Si hay un camino para la salvación de Nápoles es un camino hecho por mujeres, aquellas que, tradicionalmente, han sido anuladas, olvidadas y hasta calumniadas por la misma ciudad.
Por devoción, María Longo (después beatificada), fundó el Hospital de los Incurables en la Nápoles española del siglo XVI, un centro destinado a ser un faro en la investigación científica europea pero que, en primer lugar, fue pensado como un hospital para todos, incluidos los pobres, un hospital para partos y un hospital de mujeres para mujeres, ya que los médicos y los cirujanos atendían allí a las prostitutas rescatadas de la calle.
Por devoción, a principios del siglo XVII, Úrsula Benincasa formó un grupo de mujeres al servicio de todos, a pesar de que la ciudad fue tan hostil con las mujeres hasta el punto de llevar a la tortura a la analfabeta Úrsula. Fue interrogada y atormentada y se dudó de la santidad de una mujer que, como Santa María Francisca de las Cinco Llagas, creció entre soldados españoles, un ambiente de violencia, carestía, epidemias y violaciones. Al final, el virrey hizo lo que ella pidió y, después de su muerte, durante la peste de 1656 construyó el convento que hoy es una de las universidades italianas más antiguas.
Y si miramos a mediados del siglo XIX, encontramos a una mujer, Teresa Falangeri, –filántropa y escritora–, a quien Nápoles debe la distribución de alimentos durante cólera y el primer hospital pediátrico de Europa, el futuro Santobono.
Las mujeres siempre están en primera línea de batalla, adelantadas a su tiempo, porque sienten que hay que ocuparse de todos, de los pobres, de los niños y de cada persona que tenga un problema y necesite una solución.
El siglo XX en Nápoles alumbra una serie de escritoras y mujeres comprometidas contra el hambre y la ignorancia, desde Matilde Serao, –periodista y editora, que clama por la rehabilitación de la ciudad–, hasta Anna Maria Ortese, voz de la literatura y la ética, que consiguió el cierre del barrio de Granili, un ejemplo de pobreza y suciedad, que describe en el capítulo de ‘Il mare non bagna Napoli’, en el que muestra una Italia todavía frágil y miope por el fin de la guerra y las lamentables condiciones de vida. En esta lista también encontramos a Fabrizia Ramondino, que antes de ser escritora participó en la fundación de Mensa Bambini Proletari; o la profesora y militante Vera Lombardi, porque, recordemos, es en la escuela donde se forman las conciencias.
En definitiva, las mujeres en Nápoles, –donde ya sea por el cólera, por la peste, por la Camorra o por el covid, los problemas nunca faltan–, son un continuo y una certeza que demuestran una creatividad literaria, filosófica y artística de los más elevadas en el mundo. Y en los días del covid no ha sido diferente.
Anna Fusco, artista y comerciante, ha heredado la licencia de estanco más antigua de Nápoles, en el corazón del centro histórico. Durante los meses de confinamiento, Anna, que sufre de asma y problemas pulmonares, recogió el legado de Teresa Filangeri, que en pleno cólera había hecho que todas las mujeres nobles de Nápoles se arremangaran para cocinar en la calle, porque las epidemias también vienen del hambre.
Anna preparó, junto a toda su familia, platos de comida caliente ante el cierre de los comedores sociales. Los sin techo y muchas personas que no contaban con apoyo familiar, se alimentaron gracias a lo que ella cocinaba. La original y generosa iniciativa de Anna terminó en el New York Times.
La historia fue contada primero por otra mujer, Laura Guerra, siempre pendiente de los temas sociales y periodista en la redacción napolitana de ‘Scarp de Tenis’, un periódico callejero en parte escrito y distribuido en numerosas ciudades italianas por personas sin hogar. Laura enseña escritura en la sede de su cooperativa y durante el confinamiento no paró de trabajar, ya que la emergencia fue si cabe más intensa en una ciudad que siempre vive en ese estado.
Laura destaca el trabajo de Pina Tommasielli, –médico de familia que ofrece pruebas serológicas gratuitas a los docentes y que se ocupa de la prevención en barrios periféricos y difíciles de la ciudad–. Recuerda que las mujeres se encargan de todo en la familia, de las enfermedades de todos, del trabajo y de alimentar a toda la prole incluso a costa de su propia salud. Por eso, cuando se enferman, es demasiado tarde y es cuando falla el motor de la casa. Un motor que se ha olvidado de su bienestar por pensar siempre primero en los demás.
Laura escribe en su periódico sobre la profesora Angela Parlato, –docente durante cuarenta años y voluntaria en centros sociales– que en Montesanto y en el Barrio Español (los de Santa Úrsula Benincasa, los mismos de Santa María Francisca de las Cinco Llagas, donde persisten los problemas, aunque hayan pasado los siglos) se encarga de llevar la compra a quienes no pueden hacerla y de entregarla a quienes no pueden salir de casa.
Y así se da cuenta de que la enseñanza a distancia en las casas bajas, –con pocas ventanas, con poca luz, a ras de suelo y sin computadora o sin conexión, en familias donde un teléfono móvil es para cuatro–, funciona peor de lo mal que por sí ya funciona para todos. Por este motivo, la profesora Ángela decide actuar como puente entre la educación a distancia y los niños de las casas donde va a llevar la compra. Pasta, tomates pelados, gigas de recarga y fotocopias: la cesta de la compra de Angela Parlato porta bienes de distinto consumo y necesidades.
Y es que es fácil no tener conexión en los callejones de Nápoles, entre las murallas del siglo XVI. Mientras tanto, las escuelas en el caluroso otoño del sur han reabierto en medio de la desesperación de las madres, el pánico de los maestros y el altísimo coste económico y cultural que la pandemia y sus consecuencias ya han generado, un precio que en Nápoles y en el Sur es más alto que en otros lugares y que ha afectado a negocios, a comerciantes, a hoteles, a teatros, a cines, a escuelas y a universidades.
Se trata de una emergencia gigantesca y que se reproduce en la ciudad donde la educación de los hijos ha sido un asunto de mujeres, y que hoy repetimos y denunciamos quienes trabajamos en el ámbito educativo junto a profesores y alumnos de todas las edades.
En el barrio de Sanità, resiste Pina Conte, maestra y empresaria, quien ha utilizado todo el patrimonio de su familia para rehabilitar un edificio antiguo donde se da clase a quienes no han ido a la escuela. También se estudia música y mandolina, corte y confección y escenografía teatral.
De las aulas de Pina Conte han salido profesionales y artistas que quizá de otro modo hubieran acabado perdidos empuñando las armas. Sanità es un barrio tristemente célebre por las disputas de la Camorra y por los tiroteos que en los que, no en pocas ocasiones, se han visto implicados ciudadanos de a pie.
En definitiva, hay quien no se cansa nunca como Giuseppina Esposito, desde hace años comprometida con el Andén de la Solidaridad en Gianturco. Es un lugar donde el estado de emergencia es permanente.
Hay un mundo de mujeres dedicadas a Nápoles: dedicadas a la cultura, a la sabiduría, a las buenas prácticas sociales y a la solidaridad, sin charlatanería ni etiquetas. Y sin excluir a los hombres: pienso en Peppino Sansone, un quiosquero y librero del barrio de Chiaia que llevaba medicinas y periódicos a todos los clientes y el Domingo de Ramos acercó la rama de olivo bendecido a quienes ni siquiera lo esperaban.
Quienes llegan a la ciudad por primera vez descubren una antigua tradición que se remonta a la terrible plaga de 1656, cuando la población se redujo en dos tercios en seis meses y la gente moría en la calle, hasta veinte mil personas al día. Quien visita Nápoles descubre que los napolitanos veneran calaveras anónimas en el cementerio de Fontanelle, un osario gigantesco excavado en una de las canteras de toba altas como catedrales que hacen de Nápoles, desde la época de los griegos, una ciudad de mar y luz por sus cavernas, piscinas naturales y canalizaciones de agua.
Los napolitanos llevan siglos siendo devotos de las calaveras rebautizadas con un nombre, para las que se inventan historias y a las que se atribuyen poderes (calaveras que sudan, calaveras que pertenecen a capitanes de barcos, calaveras de muertos que si se ofenden vuelven para vengarse, calaveras de novias jóvenes para pedir la gracia del embarazo o un matrimonio feliz…).
Durante la peste del siglo XVII, miles escondieron los cuerpos de los muertos bajo las calles, las fosas comunes fueron calcificadas con las palabras “tempore pestis: non aperiatur”, y las familias entregaban a sus seres queridos en agonía a los sepultureros reclutados entre los presos que se llevaban a los cadáveres, pero también a los vivos.
Un día de agosto, después de un gran aguacero, los muertos salieron de Chiavicone, la gran cloaca que fluye debajo de la ciudad y cayeron desde los palacios. La devoción por los muertos comenzó ese año, o, mejor dicho, adoptó una forma especial, fruto de un dolor enorme y de un sentimiento de culpa, la culpa de haber permanecido con vida.
Nunca antes como hoy se había necesitado la devoción a los vivos. Una devoción a la vida, hecha de alimentos, de cuidados y, sobre todo, de cultura.