El enviado especial de Vida Nueva a Budapest, Antonio Pelayo, detalla todos los entresijos de esta primera jornada matutina del papa Francisco en la capital húngara
Un madrugón inédito en la ya más que centenaria lista de los viajes papales. El avión de Alitalia (que, por cierto, realizará su último vuelo con el Papa a bordo) despego del aeropuerto de Fiumicino a las seis de la mañana cuando en Roma era todavía noche profunda; los periodistas, en consecuencia, comenzamos a llegar a las tres y media de la madrugada del domingo, escasos de sueño.
El vuelo entre Roma y Budapest duró una hora y tres cuartos; después del desayuno, Francisco se desplazo hasta la cola del aeroplano para saludar uno a uno a los 78 informadores que le acompañamos. Diálogos más breves de lo habitual por la premura del tiempo disponible; algunos pretenden prolongar la conversación pero Matteo Bruni con gesto cortés lo impide. El organizador de los viajes, monseñor Dieudonne avisa al Papa que debe regresar a su asiento porque estamos aterrizando.
Al llegar a mi posición, el Santo Padre me saluda con un inesperado comentario al color azul claro de mi chaqueta: “¡Qué primaveral!”. Me confirma su interés por nuestra revista que lee de cabo a rabo y cuando le comento que se lo agradecemos, aunque a veces podríamos hacerlo mejor, él le quita importancia: “Todos nos equivocamos alguna vez –añade–, yo también”. Nuestro breve encuentro finaliza con un abrazo que por ambas partes no tiene nada de protocolario.
Después de una brevísima ceremonia de acogida en el aeropuerto, la caravana papal se desplaza a toda velocidad hacia el centro de la capital, donde en su Museo de Bellas Artes esta previsto el encuentro con el presidente de la República, János Áder, y el polémico primer ministro, Viktor Orbán. Algunos colegas han centrado toda la atención sobre esta entrevista cuya ausencia hubiera resultado injustificable por muy diversas que sean las posiciones de Bergoglio y Orbán sobre numerosas cuestiones especialmente ligadas al problema de la emigración.
Estaban presentes además del Papa, el cardenal Parolin, secretario de Estado, y monseñor Gallagher, y en las imágenes transmitidas de los escasos treinta minutos que ha durado la ceremonia nada permite suponer que la atmósfera haya sido tensa. Tal vez cuando se conozcan más detalles podrá saberse si se ha profundizado en algún tema de índole política. El único elemento informativo es una afirmación de Orbán en Facebook: “He pedido al papa Francisco que no deje morir a la Hungría cristiana”.
La magnífica plaza de los Héroes de la capital húngara ha sido el escenario de la Misa de clausura del Congreso Eucarístico Internacional. Una multitud que se ha cifrado en cien mil fieles ha aclamado al Papa con manifiesto entusiasmo; entre los fieles destacaban varios centenares de sacerdotes que cubrían sus cabezas con sombreros blancos y grupos de militares con espectaculares uniformes del fenecido imperio austro-húngaro. Con el Papa han concelebrado más de cien obispos (solo dos españoles, el emérito de Leon y el auxiliar de Santiago de Compostela).