Las estadísticas muestran que Sierra Leona, además de ser uno de los países más pobres del mundo, es de los que tiene una población más joven. Un dato que hace que el número de huérfanos que sobreviven de cualquier manera como niños de la calle se dispare hasta los 300.000 menores.
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La guerra civil que vivió hasta hace poco el país y el improvisado proceso de descolonización de los ingleses hicieron que, durante la contienda, se estableciese la edad penal en 10 años y se crease un delito específico para quienes merodeaban por la calle sin rumbo fijo. Esto provocó un desmedido incremento de la población reclusa en un país con un sistema judicial desbordado y con medios insuficientes.
La evolución ha hecho que, para las autoridades, cualquier joven sea sospechoso de ser acusado y el sistema ha recrudecido las sanciones a los reincidentes. Por ello, hace ocho años, los salesianos pusieron su mirada en la prisión de Pademba, en Freetown, capital del país. Construida hace casi un siglo para albergar a alrededor de 300 reclusos, hoy acoge a casi 2.000 sin que haya sufrido remodelación alguna.
Es más, con motivo de la pandemia –cuenta el misionero Jorge Crisafulli, coordinador del Grupo Don Bosco–, “los reclusos incendiaron buena parte de la prisión, incluyendo el archivo en el que se almacenaban todos los expedientes de los presos”. En la quema se respetó el local que usa el grupo de trabajadores que ofrecen acompañamiento, asistencia y atención jurídica a los internos más vulnerables. “Los presos viven hacinados y reciben un té negro amargo como desayuno y una sola comida al día y siempre la misma: arroz con salsa picante”, explica el salesiano.
Un grupo de técnicos y voluntarios visita a diario la cárcel y se dedica a “ayudar y atender a los presos más jóvenes y a los más débiles”, relata el religioso argentino a Vida Nueva. Dos días por semana, tres grupos de 75 reclusos reciben una comida extra, atención sanitaria, legal, acompañamiento, ayuda espiritual, formación y actividades de ocio.
Presunción de culpabilidad
Cada semana, Crisafulli preside la misa en la cárcel y ya se ha acostumbrado a ver el hacinamiento, la insalubridad o el olor nauseabundo por la falta de agua que hay dentro de la prisión. Aunque lo que más indigna a los misioneros es “que hay muchos menores cumpliendo condenas desproporcionadas por faltas leves, como participar en una pelea o romper un cristal, y que conviven con adultos sin que sus familias sepan que están allí. Los someten a todo tipo de abusos, desde robarles la comida, obligarles a abanicarlos, recoger los excrementos por la noche… hasta abusos sexuales”.
Y es que el perfil de los menores encarcelados es el de huérfanos que duermen en la calle, o con “años de condena por robar un teléfono móvil, por tenerlo en su poder aunque ellos no lo robaran, por robar ovejas, una moto, por matar un animal…”, lamenta Crisafulli.
“En muchos casos, la policía detiene a los primeros que encuentra en el lugar de un delito, les cambian la edad y los llevan directamente a Pademba sin comunicárselo a nadie. Aquí la presunción de inocencia no existe, hay presunción de culpabilidad, y hay que demostrar que uno es inocente”, denuncia el misionero.