Han pasado más de cien años desde que Teresa de Jesús Crucificado, también conocida como Faustina Zavagli, se apresurase a ir a la Capilla de San Onofre en Rimini. Se postró al pie del gran lienzo de la Crucifixión. Con la mirada fija en los brazos abiertos de Cristo, la monja le abrió su corazón lleno de angustia. El dinero se había terminado.
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Las arcas de la fraternidad se habían agotado por la necesidad de hacer estudiar a las numerosas niñas a las que la pobreza les negaba la educación. Al día siguiente no habría forma de comprar comida para las pequeñas, venidas de las zonas más pobres y acogidas en esa primera casa. A Teresa de Jesús Crucificado no le faltó nunca la creatividad desde que empezara en 1882 con este proyecto. Tenía casi cincuenta años y había tenido que abandonar la vida contemplativa por motivos de salud.
Sintió que estaba en un callejón sin salida. Entonces se volvió hacia el Crucifijo: “Señor, ocúpate Tú”. De lo contrario, no tendría más remedio que vender una preciosa pintura. Finalmente, no fue necesario. Los testimonios relatan que, poco después, la fundadora de las Hermanas Franciscanas Misioneras de Cristo encontró la suma que necesitaba para poner en práctica su intuición: dar educación y oportunidades a los privados por la injusticia.
Cuando pasa frente al cuadro, suele pensar en ese episodio la hermana Lorella Chiaruzzi que, hace tres años, fue llamada a dirigir el instituto como madre superiora. Incluida la carga de tener que garantizar el sustento a una familia pequeña, pero no tanto: 158 hermanas repartidas por Italia, América Latina y África.
Manteniendo la fe en el testamento de ese Francisco cuyo carisma nutre el instituto: “Y trabajé con las manos y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los demás frailes trabajen en un oficio acorde con la honestidad. El que no sepa, que aprenda, no por codicia de recibir la recompensa por el trabajo, sino para dar ejemplo y alejar la ociosidad”.
Una empresa mediana
“El ímpetu, la inventiva y la confianza en la Providencia son los pilares de nuestro plan de negocio para el desarrollo de la empresa”, bromea sor Lorella. Si en términos de espíritu y misión no hay forma de cuantificarla, en números, la congregación se parece a una empresa mediana que para mantenerse en pie debe encontrar recursos con los que pagar a un centenar de empleados, mantener sus estructuras y cumplir con las obligaciones burocráticas y fiscales.
Además de velar por el mantenimiento de las religiosas. No es de extrañar que sor Lorella, de vez en cuando sienta la misma angustia que Teresa frente al Crucifijo. “Sí, tengo que admitir que doy mucha importancia a los temas económicos. Para las cuentas, me ayudan dos empleadas y un gestor. Cada casa tiene su propia contabilidad”.
Otras cuatro hermanas, como signo de sinodalidad, ayudan a la superiora en las tareas de gobierno. Porque los problemas que acaban en el despacho de sor Lorella son muchos. Son los propios de cinco escuelas, dos residencias de ancianos y una casa de convivencias. Luego están el noviciado en Asís, el estudiantado en Roma y la reciente experiencia intercongregacional en la diócesis de Spoleto. Y las misiones en Brasil, Etiopía y Tanzania. También hay una nueva e incipiente experiencia en Mozambique.
Los proyectos exteriores se mantienen con el trabajo del campo y las microempresas, por ejemplo, con un horno creado para producir un pequeño ingreso, así como para dar trabajo a los más vulnerables de la comunidad, en especial las mujeres. “Solo el proyecto brasileño es autónomo gracias al salario mínimo que reciben las tres hermanas por el servicio pastoral en la parroquia. Los demás proyectos dan más trabajo, pero es porque son más grandes y exigentes y necesitan que los sigamos sosteniendo desde Italia. Lo hacemos con recaudaciones de fondos, donaciones de benefactores y mercadillos solidarios. Y, sobre todo, con el fondo del secretariado misionero que cada vez es menor”.
Cada año salen unos cuarenta mil euros desde la casa madre para las ocho comunidades del sur y noreste de Etiopía y las tres en Tanzania, donde las Hermanas Franciscanas Misioneras de Cristo han establecido clínicas, centros para niños y escuelas. En 2019 rondaron los 4,8 millones de euros frente a los 4,5 millones de ingresos.
Estos últimos provienen de las cuotas de las residencias de ancianos y las escuelas privadas. Pero estas últimas están disminuyendo porque cada vez nacen menos niños. Mientras, el coste del personal está aumentando debido a que cada vez hay que contratar a más laicos dado que tampoco hay suficientes religiosas para asumir algunos de estos puestos de trabajo.
San José contra la pared
La pandemia golpeó realidades ya frágiles, provocando un terremoto. “Los padres de los niños fueron generosos. Muchos querían pagar la matrícula incluso cuando no había clases presenciales para los más pequeños porque tuvimos que cerrar dos escuelas infantiles y una casa de retiro. Algunos de nuestros huéspedes mayores murieron a causa del virus en la segunda ola. Mantenemos como podemos las residencias. Afortunadamente, tenemos un colchón gracias a algunas inversiones que hicimos, como un fondo de pensiones del que es posible retirar algunas sumas por adelantado en el caso de necesidad. Nuestra principal fuente de ingresos son ahora las pensiones de las cincuenta hermanas que las reciben de un total de 69 residentes en Italia. En cada fraternidad se comparten los recursos y, gracias a las jubiladas, todas vamos adelante”.
Las cifras no son elevadas dado que la mayoría de ellas perciben apenas unos 650 euros porque no han cotizado lo suficiente puesto que han pasado su vida de misión en misión. Llegar a fin de mes es un desafío. Tanto es así que Lorella a veces se ve tentada de seguir el ejemplo de una de sus hermanas mayores y poner la estatua de San José contra la pared con la esperanza de convencerlo de que interceda para superar las dificultades. “Peor que esta crisis, solo está el drama de desperdiciarla”, dice Lorella parafraseando al Papa Francisco.
Purificación
“El COVID nos está obligando a tomar nota de una serie de problemas ya presentes para afrontarlos con valentía y apertura a lo nuevo. Y una pizca de ingenio, como el de las hermanas de la posguerra que se mantenían con su trabajo en los campamentos de verano. La pandemia puede resultar una gran oportunidad para la “purificación”. Durante mucho tiempo, las congregaciones han hecho lo mismo y quizás sea el momento de volver a los orígenes del carisma, de renunciar a lo que no es propio para poner fin a lo que ya no sirve, sin remordimientos. Estamos viviendo una gran experiencia de Providencia”.
La superiora enumera varios ejemplos que van desde los paquetes de comida que les dio Protección Civil hasta el regalo inesperado de una empresa con el que pudieron cavar un pozo en una misión. “Esto es lo que nos da la fuerza para seguir adelante”, concluye Lorella que, en lugar de dar la vuelta a la estatua de San José, en los momentos de dificultad camina al amanecer por la playa de Rimini. “Me repito: ‘Lorella, la congregación no es tuya. Ha existido durante 136 años porque el Señor lo quiere. Respira, Él lo solucionará, como siempre’”.
*Reportaje original publicado en el número de octubre de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva