Una año más, el silencio y la sensación de vacío en la basílica de san Pedro en la tarde del Viernes Santo ha sido algo más que un gesto ritual. La celebración, con el mínimo de gente necesaria para desarrollar la liturgia y una pequeña representación de fieles, comenzó a las seis de la tarde, con el templo a media luz, y el papa Francisco postrado en el suelo en señal de penitencia y adoración sin cantos y con vestiduras rojas frente al crucifijo cubierto.
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En torno al altar de la cátedra de San Pedro se han desarrollado los ritos de esta liturgia especial que tiene en el centro la proclamación del relato de la Pasión de Jesús según san Juan. La celebración ha incluido, en la solemne oración universal del Viernes Santo, antes de la adoración de la cruz y la distribución de la comunión, una oración especial “por todos aquellos que sufren las consecuencias de la pandemia actual”. Se ha pedido, al igual que hace un años, “para que Dios Padre conceda la salud a los enfermos, fortaleza al personal sanitario, consuelo a las familias y la salvación a todas las víctimas que han muerto”. El Papa ha implorado a Dios: “mira compasivo la aflicción de tus hijos que padecen esta pandemia; alivia el dolor de los enfermos, da fuerza a quienes los cuidan, acoge en tu paz a los que han muerto y, mientras dura esta tribulación, haz que todos puedan encontrar alivio en tu misericordia”.
La fuerza de la fraternidad
El Papa, que preside la celebración, en cambio, no pronuncia la homilía. Ha sido, un año más el predicador de la Casa Pontificia Rainiero Cantalamessa –cardenal desde el pasado mes de noviembre y que cumple 40 años en este encargo– el encargado de hacerlo. Sin más ornamento litúrgico que su hábito de capuchino con solideo rojo, el religioso capuchino ha señalado que “el misterio de la cruz que estamos celebrando nos obliga a centrarnos precisamente en este fundamento cristológico de la fraternidad, que fue inaugurado precisamente en la muerte de Cristo” y que el papa Francisco ha puesto de manifiesto en la encíclica ‘Fratelli tutti’.
Para el purpurado, celebrar la Pascua, es, en cierto modo, reconocer que “Cristo se convierte en el primogénito entre muchos hermanos”; ser “Hermanos ‘de sangre’ también en este caso, ¡pero de la sangre de Cristo! Esto hace que lafraternidad de Cristo sea algo único y trascendente, en comparación con cualquier otro tipo de fraternidad, y se debe al hecho de que Cristo también es Dios”, destacó. “Somos hermanos no sólo a título de creación, sino también de redención; no sólo porque todos tenemos el mismo Padre, sino porque todos tenemos al mismo hermano, Cristo”, añadió.
La división entre las iglesias
Una fraternidad, precisó, que “se construye exactamente como se construye la paz, es decir empezando de cerca, por nosotros –artesanalmente, como dice el Papa–, no con grandes esquemas, con metas ambiciosas y abstractas”. Ante esto, denunció, “¡La fraternidad católica está herida! La túnica de Cristo ha sido desgarrada por las divisiones entre las Iglesias; pero —lo que es peor— cada trozo de la túnica está dividido a menudo, a su vez, en otros trozos”.
Para Catalamessa, la división mayor entre los cristianos no se produce por los dogmas sino por “la opción política, cuando toma ventaja sobre la religiosa y eclesial y defiende una ideología, olvidando del todo el sentido y el deber dela obediencia en la Iglesia”. “Esto es un pecado, en el sentido más estricto del término. Significa que ‘el reino de este mundo’ se ha vuelto más importante, en el propio corazón, que el Reino de Dios”, reclamó.
Por ello, hizo un llamamiento a “aprender del Evangelio y del ejemplo de Jesús” que no se alineó con los partidos de su entorno (fariseos, saduceos, herodianos y zelotas); algo que “la primitiva comunidad cristiana siguió fielmente en esta elección”. Así, recordó a los obispos “que deben ser pastores de todo el rebaño, no de una sola parte de él”, por ello “son los primeros en tener que hacer un examen serio de conciencia y preguntarse a dónde están llevando a su rebaño: si a su lado, o al lado de Jesús”.