A dos años de la beatificación de los mártires riojanos, Susana Pedernera recuerda la lucha y el legado del mártir
Conversando con Susana, dice de modo muy natural que su papá le dijo a ella y a sus hermanas que había que perdonar. Algo normal en un padre, sobre todo cuando se pelean entre hermanos.
La casa de Susana es sencilla y está en el extremo oeste de la ciudad de La Rioja, al pie de la montaña. Huele a hogar, a familia, a Dios. Susana es amable, alegre y con su esposo tienen 2 hijos que nombra con orgullo.
En un rincón del comedor hay un altar con la Virgen, el Sagrado Corazón, el papa Francisco, el beato Angelelli, un rosario, y varias fotos familiares. Sobresale la del rostro de un hombre que se parece a Susana, es su papá fallecido cuando ella tenía 7 años.
Me cuenta que el “papi” era muy cariñoso, cuando llegaba de trabajar sentaba a sus hijas en las rodillas y les pedía que lo besaran fuerte en las mejillas, les construía hamacas, las hacía jugar.
Trabajaba en una cooperativa de campesinos difundiendo la dignidad laboral de todos. Con su mamá, catequista, participaban de la parroquia y tenían cercanía con el sacerdote del pueblo y el obispo. Me cuenta que la gente habla de su padre, su bondad, su tarea y ella aún no dimensiona ser hija de este hombre.
La historia sigue siendo normal, la de una familia más. Al ponerle nombres y apellidos y un contexto se convierte en especial. Susana es hija del beato mártir Wenceslao Pedernera, el de la foto grande en el altar. Un laico y padre de familia que dio la vida por sus ideales. Casado con Coca, tuvieron 3 hijas, María Rosa, Susana y Estela.
En 1976, las fuerzas del estado, quisieron asesinarlo ingresando a su casa de Sañogasta (provincia de La Rioja) en una fría noche de julio. Aunque lo balearon y lo golpearon, no lograron (en palabras de Susana) “terminar el trabajo” que era matarlo. Su esposa y sus hijas, testigos del ataque, pidieron auxilio y, con un vecino en su camioneta, lo llevaron al hospital de la ciudad de Chilecito. Mientras llegaba la ayuda, “el papi, en el suelo y gritando de dolor, nos dijo perdónenlos, no odien, yo ya los perdoné”.
Al llegar lo auxiliaron rodeado de gendarmes y a Coca con sus 3 hijas, las encerraron, interrogatorio mediante, en una pieza con 2 camas y 2 policías que les dijeron que estaban incomunicadas, y que a Wenceslao, lo estaban atendiendo y lo tenían que operar. Así pasaron la noche.
Al llegar la media mañana, María Rosa pidió ir al baño, una vez afuera, llevada por los quejidos de dolor de su padre llegó al lugar donde estaba; debajo de la cama había sangre. Al verla le preguntó cómo estaba ella, su mamá y sus hermanas, la niña le contestó que bien y regresó a la habitación para no ser descubierta.
Al poco rato llegó una enfermera diciendo “que el papi había muerto”. Demoraron en entregarlo y varios años después, al exhumar sus restos comprobaron que solo le habían puesto unas compresas de gasa para detener la sangre. Sin ningún otro auxilio, “el papi murió desangrado, se entregó al saber que estábamos bien”.
Después del martirio de Wenceslao, comenzó el martirio de estas 4 mujeres. Fueron aisladas y rechazadas por vecinos y familiares. También sufrieron necesidades básicas. Son las mártires del mártir. Aún hoy no cobran ninguna pensión por la dilación del juicio civil.
Podría escribir muchas cosas más pensando en aquella noche en que estuvieron presas y se quedaron sin esposo y sin papá. Prefiero contar que me impresionó la paz y serenidad con que Susana me cuenta la historia. No hay en ella revancha, resentimiento, resignación ni rencor. Susana transmite paz, transmite esperanza, transmite perdón. Aunque tiene memoria de todo, olvidó el daño recibido.
Puso en mis manos las reliquias de su papá, allí le pedí por todos, especialmente por los laicos y los matrimonios.
Cuando volvía a mi comunidad sentí la alegría de ver en Susana lo que su papá les pidió y él mismo vivió: “Perdónenlos, yo ya los perdoné”. Me recuerda a lo que Jesús dijo en la Cruz.