos pastores. Tras mucho tiempo, esa noche volvía a resplandecer por las calles de Belén una luz encendida que no se apagó.

No habían transcurrido demasiados minutos cuando una mujer con su hija pequeña se asomaron por el ventano pidiendo entrar. Se habían guiado a tientas por la luz que salía de la cuadra, y no con poca dificultad habían logrado llegar hasta allí. Hacía mucho tiempo que no habían visto esa claridad en su pueblo. Se alegraron por lo que allí encontraron: una joven familia con un niño recién nacido, caldeados por el aliento de unos animales que reconocían a su amo y el pesebre de su Señor.

Aquella mujer era viuda, una maldición en el pueblo de Israel cuya pobreza había ido llegando tras la muerte de su esposo que había enfermado. Había rogado al Dios de la vida que le salvara, pero la fuerza de la enfermedad se le había llevado y, con él, la alegría y la luz. Desde entonces, las tinieblas también se cernían sobre las calles estrechas de su corazón y, quejándose ante el Dios de sus padres, vivía desconsolada con su hija acostumbrada al sufrimiento y envuelta en redes de muerte.

(…)

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Etiquetas: CuentosNavidad
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