Si la primera mitad de su visita a Eslovaquia se ha desarrollado enteramente en la capital, Bratislava, Francisco visita hoy martes la segunda y tercera ciudad de este pequeño país centroeuropeo habitado por cinco millones y medio de habitantes. Kosice y Pressov han sido las metas de su peregrinación donde ha sido acogido por unas muy nutridas y festivas multitudes que, sin duda, echó en falta en sus últimos viajes a Tailandia, Japón e Irak.
Sus auditorios han sido también variados: los católicos de rito greco-católico o bizantino (unos 200.000, es decir, el 5% de las cifra total de casi 4 millones) los gitanos (400.000 diseminados en barrios miserables) y las jóvenes generaciones. A cada uno de estos grupos ha dirigido un mensaje concreto, exigente y esperanzador.
En torno a las diez de la mañana, Francisco llegó a la ciudad de Pressov, más concretamente al centro deportivo Mestska Sportova hala, en cuya explanada adjunta se iba a celebrar la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo. El Pontífice fue recibido por el arzobispo metropolitano para los católicos de rito bizantino, el jesuita Jan Babjak, y en la celebración le acompañaron varias docenas de obispos, sacerdotes y acólitos revestidos con sus espectaculares ornamentos.
Como la liturgia de la Iglesia universal festeja la Exaltación de la Santa Cruz, la homilía papal se centró en la aceptación de la cruz que “a los ojos del mundo es un fracaso”. Él, sin embargo, destacó que “no aceptar al Dios débil y crucificado es soñar con un Dios fuerte y triunfante. Es una gran tentación. Cuántas veces aspiramos a un cristianismo de vencedores, a un cristianismo triunfador que tenga relevancia e importancia, que reciba gloria y honor. Pero un cristianismo sin cruz es mundano y se vuelve estéril”.
En otro momento de su reflexión advirtió: “Son incontables los crucifijos en el cuello, en casa, en el auto, en el bolsillo, pero no sirve de nada si no nos detenemos a mirar al Crucificado y no le abrimos el corazón… No reduzcamos la cruz a un objeto de devoción, mucho menos a un símbolo político, a un signo de importancia religiosa y social” (alusión muy clara a políticos como el italiano Matteo Salvini o el húngaro Viktor Orbán, que exhiben con alguna frecuencia crucifijos o rosarios en mítines políticos).
“La cruz –añadió un poco más adelante– no quiere ser una bandera que enarbolar, sino la fuente pura de un nuevo modo de vivir. El testigo que tiene la cruz en el corazón y no solamente en el cuello no ve a nadie como enemigo sino que ve a todos como hermanos y hermanas por los que Jesús ha dado la vida… no busca los propios beneficios para después mostrarse devoto, esta sería una religión de la doblez, no el testimonio del Dios crucificado”.
Después de una pausa en el seminario de Kosice, donde comió y, probablemente, se permitió una merecida siesta, el Papa se dirigió a Luník, donde vive –más bien deberíamos decir malvive– un sector importante de la población rom de Eslovaquia. Desde hace años son los salesianos los que atienden humanitaria y espiritualmente a esta comunidad que ocupa casas semi-decandentes, donde escasean servicios esenciales como el gas o la electricidad.
Después de escuchar algunos testimonios, el Santo Padre abordó sin rodeos el problema de la discriminación que frecuentemente sufren los gitanos no solo en este país. “Demasiadas veces –les dijo– habéis sido objeto de preconceptos y de juicios despiadados, de estereotipos discriminatorios, de palabras y gestos difamatorios. De esta manera nos hemos vuelto más pobres, pobres de humanidad. Lo que necesitamos es recuperar dignidad y pasar de los prejuicios al diálogo, de las cerrazones a la integración”.
Por si no hubiera quedado claro el concepto, lo recalcó de nuevo: “Juicios y prejuicios solo aumentan las distancias. Conflictos y palabras fuertes no ayudan. Marginar a las personas no resuelve nada. Cuando se alimenta la cerrazón, antes o después estalla la rabia. El camino para una convivencia pacífica es la integración. Es un proceso orgánico, lento y vital que se inicia con un reconocimiento recíproco, va adelante con paciencia y mira al futuro”.
“¿Y a quien le pertenece el futuro? –se preguntó–. A los niños. Ellos son los que nos orientan. Sus grandes sueños no pueden hacerse añicos con nuestras barreras. Ellos quieren crecer junto a los demás, sin obstáculos ni exclusiones. Merecen una vida integrada y libre… por los hijos –subrayó mientras miraba a los numerosos gitanillos que le observaban con divertida curiosidad– deben tomarse decisiones valientes, por su dignidad, por su educación, para que crezcan bien arraigados en sus orígenes y, al mismo tiempo, para que no vean coartada cualquier otra posibilidad”.