Santa Rosalía es Palermo y Palermo es Santa Rosalía, dice el alcalde Leoluca Orlando. En estas palabras se resume el lazo que lega, desde hace siglos, a Palermo con su patrona, de forma que el nombre de la santa resuena junto al de la ciudad cuando se exclama, “¡Viva Palermo y viva santa Rosalía!”.
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Que la patrona sea una mujer, Rosalía Sinibaldi, damisela de un linaje noble que creció en la corte del rey Roger II de Sicilia a principios del siglo XII, ya es algo poco común, pero que esta “Santuzza” (pequeña santa), –como la gente de Palermo la llama cariñosamente-–, haya salvado una ciudad entera siglos después de su muerte es aún más extraordinario.
Era mayo de 1624 cuando un barco de Túnez trajo la peste a Palermo. La infección fue tan rápida como silenciosa. Solo un mes después se proclamó oficialmente que se trataba de una plaga. A pesar de cerrar las puertas de la ciudad, de las cuarentenas para los barcos en el puerto o de los lazaretos, la peste se extiende sin control.
Son varios los santos a los que se confía el pueblo como Santa Ágata, Santa Cristina, Santa Oliva o Santa Ninfa, pero la salvación viene de la Santuzza Rosalía, quien se aparece por primera vez a una mujer infectada, revelándole el lugar donde están sus restos en una cueva de Monte Pellegrino.
Al año siguiente se aparece a un pobre jabonero que subió a la montaña para acabar con su vida tras la muerte de su esposa. Fue el mismo cardenal de Palermo quien terminó con cualquier duda sobre la naturaleza de los huesos encontrados al ordenar que se llevasen en procesión por la ciudad. Así, el 9 de junio de 1625, con las reliquias de la santa cruzando las calles, las víctimas de la plaga comienzan a curarse. La santa libera a Palermo de la peste triunfando sobre la muerte y convirtiéndose en su patrona indiscutible.
“El contacto, los huesos… Santa Rosalía no dice “rézame”, dice “lleva mis huesos por la ciudad”, explica la antropóloga Deborah Puccio-Den. El milagro ocurre, no porque se reza a la santa, o solo porque se le pide que interceda, sino porque sus reliquias pasan y tocan la ciudad. Eso es lo que crea ese vínculo tan fuerte entre la santa y la polis, la comunidad”, renovado cada año en la noche del 14 al 15 de julio con la procesión del Festino por las calles de la ciudad vieja.
Que el contacto para los devotos es importante se comprende subiendo al santuario del Monte Pellegrino, el monte sagrado de Palermo. Se experimenta en la noche del 3 al 4 de septiembre cuando los fieles, en pequeños grupos o en familias enteras, caminan 4 kilómetros en cuesta hacia la gruta del santuario para conmemorar la muerte y la subida al cielo de la Santuzza, velarla y al día siguiente celebrarla con una misa presidida por el obispo.
En las manos, los peregrinos llevan trozos de papel para dejarlos en el santuario. Son agradecimientos por las gracias recibidas o invocaciones para pedir la gracia que se desea recibir. Están escritas cuidadosamente y, a veces, no tanto por quienes no están tan familiarizados con la palabra.
“Antes todo era tocar: tocar la estatua de madera de Santa Rosalía en la entrada, tocar la roca, despojarse de pulseras, joyas u objetos queridos para meterlos dentro de la caja junto a la figura vestida con manto dorado y corona de rosas. Era también besar, porque reliquias e imágenes en jornadas como esas están investidas de su máximo poder salvador que está ahí, se manifiesta y por eso hay que tocarlo”, me cuenta la antropóloga Puccio-Den. Y en ese “antes”, en ese tiempo del pasado, se anida la realidad de hoy.
Santuario vacío por el Covid
Es un domingo de este otoño de 2020 en el que los contagios y las muertes por covid se vuelven a disparar en Italia. Subo al santuario. Hay pocos fieles que hacen la subida. En cada curva de la montaña se pueden ver las señales del incendio de 2016 que desnudó al paisaje de pinos eucaliptos y de cipreses. Es hora de misa y se escuchan las voces de los celebrantes. “Por allí”, -me dice una chica de protección civil.
Y por allí lo que hay es una gran tienda blanca, de esas que se montan para los terremotos. “El distanciamiento”, añade, aludiendo al reducido tamaño del santuario. Pero una vez pasado el altar y con las manos desinfectadas, se experimenta una sensación de vacío en un lugar que siempre ha estado lleno de objetos, gestos y muestras de devoción como mensajes, exvotos, rosas y fieles arrodillados o rezando. Incluso las fuentes de agua del monte sagrado están secas.
El camino, señalizado y marcado con cintas de plástico de separación, está cuajado de letreros que indican las muchas prohibiciones repetidas de viva voz por los voluntarios de protección civil: está prohibido arrodillarse, está prohibido depositar mensajes, está prohibido dejar flores en la imagen… «Dádmelas a mí, yo me ocupo», dice una voluntaria a una pareja desorientada. Está prohibido tocar el vidrio de la urna, está prohibido besarlo… Es una devoción negada en sus gestos más cotidianos y espontáneos.
Dentro de la urna no hay ni rastro de los regalos que siempre han acompañado a la figura de la Santuzza. El vicario del santuario a quien pregunto se encoge de hombros. Durante todo el mes de septiembre el santuario estuvo cerrado y todo se guardó, nadie pudo subir y menos la noche entre el 3 y el 4. No hubo ni ofrendas, ni mensajes, ni flores.
Una santa neutralizada
En marzo, durante el primer confinamiento, algunos artistas proyectaron en las fachadas de los edificios cercanos a la catedral (donde se guardan las reliquias) la imagen de la Santuzza con una mascarilla quirúrgica en el rostro. Una forma de encomendarse a la patrona que parece más una invitación a protegerse y a protegerla.
“Se desea reencontrar a la santa que libera de la peste, pero, al mismo tiempo, no se puede porque la manera en que es tradicional encontrarla y hacerla salvífica, tocarla y besarla, en estas circunstancias es una bomba vírica”, me recuerda la antropóloga. Es, en definitiva, una santa neutralizada, a la que rezar a distancia, si se quiere hasta en streaming, como me dice una devota, la señora Carmela. Ella me explica que durante el encierro del pasado mes de marzo todas las tardes seguía online la misa celebrada por un párroco que acababa con un himno a la Patrona: “O Rosa fulgente …”.
Entre los fieles que cumplimos con las prohibiciones en el santuario hay una señora de largas trenzas negras, de rostro moreno y con el punto rojo en la frente, propio de las mujeres casadas. Se sienta con su bello atuendo en un asiento de piedra con una vela en sus manos, conteniendo el aliento tras el esfuerzo de la subida. Pero tampoco puede estar ahí, así que se levanta en silencio.
Devotos tamiles
Ella es uno de los miles de tamiles, hindúes o católicos, devotos de la santa de una ciudad como Palermo, que tiene la comunidad tamil más numerosa y antigua de Italia. Son alrededor de 8.000 que, desde 1983, comenzaron a llegar como refugiados cuando en Sri Lanka se desató una de las guerras civiles más sangrientas y olvidadas entre la minoría tamil (hindúes y católicos) y los cingaleses (budistas).
“Venir aquí a Santa Rosalía es como volver a casa con el corazón”, “nosotros también construimos santuarios en la montaña”, “no tenemos templo propio”. Estas son algunas de las razones de los hindúes tamiles para explicar su devoción a la Madre de la Montaña que comenzó con un milagro en la década de 1990. Una niña de 4 años despertó de un coma mientras sus padres y cientos de miembros de la comunidad se movían entre el hospital y el santuario.
Así, Santa Rosalía tiene su lugar entre las deidades hindúes. Porque “Dios es uno, pero tiene muchos rostros y uno de ellos es el de Santa Rosalía. Su pertenencia religiosa es un fuerte elemento de identidad, pero no es un hecho excluyente”, explica el profesor Giuseppe Burgio, que conoce el mundo tamil de la ciudad.
Los tamiles católicos, en cambio, tienen un templo, una iglesia en el corazón del centro histórico donde la misa es oficiada por un sacerdote de Sri Lanka. Porque los tamiles, ya sean católicos o hindúes, tienen vida propia dentro de la ciudad, sus propias asociaciones, sus canales por satélite y sus películas producidas por la industria cinematográfica india. Compran comida y ropa en las tiendas de sus compatriotas.
En su mayor parte, trabajan discretamente en domicilios particulares como personal de servicio. Y juegan al cricket, deporte nacional de Sri Lanka. En definitiva, tienen muy poco contacto con los palermitanos, pero todos los domingos al amanecer caminan 2 horas desde las casas en el corazón de la ciudad vieja (Ballarò, el Capo) hasta el santuario.
Para pedir una gracia hay que poner en juego el cuerpo, sufrir. Esta es la razón de una devoción que también se manifiesta en las formas típicas de los cultos hindúes, como la práctica de clavarse ganchos en el cuerpo como voto a la divinidad. La periodista Marta Bellingreri me recuerda cómo, hasta hace poco, en la noche del 3 al 4 de septiembre algunos hombres también subían al santuario con el cuerpo lleno de ganchos. Todo esto sucedía antes del covid.
Sin embargo, no parece que la pandemia esté en el centro de las oraciones. Se lo pregunto al vicario. Él mira el paisaje de árboles desnudos y suspira. “Palermo tiene tantas plagas”, se lamenta.