La visita de Francisco a Budapest y Eslovaquia podría ser definida como el ‘viaje de las sorpresas’. Por supuesto, buenas sorpresas. La primera, la extraordinaria resistencia física de Jorge Mario Bergoglio, un anciano de 84 años que ha sufrido hace apenas dos meses una complicada intervención quirúrgica de la que los especialistas consideran que el paciente necesita bastante tiempo para recuperar la normalidad funcional… y psíquica.
Pues bien, el Papa ha superado, con auténtico espíritu olímpico, el desafío de un programa del 12 al 15 de septiembre que nos ha dejado a los que le hemos seguido al borde del agotamiento. Una jornada en Hungría y tres en la pequeña república situada en el corazón de Europa.
En segundo lugar, yo situaría el descubrimiento de una ‘nueva y renovada’ Eslovaquia. A todos nos ha llamado la atención la amable acogida de sus habitantes. Los que hemos tenido la ocasión de visitarla más de una vez en los últimos 30 años hemos constatado el enorme progreso social.
Después de décadas de férreo totalitarismo, es hoy un país democráticamente estable, con un clase política no revanchista y una magistratura bastante creíble. No se registran movimientos reaccionarios y da muestras de una integración en la UE más madura y serena que Hungría o Polonia. La sintonía entre el Papa y la presidenta Zuzana Caputovà es prueba de ello.
En muchos viajes acompañando a los papas, he escuchado numerosos discursos de presidentes de los diversos países. Pues bien, el de Caputovà ha sido, sin duda, uno de los mejores. La elegante y atractiva abogada de 48 años, madre de dos hijas y elegida en el año 2019 al frente de su nación, supo encontrar los términos justos para trazar el significado de la visita de Francisco.
“Le damos la bienvenida –dijo en su discurso, pronunciado el lunes 13 de septiembre en el jardín del Palacio Presidencial– no solo como el representante de una de las más grandes familias espirituales del planeta y de sus valores, sino, además, como el portador de la muy necesaria inspiración para el futuro de la humanidad…”. “Usted presenta el mensaje del Evangelio (…) como el camino para transformar nuestro presente y como un puente hacia el futuro”, elogió la lideresa, que puso en valor las encíclicas sociales del Papa argentino, así como su oposición “a los que explotan la religión con fines políticos”.
No dudó en hacerse eco de las alertas que lanza una y otra vez Francisco: “El populismo nacionalista, el egoísmo, el fundamentalismo y el fanatismo”. “Usted pone el énfasis en que el corazón del Evangelio es preocuparse por los que sufren necesidad, por los que no tienen casa, por los que han sido obligados a abandonar sus países por la guerra, el terrorismo y la pobreza”, completó. Así, se sumó a la propuesta del Papa de ver la política no como “la derrota de los opositores”, sino como medio para “encontrar la compasión”.
Francisco siguió estas palabras con evidente satisfacción y correspondió con otro discurso muy en sintonía con el que acababa de escuchar, deseando que Eslovaquia “reafirme su mensaje de integración y de paz” y que “Europa se distinga por una solidaridad que, atravesando las fronteras, pueda volver a llevarla al centro de la historia”.
Partiendo del pan y la sal, símbolos de la acogida eslovaca que le ofrecieron dos niños a la entrada del palacio, Francisco reivindicó que “es necesario esforzarse para construir un futuro en el que las leyes se apliquen a todos por igual, sobre la base de la justicia, que no está nunca en venta”. A partir de ahí, instó a “emprender una seria lucha contra la corrupción”, en un país que ha visto caer a dos gobiernos en cuatro años por este motivo.
El encuentro con Caputovà dio el pistoletazo de salida para un periplo maratoniano que continuó en la catedral de San Martín, donde Beethoven dirigió por primera vez en 1835 su Missa Solemnis. Le esperaban obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y catequistas, en un templo abarrotado de fieles, muy por encima del número anunciado previamente. “Les animo a crecer libres de una religiosidad rígida”, les amonestó.
El Papa les hizo ver que no se puede aplicar “una simple repetición del pasado” ni dejarse atrapar por la “autorreferencialidad”, convencido de que “el centro de la Iglesia no es la Iglesia”. “¿Cuáles son las necesidades y las expectativas espirituales de nuestro pueblo? ¿Qué se espera de la Iglesia?”, les dejó como cuestiones a resolver.
En este contexto, me gustaría subrayar la renovación de la Iglesia eslovaca, con una jerarquía, quizás carente de grandes figuras, pero cercana a su pueblo, con un clero más joven que el de la mayoría de los países europeos y un dinamismo pastoral que está consiguiendo una nueva evangelización sin por ello traicionar su tradicional religiosidad popular.
De la catedral, Francisco pasó al encuentro con la comunidad judía, que no falta nunca en la agenda de los viajes papales. Según datos fidedignos, más de 100.000 eslovacos de origen judío fueron víctimas de la Shoá y de los 15.000 que vivían en Bratislava, apenas sobrevivieron 3.000. Y no solo los seres humanos fueron sacrificados en el holocausto, también su rico patrimonio arquitectónico y cultural fue destruido por la barbarie nazi y comunista. Solo a partir de 1989, la comunidad judía ha podido renacer y hoy lleva a cabo numerosas actividades religiosas, culturales, educativas y sociales.
Francisco acudió a la plaza Ribné Namestie, que se encuentra en el corazón de la vieja ciudad y donde surgía la gran sinagoga Neolog demolida en 1969. Antes de tomar la palabra, escuchó el testimonio de un superviviente de la Shoá y de la ursulina sor Samuela, cuya congregación salvó muchas vidas de niños y niñas judías ocultándolos en sus monasterios.