“Tenemos que ser mujeres valientes, porque, si muestras debilidad estás acabada, no puedes lograr nada. A veces, llevar el hábito es una ventaja”. Para entender las palabras de la hermana Nabila Saleh hay que verla en acción en Gaza, donde más de uno la ha apodado “la Ministra”.
Sus ojos verdes están siempre abiertos. Sus orígenes egipcios son una ayuda natural para las relaciones que, por estos lares, son bastante complicadas. Más aún si estás al frente de la Rosary Sister’s School, la escuela de excelencia de la Franja a la que asisten algunos hijos de quienes la gobiernan. Desde jardín de infancia hasta bachillerato hay 1.160 alumnos, de los cuales solo 78 son cristianos.
La primera sirena de este año sonó el 4 de septiembre, con tres semanas de retraso. No fue por el coronavirus, sino por las tareas de reconstrucción de los daños causados por la guerra del pasado mes de mayo. En el despacho de Nabila, los monitores desde los que controlaba las aulas y las cámaras de vigilancia externas están apagados. Las últimas imágenes registradas son del 12 de mayo de 2021 cuando un río de fuego alcanzó la entrada principal de la escuela.
“Trescientos mil dólares en daños, una cantidad enorme comparada con los quinientos mil dólares del presupuesto anual. Afortunadamente, no fue un daño estructural y ya hemos encontrado donantes. Además del Patriarcado Latino y algunas donaciones únicas y conmovedoras, recibimos una gran contribución de una Asociación Católica de París. En parte, porque nuestros estudiantes son los mejores en francés de la Franja”, nos dice con la sonrisa de quien sabe que confiar la Providencia significa arremangarse, aprender a invertir en proyectos correctos y saber hacer bien las cuentas.
Nabila tiene 43 años y aún no ha dejado de estudiar. Está matriculada en un máster en Gestión de Recursos Humanos en la Universidad Palestina de la Franja. “Durante las primeras horas de clase vinieron a verme alumnos de otras clases porque nunca habían visto a una monja. Estaban tan sorprendidos que un día hasta les di una lección sobre la Iglesia y la vida consagrada. Una mujer soltera sin hijos es mitad mujer para los musulmanes, algo inconcebible. Sin embargo, el director del máster me hizo colaborar en un taller con un jeque salafista. No fue fácil, pero trabajamos juntos. Con la llegada de la pandemia tuve que suspender las clases, mientras él, hasta donde yo sé, pudo terminar el máster. Espero reanudar las clases presenciales este otoño”.
La hermana avanza más lentamente, pero con tenacidad. También porque quiere dar su ejemplo como religiosa de una congregación nacida para servir a la Iglesia local y para emancipar a las mujeres árabes de Tierra Santa a través de la educación. Su congregación fue fundada en Jerusalén en 1880 por un sacerdote palestino del Patriarcado Latino y por la Hermana María Alfonsine, canonizada en 2015.
Las Hermanas del Santo Rosario son las únicas que, por estatuto, solo aceptan postulantes de origen árabe. La hermana Nabila las conoció en Egipto. No en Asyut, su ciudad natal con vistas al Nilo, sino durante sus años universitarios en El Cairo. “Vengo de una familia practicante y desde pequeña tenía el deseo de consagrarme a Dios, así que a los 23 ingresé en las Hermanas del Santo Rosario. Me fascinó el carisma mariano y su forma de acoger y ayudar a nuestra gente”, recuerda sor Nabila.
Egipto, Líbano y, en 2006, finalmente Tierra Santa. Llegó a la casa generalicia de Bethanina, un barrio de mayoría árabe en Jerusalén, hogar de una de las muchas escuelas fundadas por la Congregación en Oriente Medio. También tienen en Kuwait, Qatar y la Shariqah, importantes pulmones económicos a través de los que apoyan a los centros de los países más pobres como Siria, Líbano, Territorios Palestinos y Gaza.
La misión en la Franja es voluntaria. Nabila llegó allí por primera vez en 2008 para dirigir el jardín de infancia inaugurado en 2000 y que lleva el nombre de Zahwa Arafat, una de las primeras niñas que asistió. Fue su padre Yasser quien donó el terreno a las monjas para construir una escuela en Gaza, donde el primer presidente de la Autoridad Palestina tenía una suntuosa residencia y el deseo de hacer de la Ciudad de Gaza, la única ciudad palestina frente al mar, la Tel Aviv de Cisjordania.
Cuando llegó la hermana Nabila, todo había cambiado. Después de esperar diez horas en el puesto de control israelí, recorrer las carreteras llenas de baches con montones de basura por todas partes y encontrar el edificio de las monjas en peligro y medio incendiado, rompió a llorar.
Acababa de terminar la primera guerra entre Israel y Hamas, en el poder en la Franja desde 2007. El ambiente era extremadamente tenso incluso entre las diversas facciones islamistas en Gaza. Alguien no vio con buenos ojos a las monjas, tanto que colocaron una bomba de seis kilos frente a la puerta del convento.
“Escuchamos un boom muy fuerte a las cuatro de la mañana. Sobrevivimos de milagro, porque la bomba estalló a medias. El miliciano de Hamas que vino a ver lo que había sucedido también nos lo dijo”, recuerda la hermana Nabila. Un bautismo de fuego que la obligó a preguntarse qué hacía allí. “La obediencia en mi vida siempre ha sido un faro: si Dios me quiere en un lugar, me da todo lo que necesito”.
Un primer regalo fueron los ojos de Soha, una niña de tan solo 5 años, hija de un musulmán muy practicante. La niña estaba tan entusiasmada con el jardín de infancia que en casa repetía que cuando creciera se convertiría en monja. A su padre no le gustaban nada estas palabras y decidió sacar a la niña de la escuela.
“Un día vino la madre que deseaba profundamente una educación diferente para su hija. Me pidió que hablara con la niña y le explicara que era mejor si no hablaba del jardín de infancia en casa. Siguió un diálogo sencillo, centrado en el hecho de que debemos guardar en nuestro corazón lo bello que encontramos. Desde entonces no ha habido más problemas. Educar no significa renunciar a la propia identidad, pero es una siembra larga y paciente”.
No es casualidad que las únicas escuelas mixtas sean las tres escuelas cristianas de la Franja y que la más cara no tenga problemas de inscripciones. 750 dólares de matrícula anual, con un aumento de 50 dólares por cada ciclo escolar, es una cantidad considerable para quienes viven en Gaza, donde más de la mitad de sus dos millones de habitantes no tienen trabajo y donde se pueden perder de la noche a la mañana la casa y lo poco con lo que se cuenta. Los estudiantes que se graduaron en 2021 en Rosary Sister’s School ya han experimentado cuatro guerras.
La más larga, de 51 días, fue en 2014, cuando la hermana Nabila, después de una pausa de algunos años, regresó a Gaza para dirigir toda la escuela. “La reconstrucción más difícil no es la material, sino la psicológica y relacional. Muchos niños sufren el trauma de la posguerra, muchos han perdido a alguien en los bombardeos. Todos los habitantes de Gaza sufren la condición permanente de sitio, la falta de libertad y la falta de esperanza en el futuro. No es fácil enseñar a amar al enemigo y al mismo tiempo defender los derechos como seres humanos”.
Entre los 115 empleados también hay psicólogos que ayudan a los niños en los momentos en que se agudiza el conflicto, cuando es aún más importante organizar actividades recreativas, encuentros e iniciativas de solidaridad mutua. La puerta de las monjas se abre a menudo para recibir a los niños para actividades extraescolares y fiestas, porque es un lugar considerado seguro por las familias.
“Cuando vienen a matricular a los niños no les preguntamos quiénes son ni de dónde vienen. Por supuesto que no es difícil de entender, lo importante es que estén dispuestos a seguir nuestras reglas. El respeto y el conocimiento mutuo también significan disciplina. Y de vez en cuando debemos reiterarlo con firmeza”.
Cuando la de la hermana Nabila no es suficiente, intervienen los dos sacerdotes de la pequeña comunidad católica de Gaza. Solo 130 almas, de las que 15 corresponden a religiosos misioneros. La Misa diaria, la Adoración Eucarística y el Rosario siguen siendo el corazón de la vida de Sor Nabila, al igual que el compartir con sus dos hermanas, Martina y Bertilla.
El último conflicto las puso a prueba. “Hemos tenido miedo de morir varias veces. Fuimos a confesarnos y decidimos dormir siempre con el hábito y en la misma habitación. Dispuestas a dar la vida”, recuerda la hermana Nabila, quien no perdió el pragmatismo ni siquiera durante los ataques aéreos israelíes.
“Entré en la sala de ordenadores dos veces, donde todavía había veintitrés ordenadores empaquetados. Fueron un regalo por valor de quince mil dólares que llegó antes del COVID. Tenía que salvarlos, también por respeto a quienes nos los habían dado. La madre general me regañó por arriesgarme. La responsabilidad te hace no sentir demasiado el miedo. En el sufrimiento se encuentra la Gracia”.
*Reportaje original publicado en el número de octubre de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva