Francisco ha declarado 2021 como Año de San José, a quien define como padre amado, padre en la ternura y en la obediencia, padre en la acogida, de la valentía creativa, trabajador, siempre en la sombra. Así lo promulga en ‘Patris corde‘, la carta apostólica que dio a conocer el pasado 8 de diciembre, que además conmemora el 150º aniversario de la declaración de san José como patrono de la Iglesia universal por parte de Pío IX. “El objetivo de esta carta apostólica es que crezca el amor a este gran santo, para ser impulsados a implorar su intercesión e imitar sus virtudes, como también su resolución”, explica el Papa.
La figura de san José es, sin embargo, paradójica. Hasta hace cinco siglos, apenas tuvo presencia para reforzar el dogma de la Encarnación, desplazándole o incluso eliminándosele del relato de la Natividad.
“Hasta el siglo XII, la figura de san José había sido sistemáticamente rebajada –sostiene la historiadora del arte Elena Paulino Montero–. En los autos sacramentales medievales desempeñaba el papel de bufón: aparecía caracterizado como un anciano torpe, más bien poco inteligente, avaro y quejica. En pintura, solo aparecía cuando se representaba la Sagrada Familia al completo, y siempre alejado del núcleo principal, muchas veces dormido, sin participar en la escena. De esta forma, se reafirmaba indirectamente la virginidad de María”.
Esa vejez desaforada enfatizaba que no podía haber sido el padre carnal de Jesús. Sin embargo, a partir del Concilio de Trento (1545-1663) va a ir ganando presencia e importancia en el santoral y la devoción, sobre todo en España. En la historia del arte, y en el Museo del Prado, en particular, está presente toda esta evolución, desde el notable anciano que retrata Gian Francesco Maineri da Parma en La Virgen y San José adorando al Niño (1489-1504), tabla procedente de la colección de Isabel Farnesio, y que perteneció al Palacio de La Granja (Segovia).
Es un anciano –inusualmente calvo y barbilampiño– de apariencia cercana a los 60 años, que está lejos de ser venerable, más bien grotesco, incluso, y al que el recién nacido ignora porque mira únicamente a los ojos de la Virgen casi adolescente.
Con los siglos XVI y XVII, la apariencia de san José irá rejuveneciéndose. Destaca el que aparece en San José con el Niño (hacia 1650), de Sebastián Martínez, pintor jiennense del Siglo de Oro que en los últimos años está siendo objeto de una atención cada vez mayor. En esta singular obra, san José es retratado también con rasgos de ancianidad, marcados sobre todo para la época –y que rondaría los 50 años–, con abundante pelo y barba, pero encanecida.
Le rodea el manto marrón y la vara florecida –de almendro, aunque a veces también se reproduce como de azucena o lirio– que le identifica como “justo”. Simbólicamente, la vara también sirve para enmarcar su pureza y castidad, a la vez que señala su triunfo ante el resto de pretendientes de la Virgen. Adopta además un rostro adusto, como reconviniendo al niño, de apenas unos pocos años, al que agarra por los brazos ante una cesta de fruta. Y quien, de nuevo, le rehúye, tratando de soltarse.
Contrasta, sin embargo, con el San José y el Niño (1630-35) de José de Ribera, una de las obras que sobrevivieron al incendio del Alcázar de Madrid en 1734. Este san José, aun siendo contemporáneo al de Sebastián Martínez, sin embargo, es de una apariencia mucho más joven: entre los 30 y 40 años, con pelo negro y la vara florecida. El niño, cercano a los diez años, le ofrece un cesto con herramientas de carpintería.
Más allá de los claroscuros de la composición, influida por Caravaggio, llama la atención sobremanera la mirada de san José –aunque también la del Niño Jesús–, que se eleva al cielo, en clara conexión con la Divinidad. No es casual. Su mano izquierda también se toca el pecho, que es como se representaba el éxtasis. La intensidad de esa mirada, el mismo éxtasis, da a entender que Dios le bendice y le cuida. Quedaba así transformada definitivamente la imagen de san José.
Porque lo que hace Ribera es fijar el canon del Concilio de Trento, que favoreció el culto a san José y que se extendió especialmente por España. Son numerosos los lienzos del siglo XVII que protagoniza San José como parte de la “trinidad en la tierra” que asienta Trento –y del que la invocación piadosa de “Jesús, María y José” es aún una ejemplar herencia– y también en los que aparece solo o con el Niño.
Entre ellos, prima el san José que apura la treintena, porque solo con un joven José es posible trasladar la imagen de “protector” de la Virgen y del Mesías, como sucede en el entrañable San José con el Niño dormido en brazos (1652), de Francisco Camilo, procedente del Convento del Carmen Descalzo de Toledo.
En este lienzo de Camilo, pintor florentino que participó en la decoración de El Escorial, destaca la paloma blanca simbólica, pero, sobre todo, esa nueva imagen de san José como “padre nutricio” a la sombra de la renovación tridentina y la devoción que en España, sobre todo, impulsó santa Teresa de Jesús.