Desde el inicio de su mandato en 2016, la presidencia de Rodrigo Duterte en Filipinas está marcada por su ácido enfrentamiento con la Iglesia católica, siendo los obispos (y el Papa) diana habitual de sus gruesos insultos. ¿La causa? Que numerosos miembros de la comunidad cristiana visibilizan los excesos de la “guerra contra el narcotráfico”, denunciando que, en el fondo, se trata de un genocidio encubierto que ya se ha cobrado decenas de miles de vidas, incluidas numerosas ejecuciones extrajudiciales y con gente que ni siquiera estaría relacionada con el mundo de la droga.
El punto más álgido en esta crisis se vivió en abril de 2019, cuando el Ejecutivo denunció a cuatro obispos y varios sacerdotes y laicos, acusados todos ellos de promover un “complot” para derrocarle. Algo que el mandatario achacó a la difusión de un vídeo que se hizo viral en Filipinas y en el que se señalaría a su propio hijo, Paolo Duterte, y a un alto cargo presidencial como integrantes de una red de narcotráfico, con lo que se daría a entender que, en el fondo, la estrategia del Gobierno sería monopolizar el control de dicha actividad ilegal.
Un icono social
Tras llevar a todo el grupo ante la Justicia, hace ahora un año, en febrero de 2020, el Ejecutivo se vio obligado a retirar todos los cargos contra los cuatro obispos y dos de los sacerdotes, señalando los fiscales que no había ninguna prueba o fundamento en su contra. Con todo, el caso siguió adelante para el resto de sacerdotes y los laicos. Hasta que, a día de hoy, el único que va a ser juzgado formalmente por “conspiración” y “sedición” es Flavie Villanueva, un conocido sacerdote de la Sociedad del Verbo Divino que lleva este años en libertad bajo fianza, pero que, ahora, deberá defenderse ante un tribunal.
Villanueva, quien ha reconocido que en su día él mismo fue un consumidor de drogas, es un icono entre las clases populares filipinas por su compromiso como director del Centro St. Arnold Janssen Kalinga, en Manila, donde acompaña a colectivos vulnerables y personas sin hogar. Férreo opositor a Duterte desde el inicio de su mandato, rechazando como “falsa” su guerra contra el narcotráfico, ha defendido estos días su posición en declaraciones a la BBC: “Si ser sedicioso significa brindar atención y refugio a quienes han quedado atrás y han sido víctimas de la falsa guerra contra las drogas, entonces acepto y soy culpable de sedición”. “Pero, obviamente –ha remachado–, no encuentro nada sedicioso en ayudar a un hermano, a una hermana, a una familia herida”.
¿Hacia otra “dictadura”?
Los obispos filipinos, muy críticos contra este proceso judicial, no cesan de movilizarse con el que entienden que es el instrumento por el que Duterte busca implementar un régimen autoritario: la Ley Antiterrorista, que entró en vigor meses atrás y que, denuncian, “está pisoteando las libertades fundamentales de la población”.
Así lo clamaron en un mensaje a la nación, en julio, en el que los pastores no dudaron a la hora de señalar que las facultades extraordinarias con las que el Ejecutivo se dota en el presente en una supuesta guerra contra el terrorismo y el narcotráfico recuerdan demasiado a tiempos pasados: “Así fue como empezó todo en 1972, en el alba de la dictadura de [Ferdinand] Marcos”. Hasta tal punto observan similitudes en las actitudes de Duterte que el Episcopado advierte rotundo: “Nos estamos acercando al retorno de la dictadura”.