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Las clarisas de Nápoles se reinventan para sobrevivir





Cuando llamo al telefonillo de via Pisanelli n. 8 no estoy sola. Me acompañan los tres mil años de historia de este lugar que es el corazón del corazón de Nápoles, el tercer decumanus, el que los turistas no frecuentan y que desde la Edad Media se llama l’Anticaglia.



El nombre se le atribuye al gran anfiteatro donde cantaba Nerón, envuelto por los edificios cuyos arcos aún separan las ventanas. Hay una puerta a pie de calle. Una mujer recibe a quien llama y, una vez dentro de la estancia, retira una cama y conduce a sus invitados hasta el Imperio Romano en el mismo barrio donde los alejandrinos hacían carreras con antorchas.

No son solo las huellas griegas y romanas las que hacen de l’Anticaglia un lugar precioso. Aquí se superpone la milenaria historia sagrada de la ciudad. En los mismos lugares donde se levantaron los templos de Caponapoli, desde la época del Ducado bizantino hasta el siglo XIX, a lo largo de este camino que atraviesa la Acrópolis de Partenope, hubo monasterios e iglesias de los períodos angevino, aragonés y español. Un caballero aragonés en pose cortesana espía a los transeúntes desde el patio del Palazzo Bonifacio, entre la ropa tendida y una caldera. Más adelante está la casa del poeta Torquato Tasso.

Y aquí, en via Pisanelli 8, está el último monasterio de clausura de Nápoles que ha permanecido intacto desde su fundación en el siglo XVI por encargo de la venerable María Lorenza Longo. Estamos en Santa María de Jerusalén, o el Monasterio de las Treinta y tres, donde la regla exige que no se hospeden más de treinta y tres hermanas, una por cada año de Cristo.

La historia de Longo es famosa porque Nápoles (y Europa) le deben el primer hospital público para pobres, los Incurables, centro y faro de la ciencia médica durante tres siglos, sede de una suntuosa farmacia del siglo XVI y del museo de artes de la salud. Hizo falta una mujer para pensar en un hospital que no distinguiera entre ricos y pobres, así como, tres siglos después, hizo falta otra mujer, Teresa Filangieri, para imaginar un hospital dedicado solo a los niños, el actual Santobono, el hospital pediátrico más antiguo del mundo.

Auténtica pobreza

Estoy aquí para reunirme con las clarisas capuchinas de las Treinta y tres porque, si son las mujeres las que hacen grandes obras, siempre son las mujeres las que no son reconocidas ni premiadas por sus intuiciones o vocaciones. Por ejemplo, las hermanas no están económicamente sostenidas por la Iglesia, ni viven de las rentas ya que profesan la pobreza absoluta.

¿Cómo se sustenta un monasterio del siglo XVI, con todos los costes de mantenimiento que tiene? ¿Cómo logran mantenerse las Treinta y tres, que han sido menos numerosas durante años? Vine a preguntarle a la abadesa, sor Rosa Lupoli.

Cuando la puerta de metal se abre, una fisioterapeuta sube conmigo ya que se dirige a las habitaciones de las hermanas mayores. Mientras, una hermana sonriente me pasa una llave para que pueda abrir una pequeña puerta y entrar en una habitación con una ventana renacentista que da al jardín, austera y muy sencilla, donde estoy esperando a la hermana Rosa.

Hoy algunos investigadores han venido por sorpresa a fotografiar la cabeza de María Longo, una preciosa reliquia del Monasterio. Así, tengo tiempo de disfrutar del viento que sopla entre las antiguas murallas. Con la hermana Rosa, que tiene casi mi edad y parece una niña, llega otro soplo de aire fresco de poderosa en inteligencia, alegría y entusiasmo. La primera pregunta: ¿cómo se las arreglan?, ¿cómo sobreviven?, ¿con qué recursos económicos mantiene el monasterio?

La total independencia de los monasterios femeninos siempre se ha dado por sentada, por lo que en el mundo secular la noticia suena sorprendente: el caso de las Treinta y tres es aún más claro, ya que la pobreza personal es condición imprescindible para la profesión solemne. Las clarisas capuchinas ingresan en clausura renunciando, ante notario por dos veces, a los bienes muebles, herencias familiares y eventuales herencias que pudieran recibir de terceros. El origen de la orden establece una auténtica pobreza que pasa por vivir de la Providencia, al día. Nada más.

Por lo tanto, no hay bienes. Solo reciben donaciones esporádicas y, como mucho, se dedican a producir objetos artesanales, ya que el monasterio era famoso por las figuras de cera y por los bordados de seda para vestimentas religiosas. Pero hoy, con un número muy reducido de hermanas y de mucha edad, estas actividades se han vuelto imposibles.

Sin ayudas

Entonces, ¿cómo compran comida o medicamentos?, ¿y los costes propios de un edificio tan antiguo? Porque se cae a pedazos. Recientemente, dice Rosa, las tuberías se han roto. Con gran esfuerzo se obtuvo la conexión de gas ciudad para calefacción. ¿Cómo pagan estos gastos?

Además, para respetar la antigüedad e historicidad de la propiedad, cualquier trabajo tiene que ser supervisado por las autoridades. Con la unificación de Italia, el monasterio pasó a ser propiedad del Estado que no invierte en él ni un solo euro. Por eso, las Treinta y tres, en realidad las ocho, viven de donativos que llegan en Navidad o Semana Santa. Algunas de las hermanas presentes en el monasterio en los años posteriores al terremoto de 1980 llegaron a percibir una pensión social muy baja que después les fue retirada.

La venerable María Longo dejó por escrito que sería el hospital de los Incurables el que tendría que ocuparse de las Treinta y tres, pero, en realidad, el hospital siempre ha tratado de liberarse de tal compromiso y hasta de apropiarse de algunas partes del monasterio. Han recuperado el histórico dispensario antituberculoso y el refectorio con frescos. Las religiosas esperan además que pronto se derribe el muro construido en medio del jardín de clausura.

Desde que llegó hace treinta años, sor Rosa no ha perdido el ánimo. Así ha recuperado poco a poco el refectorio con frescos del convento. Lo ha confiado a una entidad sin ánimo de lucro. También recuperó el Atrio de las Treinta y tres, que acoge conciertos, conferencias y eventos culturales a cambio de la voluntad. La religiosa tampoco me oculta que ha habido ocasiones en las que han tenido que aceptar comida de Cáritas.

Desamortización violenta

El ostracismo, el prejuicio y el abandono en torno a la vida monástica femenina han existido siempre porque, cuando se habla de monacato se piensa en el forzado, aquel que a lo largo de los siglos ha forjado la imagen de la monja de Monza. Ha pasado al olvido la abrupta abolición de las órdenes posunitarias que vació por la fuerza los monasterios femeninos de toda Italia. Y en Nápoles eran muy numerosos.

En la ciudad había miles de monjas de muchas órdenes. A ellas, la ciudad les debe incluso la tradición pastelera de las sfogliate y las santarosa. Eran órdenes muy antiguas cuyas iglesias estaban bien cuidadas y estaban muy concurridas. Con la Unificación se vaciaron los monasterios napolitanos, se echó a las monjas y se confiscaron sus bienes.

Todo se convirtió en estatal como el rico monasterio de Santa Patrizia, un monasterio milenario en San Gregorio Armenio, o Santa Clara, eje de la religiosidad combinada con el poder angevino y aragonés. Matilde Serao es la única que ha contado este despojo gigantesco y la violencia infligida a las monjas obligadas a regresar al mundo sin ningún apoyo económico.

Su novela Sor Juana de la Cruz (1901) es un extraordinario fresco del vaciamiento del convento de sor Orsola, un retrato del miedo y la incomprensión de las monjas de clausura puestas en la calle de un día para otro, a veces sin familia a la que volver, expulsadas del ascetismo elegido con profundo amor y deseo, alejadas de una comunidad y presas del pánico por la pérdida de apoyo económico.

Mientras que la anciana abadesa del monasterio pudo regresar a su rica familia de origen, a sor Juana le tocó padecer el hambre, la humillación, el engaño y la violencia. A la pobreza material se unió la pobreza humana que encontraba en las calles y hogares. Como una hermana y un sobrino que la engañaron y la robaron o la humillación de tener que vender unos bordados a una prostituta.

Una cuenta pendiente

La profunda angustia que comunica la novela de Matilde Serao se hace tangible mientras charlo con Rosa cuando me cuenta su historia personal. Es de Ischia y creció junto a una madre muy devota, aunque ella permaneció durante años muy alejada de la Iglesia. Rosa fue jugadora profesional de voleibol desde los trece a los veintitrés años. Se licenció en Literatura Moderna.

Un accidente le impidió continuar con el deporte y empezó a darse cuenta de que tenía con Dios una cuenta pendiente. Volvió a frecuentar la parroquia y se matriculó en teología. Era la única mujer. Descubrió a las Treinta y tres un 3 de febrero de 1990 cuando una amiga ingresó en el convento. A Rosa le resultaba imposible que aquel mundo pudiera interesarla o atraerla, pero cuando vio entrar a su amiga decidió charlar con sor Clara para comprenderlo todo mejor.

En unos meses, cambió por completo. Ingresó en el monasterio el 5 de mayo del mismo año. Ángela, su amiga, se marchó de él seis años después. Ella lleva dentro ya treinta muy felices años. El camino no fue sencillo. Le tocó convencer a su párroco y superar la oposición de sus padres porque no se da por hecho que los seres queridos acepten una elección que incluye la renuncia a toda seguridad económica… La seguridad, divinidad de nuestro tiempo.

Nueva presencia de las Treinta y tres

En este espacio tan sereno y feliz, no es ajena al mundo. Rosa es fan del Nápoles, decidió que las Treinta y tres debían tener una página web, presencia en Facebook y una relación más intensa con la ciudad propiciada por la entidad sin ánimo de lucro que organiza visitas guiadas en los espacios accesibles a su monasterio.

Pregunto a Rosa quien se presenta hoy en ese torno donde ella se asomó con curiosidad para preguntar. Me cuenta que vienen muchas mujeres adultas y decepcionadas de la vida que luego abandonan porque no entienden cómo funciona la clausura, que es un medio y no un voto. A estas alturas, me dice, por fin estamos empezando a hablar de institutos consagrados mixtos, aunque es difícil dialogar con la parte masculina de la Iglesia, poco interesada en la vida monástica femenina.

Dejo Santa María de Jerusalén con la impresión de ver aún más silenciosa la bella Nápoles antigua, privada de otras voces, de otros testimonios y de nuevas verdades femeninas. Parece imposible que desde aquí, surja la desigualdad. En este lugar que sobrevivió a la unificación de Italia porque era tan pobre que no interesaba al bolsillo de nadie. Una pobreza que representa la riqueza más verdadera y antigua y cuya existencia nos debería atraer más a todos.

*Reportaje original publicado en el número de octubre de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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Alicia Ruiz López de Soria, ODN







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