Mi niñez y mi adolescencia fueron bastante complicadas, queriendo ser un niño desde pequeño y sin entender muy bien qué me ocurría. Vivía con el convencimiento de que esa posibilidad no podía existir. Quería jugar con los chicos, vestir como ellos… Siempre he sido la ‘machorra’, que puede ser un insulto banal, pero en esos momentos me dolía muchísimo.
Por eso me pasé casi toda la infancia sin tener amigos y me convertí en un estudiante mediocre. Realmente era un chico, ¡lo era! En mi juventud empiezo a mentir mucho, a autolesionarme… no quería tener pecho y eso me ha marcado mucho”. Así comienza su historia. Quien habla es Lucas Alcázar, transexual y católico. Dos apellidos que no le molestan porque tiene claro que quiere “ser visible dentro de la Iglesia”, pues “es la única manera de ir cambiando corazones”.
Por eso comparte su testimonio. “He dado charlas en entornos eclesiales y no eclesiales. No tiene nada que ver. En una parroquia el rostro de las personas de Iglesia cambia. La capacidad de escucha no es la misma. Viendo a la persona se acaban las condenas y derribamos los prejuicios”, resalta.
Es miércoles por la tarde. Su cita diaria con la Virgen ya ha tenido lugar. Tras bajar del Santuario de Nuestra Señora de la Cinta, patrona de Huelva, este joven onubense de 37 años descuelga el teléfono para relatar por videollamada a Vida Nueva su camino, en el que solo una cosa le ha salvado: la fe.
“Me he tirado horas y horas rezando en el Santuario, que es el lugar que más me llena. Es mi espacio para recibir y pedir. Allí hablo con la Virgen, rezo… a Ella le dedico tiempo, porque me ha enseñado a confiar a ciegas, a confiar en que todo iba a salir bien, ya que tenía fe. Eso es lo que más me ha ayudado, ha sido fundamental en mi camino”, explica esbozando una sonrisa.
“En mi adolescencia creo descubrirme como mujer lesbiana, pues me doy cuenta de que me gustan las chicas. Esto es algo que mis padres no se lo tomaron del todo bien, pero es verdad que yo tenía solo 17 años y que hace dos décadas no estaba socialmente tan normalizado ser homosexual. Esto hizo que me marchara de casa pronto”, explica. Y continúa: “Estuve un tiempo creyendo que era lesbiana, aunque seguía sintiendo un fuerte rechazo hacia mi pecho. Ahora creo que entonces no quería ver quién realmente era”.
En 2010, en plena crisis económica, pierde su empleo y pasa meses sin trabajar. Es un momento en el que aparecen las drogas en su vida. “Comencé con un problema de adicción que se prolongó cinco años. Yo no vivía en esa época. Cuando dejé de consumir, lo primero que pensé era que llevaba años sin vivir”, señala.
Confiesa que hasta intentó suicidarse: “No era que no quisiera vivir, creo que quería dejar de pensar. Yo sabía que algo me ocurría, no estaba bien. Estaba confundido y desorientado y entré en una clínica de desintoxicación, donde estuve dos años. Intenté contar lo que era allí, pero al final obvié esa parte de mí durante el tratamiento”.
Y en este camino, ¿dónde aparece su parte espiritual? “Desde pequeño he ido a misa y mi abuela me enseñó a rezar, pero, francamente, pensaba que mi sitio no estaba aquí, porque no iba a encontrar una respuesta positiva hacia mí”, explica para luego rematar: “No puedo entrar en un sitio en el que se me repudia”. “Los mensajes que escuchaba siempre eran negativos, pero yo tenía dentro de mi algo que me decía que había algo más, no sé cómo explicarlo, pero lo sabía”, añade.
En este punto, y tras haber abandonado el centro de desintoxicación, Lucas –en ese momento era una mujer–, comenzó a buscarse. Empezó a visitar lugares de espiritualidad relacionados con el budismo, el zen, el yoga… hasta que llegó a él la Casa de Ejercicios San Pablo de los jesuitas en Sevilla. Un fin de semana de silencio y oración, en el que conoció al P. José.
“Me atreví a exponerle lo que me ocurría en el terreno espiritual: me gustaba la meditación budista, pero no me sentía del todo cómodo, yo me encuentro bien viendo la imagen de una Virgen. Es que es donde siento una conexión… Pero me daba miedo acercarme a cualquier parroquia porque me aterraba el rechazo”, explica.
Lucas se sintió escuchado y, por primera vez, con un plan. El jesuita le recomendó que fuera a un encuentro de Ichthys, la comunidad de cristianos LGTBI de Sevilla. Y así lo hizo. “En esos momentos, fue un auténtico regalo encontrar ese grupo, porque necesitaba un espacio así donde poder nutrirme de la espiritualidad que anhelaba. Para mí ha sido un hogar”, comenta. Pese a sentirse parte de un grupo por primera vez, Lucas no comentó nada sobre su identidad sexual por vergüenza.
Meses después, se marcha a Barcelona con un objetivo: encontrarse. Así lo comparte tanto con el jesuita como con Carmen y Raquel, dos compañeras del grupo que han sido sus pies y sus manos durante todo este proceso.
Ellos, sabedores de que algo ocurría, le recomiendan que nada más poner un pie en la Ciudad Condal vaya a visitar a un sacerdote que podía ayudarle. Un consejo que acepta. Y esa persona se convierte en alguien muy importante en su caminar.
“Fue la primera vez que le verbalicé a alguien lo que me ocurría: que me sentía un hombre. Él me ayudó muchísimo, aunque no era consciente. Recordaré siempre sus palabras: ‘No te puedo aportar mucho sobre lo que me estás contando porque es un mundo desconocido para mí, pero sí te digo algo para que no se te olvide jamás: Dios siempre va a estar contigo’”. De hecho, “me contó su vocación como un proceso también complicado para que yo viera que no todos los caminos son sencillos”, remata.
“En Barcelona fue la primera vez que yo me siento yo”, continúa explicando. Allí conoció a otras personas que estaban pasando por su misma situación. Comenzó una terapia psicológica grupal en la que le ayudaron a “discernir si realmente era un hombre y tenía que seguir adelante”. “Lo llevaba negando toda mi vida, pero ahora lo tenía claro: yo siempre he sido Lucas”, reconoce.
“Me aconsejaron que me pusiera un apodo masculino y que me comprara ropa. Sé que es algo muy simple, pero el caso es que me fui a comprar ropa y dije: este sí soy yo, lo que había antes no era yo”, rememora. Tras comenzar el tratamiento hormonal y lleno de miedos, vuelve a su casa. Su primer paso: operarse el pecho. “Lo recé mucho y me amparé en mi fe”, asevera.
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