Confiesa que “es un poco pronto para hablar de él”. “Me he quedado paralizado –añade–, porque su marcha supone para mí la despedida de un maestro y de un amigo muy cercano. Él mismo, cuando cumplió los 80 años, citó una canción alemana que dice que todavía permanecen las viejas callejuelas, pero los viejos amigos se van”. Así arranca la conversación con el doctor en Teología y Filosofía Manuel Fraijó, pocas horas después de conocer la muerte de Hans Küng.
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“En cuanto me enteré, cogí entre mis manos su libro Humanidad vivida y me fui al capítulo ‘Al atardecer de la vida’. Ahí señala que ‘estoy a la espera, preparado para despedirme en cualquier momento’”. Desde ahí reflexiona el catedrático emérito de Filosofía de la Religión e Historia de las Religiones en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Pero, sobre todo, un discípulo y amigo.
PREGUNTA.- Cuando alguien fallece a una avanzada edad, nos quedamos con la imagen de él envejecido, pero usted conoció a un profesor de teología en la plenitud de la vida…
RESPUESTA.- Le conocí en los 70, en su década prodigiosa, porque en ella aparecen sus libros Ser cristiano (1974) y ¿Existe Dios? (1978). Era un Küng joven, deportista, alegre, con una enorme pasión creyente, que me ha fascinado siempre en él porque la mantuvo hasta el final y a pesar de todo. Yo no sé de dónde bebía. Después de asomarse a tantos abismos intelectuales, no perdió nada en el camino. Y, ante todo, su enorme cercanía humana. Ninguno me preguntaba como él sobre cómo me encontraba, mis proyectos, mis investigaciones…
Cuando, más tarde, iba a su casa de Tubinga, nunca olvidaré las oraciones de bendición de la mesa, todas referidas a la acogida del huésped y a la acción de gracias permanente. Hace diez años murieron uno de sus mejores amigos y su mujer. Decidió comprarse su tumba al lado de ellos, reflejo de ese deseo de cercanía con los que apreciaba. En este sentido, ha dejado todo preparado: las oraciones para sus exequias, el velatorio de su cadáver en su despacho…
Riguroso y elegante
P.- ¿Hans Küng demostró que se puede ser riguroso en la investigación y, a la vez, ser divulgativo, conectar con el gran público?
R.- Como profesor, era muy exigente, de enorme rigor teológico y filosófico. Y lo ejercía con una elegancia literaria impresionante, que le ayudó a llegar a muchísima gente. De ahí que Ser cristiano sea uno de los libros de teología más leídos del siglo XX, además de ser para mí su obra más genial. Ortega decía que “la claridad es la cortesía del filósofo” y puedo decir que Küng ha sido un filósofo muy cortés.
Uno de los grandes secretos de la enorme difusión de su obra estaba en una claridad que él atribuía a los jesuitas, a los siete años que pasó en la Gregoriana, una etapa de la que guardaba un recuerdo extraordinario. De hecho, presumía en ese sentido de ser más latino que teutón. En cualquier caso, nunca se vio como un profeta de nada ni de nadie, sino que quería ser recordado por su oficio, como profesor. Precisamente, ese es el epitafio que ha elegido: ‘Profesor Hans Küng’.
P.- ¿Se puede entender la teología del siglo XX sin Küng?
R.- Nadie es imprescindible, ninguna teología es imprescindible y todas son perecederas y cambiantes, proyectos argumentativos y explicativos muy ligados a la época y al tiempo. Permanece más la mística que la teología. San Juan de la Cruz y santa Teresa no se irán nunca. La teología de Küng sí ha sido muy apropiada para la época de búsqueda en la que estábamos.
Realmente, el caudal de información que ofrecen sus libros ha invitado a la teología a ser muy bíblica, siguiendo a su maestro Karl Barth, que consideraba que “un dogma es decir con otras palabras lo que dice la Escritura”. También ha propuesto a los teólogos que se abran a las inquietudes y problemas de este tiempo, siguiendo en este sentido a Karl Rahner. Además, Küng ha ayudado a los creyentes de a pie que han querido creer y comprender. La teología actual es pensable sin él, pero por suerte no hay que pensarla sin él.