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Mi Navidad misionera en… Nepal





A sus 84 años, el escolapio riojano José Alfaro es el único misionero europeo en Nepal, donde ha fundado en solitario decenas de escuelas en los diez años que lleva en el país. Una aventura inspirada a un tiempo en las páginas de la Biblia y en las del Quijote, como refleja su anterior trayectoria misionera hasta llegar a las montañas del Himalaya: otra década en la vecina India y, primeramente, en Buenos Aires, donde pasó 28 años en las villas miseria y coincidió con Bergoglio, siendo él máximo responsable de los escolapios y el actual Papa el superior de los jesuitas.



Su secreto, si es que hay alguno, es abrazar en primer lugar a las comunidades locales en su lengua: “Les canto el himno del país en nepalí para que sepan que no soy un extraño”. Acompañado de su libreta, llena de expresiones coloquiales en la lengua local con las que poder entablar relaciones de cercanía con la gente, además, siempre lleva consigo un Evangelio en nepalí con el que reza cada día.

Dominio de las lenguas autóctonas

Uno de los recursos de Alfaro para haber llegado al corazón de tantísimas personas en culturas absolutamente diversas es su dominio de las lenguas autóctonas. Así, además de su lengua natal y del francés, el inglés, el griego o el latín, domina a la perfección el tamil, el hindi, el mundarí (el propio de la casta de los intocables), el santalí, el nepalí y el quechua, que utilizaba en Argentina con las comunidades dispersas en los Andes. En un contexto en el que estos grupos tendían a olvidar el uso diario de su lengua aborigen, por un cierto sentimiento vergonzante, este misionero español la potenció enormemente y la fijó en dos gramáticas que fueron incluso editadas y premiadas por el Ministerio de Educación argentino.

Pero el hacerse uno con los suyos va mucho más allá de la lengua en el caso de este religioso. Así, cada vez que llega a una comunidad para fundar una escuela (“nunca en las ciudades, sino en las zonas olvidadas, donde no llegan el Estado ni otras instituciones”), él se prepara un chamizo pegado a la construcción en el que duerme cada día mientras levantan las aulas y se asegura de que, una vez fundada, ya pueda andar por sí misma. Entonces, cuando ya hay un equipo de profesores asentado y los alumnos tienen garantizado el acceso a la educación, es cuando se marcha y va en busca de otro lugar marcado por la pobreza para fundar otra escuela, dejando la anterior en manos “de quienes quieran cogerla, ya sea una congregación o la diócesis del lugar”.

“Mi carisma –reitera– es ese: abrir camino y que luego, una vez muerto y que sea uno con la tierra, otros pasen por encima de mí”.

Con los intocables

Declarado “converso” a través de la pobreza, que es la que configura íntimamente su vocación, un apasionado Alfaro cuenta cómo, en la India y en Nepal, siempre le ha movido el afán por apoyar a las comunidades más marginadas, muchas de ellas pertenecientes a la casta de los intocables, presente en ambos países. Una lacra, lamenta, que está tan extendida a nivel social (y eclesial) que dificulta muchísimo su labor de “llevar la educación a los más pobres”.

Pero rendirse jamás es una opción… “Muchos consagrados compiten entre sí por ir a las grandes ciudades, en busca de barrios ricos, y hacer las escuelas más preciosas. Yo voy a las zonas marginadas, preferentemente hacia los últimos, y con aulas dignas, pero muy sencillas y humildes”.

Así, con muy poco dinero, que le llega en buena parte de amigos de España a los que cuenta su día a día por el Himalaya (son emblemáticas sus cartas fotocopiadas, que manda periódicamente a su red de contactos más cercanos), saca adelante sus escuelas.

Intermediario entre Dios y sus pobres

Desde su gran sentido del humor, Alfaro, quien apunta que “voy llegando a la segunda juventud”, se alegra de haber “correteado” por todo Nepal, al modo de “un mero intermediario entre Dios y sus pobres”. Una inmensa experiencia por la que tiene algo claro: “Es Él quien los cuida, no yo. Ni quiero ni tengo ni me gusta el dinero… Me siento totalmente libre de esa ‘maldición’. Por eso, todo lo que recibo lo uso para ir remediando los problemillas de la gente. Hay que ayudar todo lo posible, pero siempre sin perder la paz y la alegría”.

Así, además de con las escuelas, apoya a las comunidades locales con “caminos, dispensarios, salones, escaleras, luz eléctrica, agua potable, canales de riego, templos hindúes, budistas y protestantes, programas de salud y de prevención del suicidio, alimentación en los centros de enseñanza, apoyo a los parados…”. Una labor ingente en la que tiene un principio esencial: “No miro la casta, la posición social o la religión de la persona”. En este momento, lo que más le alegra es “dar de comer a 3.600 niños de 44 escuelas del Gobierno. A ellas, por ser gratuitas, asisten los más pobres”.

En cuanto a la pandemia, observa que, si bien al principio no hubo muchos casos, hoy esta se ha extendido bastante debido a los inmigrantes nepalíes que trabajan en la India y en los países árabes. Personalmente, tras muchos meses de confinamiento, en los que no pudo viajar a la capital y perdió la validez de los documentos que necesita para permanecer en el país, tuvo que afrontar un complejo proceso burocrático para renovarlos.

A solas con su belén

Sobre la celebración de la Navidad, Alfaro destaca lo especial que es pasar esta fiesta “en las montañas, a mi aire, poniendo en un rincón un belencito que le compré a unos amigos chinos. Lo adorno a mi manera y le canto por lo bajinis el ‘Noche de paz’ o ‘La marimorena’. Aquí me siento acompañado por mi ángel de la guarda y por aquellos otros que cantaron por primera vez el ‘gloria a Dios y paz a todos los hombres’”. “Como son espíritus –añade con retranca–, no han envejecido y cantan con el mismo timbre de voz”.

“Para ver aquí a un católico –concluye con su estilo apasionado y jocoso–, tengo que mirarme al espejo… Soy el único que anda por estos andurriales. Mi trabajo de evangelización, aparte de la ayuda en esos asuntos materiales, consiste en desbrozar el camino y, como el Bautista, preparar la llegada de Jesús, predicando la Buena Nueva con la vida. Algún día que yo no veré, también aquellos hermanos nuestros cantarán con alegría y fe en su lengua nepalí: ‘Hacia Belén va una burra…’”.

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