Beatriz Berne, Milagros Guijarro, Trinh Le Thi Thuc, Ana Ferrer, Clara Neira, Raquel Gómez, Clara Aguilera, Andrea del Pozo han entrado en la vida religiosa durante este curso
La Jornada de la Vida Consagrada, que se celebra este 2 de febrero, será celebrada por muchas jóvenes mujeres que, precisamente, han apostado por consagrar su vida a Dios en plena pandemia. Un camino, sin duda, marcado por complicaciones… y oportunidades.
A sus 31 años, Beatriz Berne Júlvez, ha dado un vuelco a su vida al entrar en la comunidad de clausura de las benedictinas en el Monasterio de Santa Cruz, en Sahagún (León). “Tenía –apunta– pareja desde hacía bastantes años y trabajaba como maestra tras haber aprobado las oposiciones. Pero sentí con mucha fuerza la llamada de Dios y di el paso”.
No fue fácil… “Tras mi primera visita al monasterio en marzo, a la semana siguiente llegó el Estado de Alarma y nos confinaron a todos. Estaba en contacto con la madre abadesa, pero no pude volver hasta el verano. Me costó el parón, pues lo tenía claro y no podía hacer nada. A final, cuando ya estuve con ellas diez días, un tiempo de discernimiento para la comunidad y para mí para decidir si este es o no mi sitio, todas tuvimos claro que sí”.
La idea era “entrar al aspirantado en una fecha muy especial para mí como zaragozana: el 12 de octubre, día del Pilar. Pero todo se volvió a torcer por la pandemia: la madre abadesa me dijo en agosto que se estaba complicando todo y que en cualquier momento las podían volver a confinar. Tuve que tomar una decisión y, en una semana, ingresé en la comunidad”.
A su familia le costó aceptar esa premura y no pudieron estar con ella en ese día tan especial. Tampoco sus compañeros del coro parroquial, como tenía organizado: “No fue como lo había imaginado, pues solo pudieron acompañarme cuatro amigos, pero acerté en mi decisión. Tuve un momento de duda y llegué a plantearme si Dios no quería decirme que me estaba equivocando, pero vi claro que tenía que ser así”.
Hoy, Beatriz da las gracias por lo aprendido: “Entendí que, en medio de la dificultad, tenía que agarrarme aún más a Él, que es quien me da fuerzas cuando las necesito. Lo dejé todo y, pese a esta incertidumbre que todos tenemos cada día, ahora la afronto y se la ofrezco al Señor, para que vaya haciendo lo que quiera de mí, poco a poco”.
Otro testimonio es el de Milagros Guijarro Moral, natural de Madridejos (Toledo) y quien, a los 36 años, es novicia de las Hermanas del Amor de Dios en su comunidad de la localidad madrileña de Alcorcón. Pese a las dificultades, no se amilana, sino que desborda pasión: “¡El Señor llama y te alcanza! Lo he experimentado en este tiempo de pandemia y en el que he mirado al mundo preguntándole a Dios cómo ser educadora en un sociedad donde nada se sostiene. Nuevos métodos y herramientas pedagógicas se suceden, pero ¿qué permanece? Quedan el hombre, el progreso, la búsqueda de la felicidad y esas ganas de dar en gratuidad lo recibido”.
“Sigo formándome –ilustra– con mascarilla y gel en la mochila, cuidando la relación con las hermanas de comunidad, con mi familia y con mis vecinos, y respondiendo siempre con un ‘donde se crea necesario’; desde la oración o la labor en el comedor del colegio hasta los encuentros online con los jóvenes Amor de Dios”. Y es que, como proclama con gozo, “para hacer el bien y actuar desde la verdad, solo es necesario una buena disposición y mucha creatividad”.
También llegó de fuera Trinh Le Thi Thuc, una joven de Vietnam que ha venido a Valladolid a realizar el postulantado en la Compañía de María. “Lo comencé –detalla– en plena pandemia, ¡con muchas ganas!”. Así, “pese a que el viento de la realidad triste, dura y fría ha querido apagar el fuego que Dios había encendido en mí, Él me impulsa a cuidarlo con más atención”.
“Dios ha utilizado –prosigue– el confinamiento para enseñarme descubrir el valor de la vida comunitaria como espacio de cuidado mutuo y soledades compartidas. También, para mirarme más por dentro y afianzar mi fe en Él. En su mano voy madurando en libertad y mis manos serán tendidas para alargar su mano al mundo”.
Con un tomo poético, Trinh reivindica que, “al igual que el coronavirus se contagia y extiende por todos países, el ‘virus’ del amor de Dios se expandirá globalmente”. Otra cosa es que, “quizá, algunos se han ‘vacunado’ de él… ¿Qué podemos hacer?”. Pues “¡una nueva ‘cepa’ para la evangelización en el mundo digital!”.
Ana Ferrer, quien ha entrado en el prenoviciado de las adoratrices este 7 de enero, con 43 años, recalca que “respondo a una llamada que me ha acompañado desde hace mucho, respetando tiempos y procesos de sanación”. Un caminar marcado también por la pandemia, que “me supuso empezar más tarde el prenoviciado y, por ello, tener que readaptarme mental y emocionalmente, negociar con los jefes, perder un trabajo… Pero también ha servido para conocerme mejor, trabajarme la paciencia, tener más tiempo para las personas queridas, agradecer los pequeños detalles, disfrutar unos meses más de mis niños (ejercía como entrenadora de bádminton) y gustar de la soledad en Dios, compartiendo vida en lo cotidiano”.
“La situación sanitaria, social y económica –concluye Ana– me preocupa, pero de manera constructiva: nuestro mundo necesita una buena dosis de humanidad, ternura, coraje, esperanza y resiliencia. Responder desde nuestro Buen Señor, que es Camino, Verdad y Vida, es todo un riesgo que vale la pena correr”.
Desde el carisma de Don Bosco nos encontramos con el testimonio de la madrileña Clara Neira. Antigua alumna de las salesianas en los colegio San José y Nuestra Señora del Pilar, esta joven de 20 años estudia Educación Infantil en el CES Don Bosco. Todo empezó a cambiar para ella el curso pasado, “cuando tuve la oportunidad de hacer una experiencia en la comunidad de la casa provincial de las salesianas en Madrid, donde fui compaginando la semana entre mi estancia en familia y el compartir momentos comunitarios. Así pude discernir un poco más profundamente la vocación a la cual me ha llamado el Señor”.
Una experiencia que se vio interrumpida en marzo por la pandemia, acechando entonces “el miedo y la incertidumbre”. Aunque también, gracias a los mayores momentos de “silencio y discernimiento en la propia realidad, en mi hogar”, se decidió en septiembre a iniciar formalmente “mi camino formativo en el aspirantado, en la comunidad de las salesianas en el barrio del Pilar”. De ahí que vea claro que “mi camino vocacional se ha visto marcado plenamente por la pandemia”. Algo en lo que agradece que “no hemos parado y seguimos en comunidad llevando la Palabra a los demás, pues sentimos que se necesita más que nunca la luz de la esperanza, la confianza, la fe y hacer sentir al otro que no se encuentra solo”.
Centrada en el trabajo en dos plataformas pastorales juveniles, el proyecto socioeducativo Puzle y el Centro Juvenil Don Bosco, así como en la parroquia, donde es catequista de confirmación, para Clara, “la pandemia supone respeto, seguridad y cuidado, pero nunca quedarse sin echar una mano al otro o ir más allá. En medio de todo, en el día a día compaginando los estudios, la comunidad, la parroquia y el proyecto social, descubro en cada momento a Jesús a nuestro lado. Y no deja de ser un reto el saber llegar a los demás en estos momentos difíciles”.
Las esclavas carmelitas de la Sagrada Familia cuentan con una comunidad donde varias jóvenes hacen el postulantado en Bornos (Jerez). Allí, estos meses, han entrado Raquel Gómez Manrique y Clara Aguilera Guerrero. La primera, abulense de 23 años, ingresó en septiembre de 2019. Entonces, “no podía imaginar que, tras seis meses, pasaría a vivirlo en un Estado de Alarma y confinamiento. ‘Y ahora, ¿qué?’, recuerdo que me pregunté cuando las semanas pasaban y no podíamos reanudar la catequesis o la misión en el pueblo. Pero el Señor no tardó en salir a mi encuentro. Él, que siempre va por delante, puso ante mí un tesoro precioso: disfrutar del regalo de la vida fraterna. ¡Eso sí podía hacerlo!”.
Y aprendió a adaptarse: “Comenzaba el curso con ganas de evangelizar, de estar con la gente, y, de pronto, el Señor me pedía estar con las hermanas, compartir con ellas, que fuéramos uno. En estos meses he podido comenzar a ver el amor del Señor en mis hermanas y cómo, en casa, también me pide dejarme hacer”.
Ya en el noviciado desde el 13 de diciembre, afronta este proceso “¡también en plena pandemia! El cierre perimetral impidió que pudiera compartirlo con muchas personas importantes en la historia que el Señor está escribiendo conmigo; y esto supuso una renuncia grande. Pero, una vez más, ¡fue un día de gracia y me sentí profundamente amada!”.
Por su parte, Clara, cordobesa de 20 años, también entró en Bornos en septiembre de 2019. Algo más de un año “en el que el Señor ha querido, no solo que aprendiese a adaptarme a otro modo de evangelizar, sino que dejase a un lado mis seguridades y le preguntara a Él cómo debía hacer las cosas, sin cansarme de volver a empezar”.
“Él –finaliza Clara– no ha dejado de salir a mi encuentro; no solo para probarme, sino, sobre todo, para consolarme. Me ha dejado experimentar una de las mayores riquezas de nuestro carisma, la vida en Nazaret… Me ha mostrado que mi comunidad es un regalo que Él me ha hecho para compartir, con sinceridad y sencillez, lo vivido. Me ha dejado ver cómo nuestro testimonio y nuestra forma de evangelizar van más allá de lo que nosotras podamos hacer, enseñándome que, mediante la oración, podía acompañar en medio de tanto dolor”.
El último testimonio es el de Andrea del Pozo, de 24 años, quien acaba de hacer el postulantado como Hija de la Caridad en Madrid y, ahora, afronta la etapa del seminario. “Una de las consecuencias que tuvo el confinamiento –se lamenta– fue dejar de realizar el servicio que prestaba en nuestro colegio, el María Inmaculada. Me generó confusión y me pregunté cómo iba a afectar a mi discernimiento. Pero, si tenía alguna certeza, era que todo esto no se le escapa a Dios y que podía descubrir de este modo una llamada a profundizar en lo que de verdad significa ser Hija de la Caridad”.
“¿Qué hacer cuando no puedo hacer nada? –se pregunta–. Se habían roto mis esquemas, pero, acompañada por la comunidad, pude ir descubriendo cómo la misión va más allá de la accidentada realidad que vivimos”. Para muestra, valga un pequeño milagro… “Días antes de iniciar el confinamiento acogimos en la comunidad a una mamá con su hija de cinco años. Por esta acogida puntual, el Señor fue dando respuesta a todas mis dudas. La presencia de la mamá y la peque fue providencial, pues, no solo me ayudaron a centrar el corazón, sino que me dieron toda una lección de vida. Siempre tenían un motivo para dar gracias a Dios, sabían descubrir la belleza hasta en lo más cotidiano y la espontaneidad de la pequeña era capaz de transformar los momentos de preocupación o agobio en cercanía y ternura. Experimenté cómo Él me esperaba en ellas”.
“Su humanidad –concluye Andrea– me hizo vivir el confinamiento desde la esperanza y la seguridad de que el Señor estaba en medio de nosotros. Cada dificultad se transformó en una invitación a abandonarme en Aquel que me había llamado”.