Si las relaciones entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa chipriota son excelentes, se debe, sin duda en buena parte, a Su Beatitud Crisóstomos II, arzobispo de Nuova Giustiniana y de todo Chipre. Este venerable septuagenario rige desde 2006 los destinos de una iglesia cuyos orígenes son antiquísimos y a la que pertenecen el 70% de sus compatriotas.
Ha sido muy estrecha su relación personal con Benedicto XVI, a cuya Eucaristía de inicio de su ministerio papal asistió como lugarteniente del su predecesor, muy enfermo. Ratzinger correspondió a este gesto de cortesía enviando una delegación vaticana a su ceremonia de entronización en la catedral de Nicosia. Volvieron a verse en 2007, cuando en el Vaticano firmaron una declaración teológica conjunta, y, tres años después, durante la visita de Benedicto XVI a Chipre. Su último encuentro tuvo lugar en Roma el 28 de marzo del 2011.
Esta mañana, Francisco ha llegado a muy primera hora al palacio arzobispal, donde reside el arzobispo, y ambos iniciaron con una conversación privada un fructuoso diálogo que se prolongó poco después en la catedral ortodoxa de San Juan, donde fueron recibidos por los miembros del Santo Sínodo. Este es la máxima autoridad de la iglesia autocéfala de Chipre y está compuesto por nueve metropolitanos y siete obispos.
El primero en tomar la palabra fue Crisóstomos, quien no se anduvo por las ramas, sino que señaló que, desde 1974 –cuando Turquía invadió ‘manu militari’ la zona norte de la isla–, “nuestro Chipre y su Iglesia están atravesando el momento más difícil de su historia”. “Turquía –dijo con voz firme– nos ha atacado ferozmente y ha secuestrado el 38% de nuestra patria con la fuerza de las armas, sus habitantes fueron expulsados con lanzas y fuego, fueron deportados de sus casas maternas y los santuarios del Señor fueron entregados a las llamas”.
“Los doscientos mil habitantes cristianos –prosiguió– fueron expulsados de sus casas con una increíble barbarie y fueron sustituidos por más del doble de colonos llegados desde las profundidades de Anatolia, destruyendo así nuestra cultura clásica formada en tiempos inmemorables. Convirtieron en ruinas una cultura del segundo siglo antes de Cristo a la que los romanos se acercaron con temor reverencial y admiración”.
Ya lanzado en su diatriba anti turca, Crisóstomos denunció que “han confiscado nuestras históricas iglesias bizantinas con sus preciosísimos mosaicos, los iconos que introducen al misterio y han robado a los sacerdotes con inaudita barbarie… No solo imitaron la sanguinaria barbarie de Atila, sino que incluso hicieron cosas mucho peores que él”.
Por fin, pidió al Papa que le escuchaba sin pestañear, su activo empeño. “Esperamos con impaciencia –dirigiendo hacia él su mirada– su ayuda para la protección y respeto de nuestro patrimonio cultural y para la supremacía de valores incalculables de nuestra cultura cristiana que hoy son violentamente violados por Turquía”.
Entre los que escucharon esta alocución del arzobispo chipriota se encontraban el secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin; el ministro de Asuntos Exteriores vaticano, Paul R. Gallagher; y el sustituto, el arzobispo Edgar Peña Parra. Crisóstomos les ha echado sobre sus espaldas una nueva tarea que ellos, mejor que nadie, saben que será muy complicada ante la intolerancia de Erdogan.