Tras 34 años en Cáritas Madrid, los últimos ocho como directora de su residencia, Charo Gonzalo tuvo que afrontar la mayor prueba de todas en el último momento: “En Cáritas he hecho de todo, desde trabajo de atención y acogida de personas vulnerables en la vicaría a técnico en Recursos Humanos. Pero mi época más feliz han sido estos últimos años con los abuelos. Con ellos, de verdad, siempre hemos sido una gran familia”.
La Fundación Santa Lucía, en Moratalaz, es una residencia en la que viven 70 ancianos sin recursos (la mitad derivados por la Administración y el resto por las parroquias), atendidos por 45 trabajadores. Como a todas las demás, en marzo les llegó un tsunami que les golpeó con dureza: “Aguantamos hasta finales de mes sin un solo contagio. Cada día que pasaba así lo veíamos como una victoria, como un día ganado. Hasta que al final el virus entró y el panorama cambió completamente, llegando a tener coronavirus todos los internos salvo tres o cuatro”.
Un momento dificilísimo, pero en el que Gonzalo no tuvo dudas de lo primero que tenía que hacer: “Desde el primer día informé a las familias de todos los residentes. Era complicado y doloroso, pero a ellas les alivió enormemente el poder conocer la situación exacta que vivíamos día a día. Nos apoyaban, nos animaban y nos daban las gracias por el compromiso con los suyos. Además, pusimos tablets a disposición de los abuelos para que pudieran contactar con su gente, lo que todos agradecieron muchísimo”.
En esos días de incertidumbre y caos, la propia directora recorría incansable todo Madrid “en busca de mascarillas y EPIs. Conseguimos lo que pudimos y mucha gente nos ayudó a fabricarnos nuestros propios sistemas de protección, vistiéndonos con trajes compuestos por bolsas de basura… También nos ayudaron mucho la propia Cáritas y la Fundación Lares, que nos dio bastante material”. Otro momento difícil fue cuando tuvo que tomar la decisión de “aislar a cada uno de los residentes en su propia habitación, cortando todo contacto dentro de la propia residencia”.
Una travesía por el desierto que coincidía con una fecha muy destacada para ella: “Ese 31 de marzo era el día de mi jubilación. Antes de que esto pasara, había preparado una fiesta con todos los residentes, porque el nuestro es un hogar en el que nos gusta divertirnos mucho. Organizamos bingos y bailes y muchas veces, entre risas, nos preguntamos qué pensarán los que pasen por la calle y oigan tanto bullicio en una residencia de ancianos… Pero, esta vez, fue muy diferente de lo que había pensado: silencio, soledad, todos aislados, con muchos enfermos… Lo sentí como un desgarro muy grande, porque para mí ellos son mi familia”.
Así, tras jubilarse oficialmente ese día, desde el siguiente, el 1 de abril, volvió a la residencia: “Esta vez como voluntaria, para ayudar como una más y auxiliar a mi sucesora en la dirección en todo lo que hiciera falta”. Así estuvo varias semanas más, “hasta que todo se estabilizó y el peor momento pasó. Antes, no podía permitirme irme así y dejarles. Además, me hace muy feliz comprobar cómo todos los trabajadores arrimaron el hombro. En esas semanas no hubo una sola queja o duda. Nadie se echó atrás y ese fue una gran ejemplo para los residentes y sus familias, generando mucha esperanza”.
Echando la vista atrás, ahora que en la residencia no hay ningún contagiado y, por ahora, la situación es estable, Gonzalo tiene un recuerdo emocionado para los que ya no están: “Murieron siete ancianos. Algunos en el hospital y otros en la propia residencia, atendidos por los dos médicos y las cinco enfermeras que tenemos contratadas. Fue muy duro, pero me reconforta leer las cartas y los mensajes que nos mandaron esos días las familias, dándonos ánimo y cariño”.
Ahora, “mi gran ilusión es volver un día y, cuando esta pesadilla haya pasado, celebrar todos juntos esa fiesta de despedida que nos merecemos. Porque, aunque ahora no esté allí, nunca me iré del todo”.