A finales del siglo XIX, un río de humanidad sufriente cruzó los océanos. Millones de personas dejaron el Viejo Continente rumbo a las Américas en busca de fortuna. Se estima que entre 1836 y 1914, treinta millones de europeos emigraron a América del Norte. De estos, al menos cuatro millones eran italianos. Otros tantos desembarcaron en Argentina y Brasil.



No fueron los Estados de origen, sino los religiosos y, sobre todo, las religiosas quienes hicieron todo lo posible para ayudarles en su viaje. El primero en poner el grito en el cielo por este éxodo fue el obispo de Piacenza, Giovanni Battista Scalabrini (1839-1905): “En Milán fui testigo de una escena que dejó una huella de profunda tristeza en mi alma.Vi una gran sala, los pórticos laterales y la plaza adyacente, abarrotados por trescientos o cuatrocientos individuos harapientos, divididos en diferentes grupos. En sus rostros morenos, surcados por las arrugas precoces que imprime la privación, se trasparentaba la marea de emociones que en ese momento encogían sus corazones”.

Es posible imaginar el impacto de la separación entre los que se marchaban y los que se quedaban. Muchas veces, en el muelle de Nápoles, solo quedaban las mujeres pobres, sin ni siquiera una moneda en el bolsillo porque habían empeñado todas sus pertenencias para comprar el billete de barco. Mujeres desesperadas, a merced de cualquiera. Para las “descartadas” de Nápoles, cuatro salesianas, Hijas de María Auxiliadora, abrieron una casa que se reveló fundamental para la acogida de las emigrantes que se quedaron en tierra. Se ocupaban de cuidarlas y acompañarlas al médico y, si todo estaba bien, ayudarlas para volver a intentarlo.

En 1911, sor Clotilde Lalatta confesaba a su superiora: “Tenemos pocos momentos de vida comunitaria y, siendo insuficiente nuestro trabajo, no tenemos bastantes horas en el día. Los días de salida de los barcos hay que ir al puerto una o dos veces al día. En casa, nuestra jornada transcurre cosiendo, planchando, limpiando, atendiendo la puerta, asistiendo y sirviendo a las mujeres alojadas. Después, hacemos los recados y la compra, acompañamos a las mujeres al médico y seguimos acogiendo a más en casa”.

La obra misionera salesiana

Es solo un pequeño ejemplo del esfuerzo excepcional que hicieron las religiosas para ayudar durante este continuo flujo migratorio. Para muchos, pronto llegó el desafío de la obra misionera. “Como otros fundadores, –recuerda sor Grazia Loparco, historiadora, profesora de la Pontificia Facultad de Ciencias de la Educación Auxilium–, don Bosco se sintió interpelado por la precariedad en la que se encontraban los migrantes. De hecho, antes de llegar a la Patagonia soñada, las misiones salesianas en Argentina y Uruguay se volcaron en las familias italianas que perdían la fe en el océano. A nivel operativo, muchos institutos religiosos, además de ofrecer asistencia espiritual, apoyo social y legal, ofrecían formación a estas personas. En 1877, seis jóvenes Hijas de María Auxiliadora inauguraron misiones en América del Sur, comenzando a trabajar entre las familias de los migrantes. Posteriormente, bajo la guía del sucesor de don Bosco, el padre Michele Rua, religiosas como las salesianas, ampliaron el campo de acción primero en América del Sur y después en Oriente Medio, Suiza, Bélgica, Inglaterra y unos años más tarde en Estados Unidos”.

Ayudar a los emigrantes era un deber moral. Además, el Vaticano estaba preocupado porque muchos perdían la fe durante la travesía o porque no podían encontrar una parroquia donde se hablara su propio idioma. Conocido es el compromiso de la hermana Francisca Javier Cabrini, la primera ciudadana estadounidense en ser declarada santa. Nacida en 1850 en una familia rica del norte de Italia, a los treinta años fundó la Congregación de las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús. El Papa León XIII la envió expresamente a evangelizar las Américas y en 1889 la hermana Cabrini llegó a Nueva York. Fue un viaje duro, como emigrante entre emigrantes.

Enfrentamientos entre católicos

Pero le aguardaba una realidad aún más dura. El arzobispo de Nueva York, Michael Augustine Corrigan, se mostró hostil con ella, le dijo con brusquedad que no tenía nada que hacer en Nueva York y la invitó a regresar a Italia. Así eran las cosas entonces. La desconfianza mutua y los enfrentamientos entre grupos de diversas nacionalidades eran constantes. Incluso entre los católicos. “Los italianos apestan y si tuvieran que ir a la iglesia principal, los demás ya no vendrían”, llegó a escribir monseñor Corrigan en una carta para el Papa.

En 1887, Propaganda Fide autorizó en Estados Unidos las parroquias nacionales, también llamadas personales o lingüísticas. “Pero las divisiones nacionales también dividieron a las órdenes religiosas encargadas de proteger a sus migrantes. En ocasiones, las divisiones eran muy complejas en los estados recién formados: se sabe que los misioneros del norte de Italia despreciaban a los inmigrantes y sacerdotes del sur de Italia, pero lo mismo sucedió también en Alemania, donde el norte siempre ha despreciado a Baviera. Ante esta absoluta confusión, Scalabrini propuso, antes de morir, la formación de una secretaría vaticana que se ocupara de todos los emigrantes, dejando a un lado la cuestión de la nacionalidad. Había que seguir a los católicos según las guías universales y no sobre la base de los orígenes nacionales”, explica Matteo Sanfilippo, profesor de la Universidad de Tuscia. La hermana Cabrini se las ingenió por su cuenta para encontrar los primeros fondos. Siguieron años tan terribles como intensos.

La incansable Cabrini

Ella y sus hermanas empezaron por los nada recomendables callejones de Little Italy. La madre fue una viajera incansable, con veintiocho travesías Atlánticas y hasta cruzó los Andes para llegar a Buenos Aires desde Panamá. No es de extrañar. Sor Cabrini fue intérprete del nuevo espíritu de los tiempos, cuando las religiosas estaban a la vanguardia y fuera de los conventos, en el mundo, para ayudar a los más pequeños, para dar testimonio del Evangelio. Tampoco se olvidó del valor patriótico de su compromiso.

Poco después de 1890, en Nueva Orleans, el jefe de la policía local fue asesinado por criminales no identificados y la culpa recayó sin pruebas sobre los “Dagos”, es decir, los italianos que llenaban la ciudad, andrajosos, desnutridos y sin hogar. Hubo horribles linchamientos en las calles. Cabrini se presentó en la ciudad para defenderlos: “Los italianos han sido vilipendiados, hasta el punto de que la multitud, incitada por quienes querían su expulsión, lincharon a decenas de ellos”.

Estados Unidos fue un gran desafío. Las monjas italianas abrieron escuelas, jardines de infancia, hospitales y orfanatos para “sus” emigrantes. Casi nunca tenían títulos y, por lo tanto, solo podían ocuparse de la escuela primaria, no de la secundaria. “A principios del siglo XX, las religiosas italianas procedían de congregaciones muy pequeñas y de una nación preindustrial. Cuando aterrizaron en Estados Unidos, estaban desorientadas por la modernidad de la metrópoli y por el enfrentamiento con una sociedad industrial en crecimiento”, apunta la historiadora Maria Susanna Garroni, profesora universitaria y encargada de un volumen sobre la vida de las religiosas ultramar.

La Iglesia en el nuevo mundo

Vieron los “animal spirits” del capitalismo en acción. “Hablaban de la nostalgia por Italia, así como del sentimiento de pérdida que les suscitaban los rascacielos, las calles anchas y las multitudes que las abarrotaban. Además, tuvieron que lidiar con el clero protestante. Descubrieron que, aparte de unos pocos obispos que les allanaron el camino, nadie las ayudaría. Sí, tal vez encontraron algunos apoyos iniciales, pero luego tuvieron que apañarse solas porque las organizaciones benéficas también tenían que mantenerse económicamente. La sociedad estadounidense las obligó a ser trabajadoras y a buscarse la vida por sí mismas. Cuando llegó la Gran Depresión, las religiosas ancianas incluso tuvieron que recorrer las calles recogiendo hierbas silvestres para alimentarse. Muchas se vieron obligadas a mendigar. Además, los obispos se mostraron reacios a autorizarlas porque temían poner a los católicos italianos en una situación aún peor. Al final, todo esto las obligó a evolucionar rápidamente. Desde este punto de vista, sor Cabrini, procedente de una familia de la rica burguesía, demostró una especial capacidad de gestión, pero todas se reinventaron, evolucionaron, con un espíritu más emprendedor y más seguras de sí mismas”.

Las congregaciones femeninas se fortalecieron y muchas se lanzaron a la empresa. En Estados Unidos las Cabrinianas, las Apóstoles del Sagrado Corazón, las Hijas de María Auxiliadora, las Pías Maestras Filipinas, las Bautistinas del canónico Alfonso Fusco, las Palotinas, las Hermanas de Santa Dorotea (de Frassinetti), las Franciscanas de Gemona y las Hermanas Venerini. Y así la Iglesia participó en el nacimiento del nuevo mundo.

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