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Gloria Cecilia Narváez: la misión no se secuestra





Buesaco está en el departamento de Nariño, al sur de Colombia. Una región que debe su nombre a los indígenas buesacos, sus primeros pobladores antes de la conquista española. Ahora, este municipio ignoto pasará a los anales de la historia por ser la cuna de Gloria Cecilia Narváez Argoty, la monja secuestrada en Mali (África) por un grupo yihadista, vinculado a Al-Qaeda, durante cuatro años, ocho meses y dos días.



Un 25 de septiembre de 1962 nace la religiosa en el seno de una familia con arraigados valores católicos. Hija de Félix Marino Narváez, comerciante de la zona, y de Rosa Argoty de Narváez. Cuatro hermanos, dos hombres y dos mujeres. La familia se traslada a Pasto, capital del departamento, en pos de un mejor futuro. Allí crecieron los niños y estudiaron.

Su hermano Edgar Narváez, profesor de Filosofía, cuenta a Vida Nueva que “mi hermana siempre fue una mujer muy dedicada a su estudio, a la religión y de pequeña siempre tuvo la idea de ayudar a los niños más necesitados”.

En plena adolescencia, fue a los colegios y barrios más pobres de Pasto a dar catequesis y a alfabetizar a los niños más pobres. “De ahí creo que le nació la vocación de ayudar a los demás. Más tarde, lo que hizo fue enviar una carta a las hermanas para que la aceptaran y así convertirse en religiosa”, relata Edgar, que no cabe de dicha al ver por televisión a su hermana en el Vaticano, de tú a tú con el papa Francisco: “Yo le contaba que acá en Colombia esto es una locura, cuando vengas te darás cuenta de que eres famosa, te van a hacer homenajes en todas partes, prepárate”. Solo me dijo: “No quiero eso, quiero llegar a descansar, ver a mi familia y vivir una vida normal”.

Última voluntad

Así transcurrió la primera conversación entre hermanos: “Adelantamos cuadernos, como decimos en Colombia. Fue muy doloroso darle la noticia de la muerte de nuestra madre”. Rosa había fallecido en noviembre de 2020, un año antes de la liberación. “Mi madre era como mi amiga, más que una mamá era como mi compañera, una señora de buen carácter, como Gloria, creo que de ahí lo heredó. Muy buena gente, con un corazón enorme. Mi madre nunca tuvo problemas con nadie; ella rezaba todas las noches, y rezó como más de 1.600 rosarios por la liberación, y creo que ella también tiene parte en esto”, afirma Edgar.

Rosita –como la llamaban cariñosamente– ya estaba cansada y “muy viejita, empezó a bajar de peso, a complicarse físicamente”. “Ella me dijo, horas antes de morir, que, cuando recibiera a mi hermana, le dijera que siempre la estuvo esperando, que rezó por ella en estos años: ‘Recíbanla con todo el amor que no podré’”. Fue su última voluntad.

Final feliz

Esa esperanza de su liberación siempre estuvo latente en la familia Narváez Argoty. Aquel vídeo, cuando imploró a Francisco: “Haga hasta lo imposible por liberarme”, tuvo un final feliz. “Jamás imaginó que el Santo Padre la recibiera. Fue tanta su sorpresa, incluso enviaron un avión del Vaticano a Mali solamente para recogerla a ella”, indica Edgar.

Sobre los detalles de esta operación, explica: “Fue un proceso largo de trabajo, en conjunto con otros países, están las cancillerías de Ghana, de Mali, de Francia, de España, del Vaticano, incluso de Brasil. El Gobierno de Colombia –por medio del Grupo de Acción Unificada por la Libertad Personal (GAULA)– intervino en el proceso de negociaciones con los militares y las autoridades de Mali”.

Gloria Cecilia, según datos de la Conferencia de Religiosos de Colombia, ingresó en el noviciado el 2 de agosto de 1982. Sus primeros votos los profesó dos años después, hasta que en 1989 hizo su profesión perpetua. Desde entonces, se dedicó a la educación como apostolado. De hecho, se tituló docente en la Unimariana de Pasto y realizó estudios de enfermería. En ese ínterin, fue rectora de varios colegios, hasta que, inspirada en el carisma de su congregación –y para sorpresa de su familia– decidió partir hacia África en 2002.

Alegre, carismática, jovial

“Para la hermana Carmen Valencia y hermanas de la provincia, quiero en este momento agradecerles de todo corazón sus oraciones y les pido perdón por las cosas malas que hay en mí”. Fueron las primeras palabras de la religiosa colombiana para su comunidad, tras ser liberada. “Ella sigue siendo la de siempre, sencilla”, comenta Carmen Isabel Valencia, superiora de la congregación de las Franciscanas de María Inmaculada en Pasto, a la que pertenece Gloria.

Ambas son entrañables amigas, desde que ingresó al noviciado: “Hicimos la etapa de formación juntas en la casa madre, ella era mucho más adelantada que yo. Siempre alegre, carismática, jovial. Era muy joven, tenía solo 20 años. Lo que más destaco es su sencillez, compañerismo, entrega al servicio, todo lo hace con pasión”.

Pero, ¿tendrá algo Gloria por lo que pedir perdón? A la pregunta, Valencia menciona a pie juntillas: “Al contrario, somos nosotras quienes pedimos perdón, pues su vida siempre ha sido ejemplo de misión. Ella fue quien se entregó a sus captores para proteger a las cuatro hermanas más jóvenes que estaban en la casa. Ella, la mayor, con 55 años, pidió que se la llevaran. No dudó ni un segundo en entregar su vida por otros”.

Ayudar era su prioridad

Fueron cuatro años muy duros para la comunidad y la familia. Hay un dato clave antes del secuestro, revela Carmen: “La hermana Gloria nos manifestaba la necesidad de enviar a más hermanas para trabajar en esta obra, ya que había necesidad, muchos niños necesitaban ayuda, pues a veces no se daba abasto. Ella siempre pensaba en función de la obra. Así, fue postergando su regreso a Colombia”.

Por otra parte, “su hermano Edgar nos insistía, yo le decía que pidiera el relevo, que llevaba casi 16 años en África”. En cambio, ella replicaba: “No, yo voy a dejar caminando este proyecto para que no se vaya a acabar, que se compacte más. Después ya pido un relevo, voy un añito, descanso y regreso”.

“Cuando hablamos la primera vez, yo le dije: ‘Gloria, ¿qué te sostuvo en el cautiverio para no haberte enfermado?’. Ella me respondió que tenía en el bolsillo una estampita de la madre Caridad Brader, nuestra fundadora y beata. No entiende cómo llegó ahí, solo que, en los momentos de mayor zozobra, recitaba una frase allí escrita: ‘Hermanas, callemos para qué Dios nos defienda’. Fue el aliciente en esos momentos”, señala. Mientras tanto, valora que, “en estos cuatro años de secuestro, no la hicieron perder el carisma, la alegría, ser gozosa, porque es una mujer muy pobre y muy desprendida”.

Su hermano Edgar lo ratifica: “Ella tiene muchas virtudes, por eso se gana el cariño de la gente. Eso la llevó incluso a convertirse en la enfermera de otros cautivos y hasta de sus captores. Sus conocimientos en primeros auxilios los puso al servicio de todos, no le importaba si eran guerrilleros, yihadistas o musulmanes, su prioridad era ayudar”. Esa misma vocación fue su espada de Damocles, opina Edgar, convencido de que “estos tipos no la dejaban en libertad por eso”.

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