Francisco vuelve a Lesbos cinco años después de su primera visita al campo de refugiados de Moira. Quienes allí estuvimos, no podemos olvidar haber vivido unas horas de muy intensa emoción ahora que el Papa pone rumbo de nuevo a la isla en este peregrinar que durante cinco días le llevará a Chipre y Grecia.
Era el 16 de abril del 2016 y salimos muy temprano de Roma para dirigirnos a Mitilene la capital de esa isla del Mar Egeo situada tan cerca de las costas de Anatolia. Ya en el avión, el Papa nos confió que, a diferencia de otras visitas apostólicas el que emprendía ese día, era “un viaje marcado por la tristeza”. “Esto es importante. Es un viaje triste. Vamos a encontrar la catástrofe humanitaria más grande después de la II Guerra Mundial. Vamos a encontrar a gente que sufre, que no sabe dónde ir, que ha tenido que huir. Vamos también a un cementerio, el mar . Tanta gente se ha ahogado en él”, compartía a los periodistas que viajábamos en el vuelo papal.
Apenas aterrizado y resueltos los compromisos protocolarios –un encuentro con el primer ministro de entonces Alexis Tsipras- , el Santo Padre llegaba al campo de refugiados en un minibús en compañía del patriarca de Constantinopla Bartolomé I y del arzobispo ortodoxo de Atenas Jerónimo II. Allí les acogieron, en primer lugar, un largo centenar de muchachos que no daban crédito a sus ojos. En el recorrido hacia la tienda donde iba a celebrarse el encuentro, se sucedieron momentos de indescriptible emoción: ancianos sobrecogidos, mujeres que no lograban retener sus lágrimas, muchachos incapaces de reaccionar… Los tres hombres dejaban hacer y , sobre todo, Francisco extendía manos y brazos, acariciaba, abrazaba dominado por sentimientos de ternura.
El suyo fue un discurso breve: “He querido estar hoy aquí con vosotros- comenzó- quiero deciros que no estáis solos. Estamos aquí para reclamar la atención del mundo sobre esta grave crisis humanitaria y para implorar su solución. No perdáis la esperanza; el mayor don que podemos ofrecernos los unos a los otros es el amor: una mirada misericordiosa, el deseo de escucharnos y de comprendernos, una palabra de estímulo, una oración”.
Los periodistas no perdíamos de vista la reacción de los presentes ante unas palabras en italiano, traducidas después al inglés, que tal vez muchos de ellos no comprendían, pero sabían que quien les hablaba lo hacía con el corazón abierto. Los aplausos certificaban su agradecimiento.
Finalizados los discursos, los tres ilustres huéspedes compartieron una frugal almuerzo con un grupo de refugiados y algunos intérpretes. Poco o nada pudimos saber de ese intercambio. Pero aún quedaba una última sorpresa. Antes de que subiéramos al avión, pudimos observar de lejos que también ascendían por la escalerilla del aeroplano un grupo de doce personas que el Papa había decidido traerse a Roma. No fue un gesto improvisado, puesto que hubo que pactarlo con las autoridades griegas e italianas y la Comunidad de Sant’Egidio, que iba a ocuparse de su instalación e integración en la Ciudad Eterna.
“El Papa -dijo el entonces portavoz vaticano Federico Lombardi- ha querido hacer un gesto de acogida a los refugiados acompañando en su mismo avión a tres familias de Siria, doce personas en total, de los cuales seis son menores de edad”. No todo quedaba, pues, en palabras. Les seguía un hecho menor en sus cifras respecto al ingente drama, pero muy elocuente como ejemplo de solidaridad y compromiso.